XXXIII Domingo del Tiempo Ordinario

15 de agosto 


13 de noviembre de 2022

(Ciclo C - Año par)




  • A vosotros os iluminará un sol de justicia (Mal 3, 19-20a)
  • El Señor llega para regir los pueblos con rectitud (Sal 97)
  • Si alguno no quiere trabajar, que no coma (2 Tes 3, 7-12)
  • Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas (Lc 21, 5-19)
  • Homilía: pulsar aquí para leer la homilía en formato pdf

El domingo pasado la Palabra de Dios nos hablaba de la esperanza escatológica, de la “gran esperanza”, del “cielo” en el que nos aguarda el Señor. Este domingo nos habla de lo que nos espera, pero no al final de los tiempos, cuando vuelva el Señor, sino de lo que nos espera aquí, en el tiempo, en la historia humana, en la vida terrena. Y el panorama que el Señor nos describe es bastante penoso: nos dice que nos las vamos a tener que ver con la idolatría, con el desorden y con la persecución, la traición y el odio.

La idolatría, porque muchos dirán “yo soy” o “el momento está cerca”, es decir, porque muchos pretenderán tener la solución, la respuesta adecuada a los anhelos del corazón del hombre y conocer el futuro, es decir, poseer la clave de la historia humana, saber hacia donde vamos inexorablemente, hacia dónde camina la historia.

Los ídolos los hacemos los hombres con nuestra manera de “mirar”: cuando miramos una realidad cualquiera -una persona (los hijos), una idea, el trabajo, un partido político, un instrumento técnico-  como si ella pudiera saciar por completo los deseos de nuestro corazón, entonces creamos un ídolo. Ídolo es todo aquello, distinto de Dios, de lo que esperamos la felicidad total. Y hay quienes, interesadamente, nos proponen realidades para que las idolatremos. El Señor dice: “cuidado con que nadie os engañe”, porque sólo Dios puede darnos esa felicidad total que anhelamos.

La manera de combatir la idolatría es el cumplimiento del primer mandamiento: “Escucha Israel: el Señor nuestro Dios es el único Señor. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza” (Dt 6, 4-5). El Señor nos exhorta, pues, a dar testimonio de la unicidad de Dios, de que sólo Dios es Dios, de que Él ha venido a nosotros de manera única e insuperable en Jesús de Nazaret, en quien “habita corporalmente toda la plenitud de la divinidad”, y de que, en consecuencia, Cristo y sólo Cristo es “el Camino, la Verdad y la Vida”, sin que nadie se le pueda comparar.

El desorden tanto en su vertiente social -violencia y guerras-, como en su vertiente cósmica -grandes terremotos, epidemias, hambre, espantos y grandes signos en el cielo. El Señor nos exhorta a vivir todo eso sin dudar para nada del amor de Dios, de que pase lo que pase y ocurra lo que ocurra, Dios nos está amando, se interesa por nosotros en la integralidad de nuestro ser, y “ni un cabello de nuestra cabeza perecerá”.

La persecución, la traición y el odio a los cristianos. El poder político será hostil a los cristianos, dice el Señor: “os harán comparecer ante reyes y gobernadores por causa de mi nombre”. La traición vendrá de aquellos que nos aman, de los familiares y amigos, que, en el fondo, no soportan que amemos más a Cristo que a ellos, porque ellos quieren ser el primer amor de nuestro corazón y cuando constatan que no son ellos sino Cristo, se rebelan contra nosotros: nos traicionan porque se sienten traicionados por nosotros, ya que no respondemos a las expectativas que ellos se habían hecho.

“Y todos os odiarán por causa de mi nombre”, es decir, porque “mi nombre”, el hecho de que seáis cristianos, os hace diferentes de todos, pone de relieve que se puede vivir de otra manera a como la sociedad pretende que vivamos, que lo social, cultural y políticamente correcto, no coincide con lo humano, que hay otra humanidad posible, la que Cristo engendra en nosotros. Y los hombres no perdonan la diferencia: quieren que todos seamos iguales y tengamos la misma esperanza y el mismo destino, que adoremos a los mismos dioses. Pero nosotros sólo adoramos al Señor y no estamos dispuestos a cambiar de Dios, a asumir como dioses a los becerros de oro que cada generación va inventando.

El Señor nos invita a ver en todo esto una ocasión de dar testimonio y nos exhorta a no preparar nuestra defensa, confiando en Él: si somos sus testigos, Él pondrá en nuestra boca las palabras convenientes para ello, él nos dará su Espíritu Santo, que es el “Paráclito”, es decir, el “abogado defensor” para defendernos en este “pleito” que el mundo tiene con nosotros y el “Consolador”, que en medio de todas estas luchas y tensiones, nos llena el corazón de paz.

Que así sea.