XXXII Domingo del Tiempo Ordinario

15 de agosto 


6 de noviembre de 2022

(Ciclo C - Año par)




  • El Rey del universo nos resucitará para una vida eterna (2 Mac 7, 1-2. 9-14)
  • Al despertar me saciaré de tu semblante, Señor (Sal 16)
  • Que el Señor os dé fuerza para toda clase de palabras y obras buenas (2 Tes 2, 16 - 3, 5)
  • No es Dios de muertos, sino de vivos (Lc 20, 27-38)
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Benedicto XVI, en su encíclica sobre la esperanza, distingue entre las “pequeñas esperanzas” -la esperanza de aprobar una oposición, de curarme de una enfermedad, de encontrar la persona adecuada para compartir mi vida con ella etc.- que nos ayudan a vivir la vida y la “gran esperanza”, que es la esperanza cristiana, la esperanza de participar en la resurrección de Jesucristo, de vivir en plenitud la vida nueva, la vida divina, que en Él se nos ofrece.

En la segunda lectura de hoy se nos ha dicho que Jesucristo “nos ha regalado (…) una gran esperanza”. Es apoyándose en esa gran esperanza, que todavía no había sido revelada en todo su esplendor, como los siete hermanos de la primera lectura de hoy, fueron capaces de afrontar el martirio proclamando que “vale la pena morir a manos de los hombres cuando se espera que Dios mismo nos resucitará”.

El contenido de la “gran esperanza” es la resurrección. Pero la resurrección no significa la reanudación indefinida de la vida que hemos llevado aquí en la tierra -lo que comportaría la perpetuación de las enfermedades del cuerpo y del alma, de los malentendidos y los sufrimientos de la convivencia humana etc. etc.-, sino la entrada en un mundo nuevo, en unas nuevas condiciones de existencia en las que la enfermedad y el dolor, la muerte, y los conflictos de la convivencia humana están desterrados para siempre.

El error de los saduceos que dialogan con el Señor en el evangelio de hoy, consistía precisamente en que ellos imaginaban la resurrección como una reanudación de la vida terrena tal como la conocemos. Y por eso plantean la pregunta sobre quién sería el marido de esta mujer. La respuesta del Señor nos enseña que la resurrección no es la mera continuación de esta vida terrena, sino la inauguración de un mundo nuevo, de unas nuevas condiciones ontológicas para el ser del hombre, tal como proclama solemnemente Dios en el Apocalipsis: «Entonces dijo el que está sentado en el trono: “Mira que hago nuevas todas las cosas”» (Ap 21,5). Jesús lo expresa diciendo que los resucitados “son como ángeles”.

“Son como ángeles” no quiere decir que no tienen cuerpo, puesto que se trata precisamente de “resucitados”, es decir, de quienes acaban de recuperar la dimensión corporal de su ser, que la muerte les arrebató, sino que la corporalidad que ahora reciben es un corporalidad nueva, celeste, espiritual, tal como afirma san Pablo: “Hay cuerpos celestes y cuerpos terrestres (…) Así también en la resurrección de los muertos: se siembra corrupción, resucita incorrupción; se siembra vileza, resucita gloria; se siembra debilidad, resucita fortaleza; se siembra un cuerpo natural, resucita un cuerpo espiritual” (1Co 15, 40. 42-44). Por lo tanto estamos hablando de unas nuevas condiciones del ser, de un mundo nuevo. Por eso san Agustín afirma que Cristo resucitado no envejece en el cielo: envejecer es algo consustancial al ser humano en su condición terrestre; pero la resurrección inaugura una nueva condición, celeste.

“Son como ángeles” quiere decir que han entrado en una relación tan directa e inmediata con Dios, que la presencia de Dios en su vida lo llena todo, colma todas las necesidades de su ser, hasta el punto de que ya no necesitan para nada el matrimonio. El matrimonio surgió cuando Dios constató que “no es bueno que el hombre esté solo” (Gn 2,18); pero, en la resurrección, el hombre ya no está solo puesto que existe, al igual que los ángeles, en la presencia inmediata y total de Dios. Por eso hemos proclamado, en el salmo responsorial, “al despertar (es decir, al resucitar, al salir del sueño de la muerte), me saciaré de tu semblante, Señor (es decir, contemplaré directamente tu rostro y eso colmará todos los anhelos de mi corazón)” (Sal 16,15).

La resurrección, entendida como la entrada en una existencia, directa e inmediata, ante el rostro de Dios, no es una característica genética del hombre, ni una propiedad inherente a su naturaleza, sino un milagro de Dios, una acción poderosa del Señor, un don de Dios que Él dará, como dice el evangelio, a quienes “sean juzgados dignos”. Aquí hay una llamada a la conversión, a vivir de tal manera que el Señor, cuando analice con su mirada penetrante nuestra vida, nos considere dignos de recibir este don.

Que el Señor nos conceda vivir en la Verdad y en la Caridad, para que seamos considerados dignos de recibir el precioso don de la resurrección. Que así sea.