La vida eterna



1. “Vida eterna”: la vida misma de Dios.

Desde el punto de vista científico la expresión “vida eterna” resulta paradójica, ya que la “vida” tal como la conocemos en nuestra experiencia, es un proceso eminentemente lábil y frágil que está irremediablemente abocado a la muerte. Vida y muerte son nociones correlativas. Esta expresión, en su paradoja, pone de relieve que estamos ante algo inaudito, ante una promesa de Dios, ante un don suyo, y no ante una experiencia biológica o una perspectiva científica.

La temporalidad propia de nuestra existencia aquí en la tierra, hace que nuestra vida se caracterice por la fragmentación en lo disperso y disgregado, por la fugacidad: la vida se nos escapa de las manos en un fluir ininterrumpido entre el pasado y el futuro. Vida eterna significa la superación de esta situación en un presente concentrado, pleno, que no se diluye en el pasado ni se desvanece en el futuro. La eternidad es, en efecto, la posesión simultánea y perfecta de una vida interminable, según definió Boecio en el siglo V.

Esta plenitud del ahora insuperable y único es lo propio de la vida divina. De ahí que la Tradición de la Iglesia no ha dudado en hablar de divinización para expresar el destino al que está llamado el hombre: “Dios se ha hecho hombre para que el hombre pueda llegar a ser Dios” (San Atanasio). El hombre es el ser paradójico que, para ser plenamente él mismo, tiene que aspirar a ser más de lo que es, tiene que aspirar a ser Dios. Puesto que ha sido creado a imagen y semejanza de Dios, su ser se afirma y se realiza en la medida en que se va pareciendo a Aquel del cual es la imagen.

Evidentemente esta divinización no podrá nunca ser una autodivinización -lo que equivaldría a una idolatría-, sino que es un don gratuitamente recibido de Dios, que quiere comunicar al hombre todo lo que Él posee, salvo lo que es absolutamente incomunicable, es decir, su propia esencia, su ser Dios por naturaleza, como explica san Máximo el Confesor. De este modo el hombre, por gracia, va siendo lo que Cristo es por naturaleza, según afirma san Juan Damasceno. La divinización es cristificación, es el crecer en nosotros de la filiación adoptiva, recibida en el bautismo, en Aquel que es Hijo por naturaleza.

2. Cielo.

El término final de este proceso es lo que los cristianos denominamos el cielo. El término evoca un “arriba” espacial que significa, incluso en el lenguaje ordinario (“estar en el séptimo cielo”), una plenitud de felicidad. El cielo, en efecto, no debe ser entendido como un “lugar” cosmológico sino como un estado de unión perfecta del hombre con Dios. El cielo es, ante todo, la consumación del “abrazo” que Dios empezó a darnos el día de nuestro bautismo, el cumplimiento del anhelo más profundo del corazón del hombre: ¡que me bese con los besos de su boca! (Ct 1,2). Este “abrazo” es el Espíritu .Santo, Amor subsistente de Dios, “corriente” vital que une eternamente al Padre y al Hijo, en la que seremos plenamente insertados, participando así de un modo plenario y total, según nuestra propia capacidad creatural, de la vida trinitaria de Dios, consumando así el misterio nupcial que define nuestra existencia cristiana: Han llegado las bodas, las bodas del Cordero, su Esposa se ha embellecido (Ap 19,7).

La doctrina de la Iglesia describe el cielo como la visión de Dios, según la expresión de san Pablo: Ahora vemos en un espejo, en enigma. Entonces veremos cara a cara (1Co 13,12), y de san Juan: Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a Él, porque le veremos tal cual es (1Jn 3,2). La visión de Dios incluye la contemplación, por medio de una revelación sobrenatural, de la abundancia de la vida y del amor de Dios, de la profundidad de su verdad como principio, fin y contenido de nuestro propio ser, así como de la sabiduría y belleza de todos sus designios. Pero la palabra “visión” no debe inducirnos al error de creer que se trata de una situación puramente cognoscitiva. En realidad con ella se quiere describir la plenitud de la comunión con Dios, un encuentro hecho de amor, de paz y gozo: Ya no pasarán hambre ni sed, ni les hará daño el sol y el bochorno. Porque el Cordero, que está delante del trono, será su pastor, y los conducirá hacia fuentes de aguas vivas. Y Dios enjugará las lágrimas de sus ojos (Ap 7,15-17).

Esta unión esponsal, definitiva, con Dios, significa la consumación de nuestra existencia, que es eminentemente intersubjetiva. La perfecta comunión con el único Santo, comportará también la plenitud de la “comunión de los santos”. De tal manera que en el cielo se vivirá una comunión plenaria no sólo con Dios, sino también con los ángeles, los santos y todos los hombres y mujeres que han alcanzado la salvación. De este modo el universo interpersonal alcanzará esa plenitud de comunicación y transparencia a la que aspira y que nunca consigue alcanzar aquí en la tierra.

3. Infierno.

La plenitud de la salvación que denominamos “el cielo”, comporta una ineludible posibilidad inversa que denominamos el infierno. Nadie desea con más ardor la salvación de todos los hombres que el propio Dios que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad (1Tm 2,4), Él que no ha enviado a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él (Jn 3,17). Pero el hombre no es un vegetal o un animal, sino la imagen y semejanza de Dios, y, por ello mismo, está dotado de libertad, de una libertad con la que puede abrirse al amor de Dios o con la que también puede cerrarse a ese mismo amor. El infierno significa que Dios se toma en serio la libertad del hombre y el alcance antropológico que ésta tiene, como fuerza configuradora de nuestra existencia, como capacidad con la que nosotros decidimos la orientación de nuestra vida. La imagen del fuego con la que se nos explica la esencia del infierno es altamente significativa, puesto que se trata del amor mismo de Dios que es un fuego devorador (Hb 12,29. Cfr. Is 10,17). Dios es Amor (1Jn 4,8) y no deja nunca da amar a ninguno de los hombres que Él ha creado. El fuego devorador de su amor es fuente de felicidad para quienes se abren, agradecidos, a él, mientras que es fuente de sufrimiento para quienes, encerrados en su orgullo, no quieren saber nada de él.

4. Purgatorio.

La actitud frente a Dios que adopta el hombre con su libertad es la que determina el que el idéntico y eterno fuego devorador del amor de Dios sea fuente de dicha o de sufrimiento. O también de purificación. Es una antigua creencia de la Iglesia la posibilidad de que Dios perdone los pecados a quienes han muerto (cfr. 2M 12,42-46). De ahí la práctica constante de la Iglesia de orar por los difuntos, práctica que supone que el hombre tiene todavía la posibilidad de purificarse en el más allá. Es cierto que el hombre, después de su peregrinación terrena, ya no puede cooperar activamente en su santificación, pero sí puede hacerlo pasivamente, mediante la aceptación de la acción purificadora de Dios.

El purgatorio tampoco debe ser pensado como un lugar, sino más bien como un estado, el estado del hombre que está sometido al poder purificador y santificador de Dios. En la pasividad radical en que nos sitúa la muerte, el purgatorio es el conocimiento doloroso, dado por Dios, de la discrepancia entre su amor ilimitado y nuestra capacidad amorosa deficiente. Este conocimiento es doloroso porque nace del amor hacia Dios que Él mismo ha puesto en nuestros corazones, y aspira a amar al Amor como él merece ser amado. Por eso posee una fuerza purificadora y va haciendo que nuestra opción fundamental por Él penetre en todos los estratos de nuestro ser.