XIV Domingo del Tiempo Ordinario

15 de agosto 

9 de julio de 2023

(Ciclo A - Año impar)





  • Mira a tu rey que viene a ti pobre (Zac 9, 9-10)
  • Bendeciré tu nombre por siempre, Dios mío, mi rey. (Sal 144)
  • Si con el Espíritu dais muerte a las obras del cuerpo, viviréis. (Rom 8, 9. 11-13)
  • Soy manso y humilde de corazón (Mt 11, 25-30)
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En el evangelio de hoy el Señor da gracias al Padre, que es el Señor del cielo y de la tierra, por haber escondido su plan de salvación a los ojos de los sabios y entendidos y haberlo revelado, en cambio, a la gente sencilla. Los “sabios y entendidos” son los que razonan según la lógica humana que nos dice que para “destruir a los carros de Efraím y a los caballos de Jerusalén” lo que hace falta son unos carros más potentes y unos caballos más veloces. Y sin embargo Dios anuncia, por medio del profeta Zacarías, que Dios alcanzará esa victoria mediante un rey modesto que “cabalga en un asno, en un pollino de borrica”.

Los sencillos de corazón son los que, antes que nada, piensan en Dios y dicen: si Dios lo quiere podrá ocurrir. Son como niños que están seguros del poder y de la fuerza de su padre y que lo creen todo posible si su papá está allí e interviene. Con estas palabras el Señor nos invita a buscar la sencillez de corazón, que consiste en prestar mucha más atención, en todos los asuntos, a la existencia de Dios, a Su voluntad y a Su poder, que al entramado de causas segundas que intervienen en ellos. Quien así procede está convencido de que “para Dios nada hay imposible” (Lc 1,37), tal como le dijo el ángel Gabriel a la Virgen María. La Virgen era sencilla de corazón, y por eso respondió: “aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra” (Lc 1,38).

A continuación el Señor nos habla de su relación con el Padre del cielo y nos dice que “nadie conoce al Hijo mas que el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar”. Entre el Padre y el Hijo hay un intercambio de amor y de conocimiento, una “atmósfera”, que es propia de ellos y fuera de la cual es imposible conocerlos, entrar en su misterio. Esa “atmósfera” es el Espíritu Santo, al amor subsistente de Dios, y sólo en Él es posible conocer al Padre y conocer que Jesús es el Hijo. Quien nos revela el misterio de la paternidad de Dios es el Espíritu Santo que, derramado en nuestros corazones, clama diciendo: “¡Abba, Padre!” (Ga 4,6). Y quien nos permite comprender que Jesús es el Señor es también el Espíritu Santo, pues nadie puede decir “Jesús es Señor” si no es movido por el Espíritu Santo (1Co 12,3). Las palabras del Señor nos invitan, pues, a suplicar constantemente el don del Espíritu Santo, para poder entrar así en el misterio de Dios.

El Señor nos dice a continuación que vayamos a Él siempre que estemos cansados y agobiados, porque Él nos aliviará. Pero propone para ello una receta un tanto desconcertante: “cargad con mi yugo”. Uno propende a pensar que para sentirse aliviado y no estar agobiado hay que librarse de todos los yugos. Y el Señor, en cambio, nos propone su yugo como liberación. ¿Cuál es su yugo? El yugo de Jesús consiste en la aceptación de lo que él nos revela, a saber, que Dios es Padre, que Aquel que es el “Señor del cielo y de la tierra” es, en realidad, un padre lleno de ternura hacia sus hijos.

El orden de las palabras del Credo expresa “el yugo” de Jesús, porque en el Credo decimos: “Creo en Dios, Padre todopoderoso, creador del cielo y de la tierra”. Lo que significa: Dios es, ante todo y antes que nada, Padre, “después” es todopoderoso y “después” es Creador y por lo tanto Señor del cielo y de la tierra. Pero el señorío de Dios, así como su omnipotencia tienen que ser interpretados y vividos desde su paternidad. Si veo a Dios ante todo como “Señor del cielo y de la tierra”, posiblemente lo que busque al acercarme a Él sea algo de su poder. Si lo veo en cambio como Padre, lo único que puedo buscar es algo de su amor, es decir, de su paciencia, de su esperanza sobre todo hombre, de su incansable volver a ofrecer oportunidades a cada uno.

Finalmente el Señor añade otra cosa: “aprended de mí que soy manso y humilde de corazón”. Observa san Francisco de Sales que el Señor, que podía ponerse como modelo de todas las virtudes, sin embargo sólo lo hizo de estas dos, la humildad y la dulzura, la mansedumbre, con lo que nos permite comprender lo importantes que son a sus ojos. La humildad es tan importante a los ojos de Dios que Él está dispuesto a que perdamos todas las demás virtudes con tal que guardemos la humildad, porque sin ella las demás virtudes dejan de serlo. También M. Teresa de Calcuta se dio cuenta de la importancia de la dulzura y escribió a sus religiosas diciéndoles: “Prefiero que cometan errores en la amabilidad a que hagan milagros en la dureza”. Dios es dulce y si queremos dar testimonio de Dios lo hemos de hacer con dulzura. La piedad popular ha resumido todo esto en la jaculatoria: “Jesús, manso y humilde de corazón, haz mi corazón semejante al tuyo”.