27 de noviembre de 2022
(Ciclo A - Año impar)
- El Señor congrega a todas las naciones en la paz eterna del Reino de Dios (Is 2, 1-5)
- Vamos alegres a la casa del Señor (Sal 121)
- La salvación está más cerca de nosotros (Rom 13, 11-14a)
- Estad en vela para estar preparados (Mt 24, 37-44)
- Homilía: pulsar aquí para leer la homilía en formato pdf
“Al
final de los días…”. La Buena Noticia que la iglesia nos da, en este primer
domingo de Adviento, es que los días tendrán un final, es decir, que la historia humana no será siempre la monótona
repetición de lo mismo, sino que tendrá un final en el que irrumpirá algo
verdaderamente nuevo, un estado de cosas completamente diferente al que
conocemos ahora. Lo que ahora conocemos es la división entre los hombres, la
imposible unidad del género humano, siempre dividido por la economía, la
política, la cultura, la memoria histórica etc.
Lo que se nos anuncia es la irrupción
del Reino de Dios que realizará la unidad
del género humano, porque “hacia el monte del Señor, hacia la casa del Dios de
Jacob (…) confluirán los gentiles, caminarán pueblos numerosos”. La unidad es
un milagro que hará el Señor. Los hombres muy a menudo somos incapaces de
hacerla.
Lo que se nos anuncia es también la paz, ya que “de las espadas forjarán arados; de las lanzas podaderas”, es decir, por fin la diversidad y la diferencia se resolverán en armonía sinfónica y no en violencia y guerra.
De esta Buena Noticia se deriva una
toma de conciencia y un imperativo moral. “Daos
cuenta del momento en que vivís”, dice san Pablo: ésta es la toma de
conciencia. Ya no vivimos en la noche, aunque tampoco ha llegado el día: “la
noche está avanzada, el día se echa encima”. Estamos, pues, en la aurora o poco
antes de la aurora; en consecuencia se acerca la luz -Dios y su Reino- y sería
un error imperdonable seguir viviendo como si fuera de noche. De ahí surge el imperativo moral:
“conduzcámonos como en pleno día, con dignidad”, es decir, llevemos una
conducta que resista la luz de Dios y de su Reino que viene. San Pablo nos
indica tres pautas fundamentales para una conducta digna del Reino de Dios:
a) La sobriedad: “nada de comilonas ni borracheras (…) que el cuidado de
vuestro cuerpo de vuestro cuerpo no fomente los malos deseos”. La sobriedad
está unida a la justa jerarquía de los valores, como recordó el Señor cuando
dijo que “la vida vale más que el alimento y el cuerpo más que el vestido” (Lc
12, 23). La justa jerarquía de valores dice que hay que comer para vivir y no
vivir para comer, que no hay que confundir los fines y los medios.
La sobriedad permite que se
transparente mejor Cristo a través de nosotros, que se vea claramente que
nuestro bien, nuestra gloria, nuestra belleza, nuestra riqueza es Él. Si hay
demasiados adornos, demasiado boato, demasiadas mediaciones, se oscurece
nuestro ser “iconos” de Cristo. Y esto vale de la Iglesia y de cada uno de
nosotros. La belleza de una persona reside en su corazón y en su rostro que lo
transparenta; si lleva demasiadas joyas la atención puede perderse en los
adornos y no percibir lo esencial.
b) La castidad: “nada de lujuria ni desenfreno”. Vuestro cuerpo es un
templo, el lugar donde habita el Espíritu Santo (1Co 6,19-20). No lo dediquéis
a una búsqueda desenfrenada de sensaciones sino a expresar el misterio que lo
habita, a ser verdadero y profundo en sus gestos, porque no habéis sido creados
para las sensaciones sino para el Amor.
El hombre casto está “habitado”,
“visitado”, por el Espíritu Santo; el lujurioso está “poseído” por sus
pulsiones. No es lo mismo acoger una presencia -la presencia de Dios- que
dejarse arrastrar por unos impulsos… La castidad hace de todo mi cuerpo un rostro, no un impulso. La acogida del
Espíritu Santo, la amistad con Dios, es lo que me hace cada vez más persona, más rostro.
c) La mansedumbre: “nada de riñas ni pendencias”. No disfrutéis
afirmándoos a vosotros mismos por encima y contra los demás, no disfrutéis
mostrando lo inteligentes que sois porque machacáis al otro con un comentario
vuestro. Sed hombres que tienden puentes, no que los destruyen, porque lo que
nos espera es la unidad y no la división.
“A mí no me calla nadie”: cállate tú
por amor. Jesús autem tacebat. “En su
pasión no profería amenazas” escribe san Pedro. Se trata de ser más corazón que inteligencia, de poner la
inteligencia al servicio del corazón, del amor. Porque Dios es un corazón y no
un ojo crítico.
Y sabed que de todo esto el Señor os
examinará, en su venida, uno a uno,
es decir, personalmente (y no de manera gremial y colectiva): “Dos hombres
estarán en el campo: a uno se lo llevarán y a otro lo dejarán; dos mujeres
estarán moliendo: a una se la llevará y a otra la dejarán”. La respuesta a
Cristo que viene es personal e intransferible.
Que el Señor nos conceda darle la respuesta que él merece. Que así sea.