Nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo

15 de agosto 

 

20 de noviembre de 2022

(Ciclo C - Año par)




  • Ellos ungieron a David como rey de Israel (2 Sam 5, 1-3)
  • Vamos alegres a la casa del Señor (Sal 121)
  • Nos ha trasladado al reino del Hijo de su amor (Col 1, 12-20)
  • Señor, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino (Lc 23, 35-43)
  • Homilía: pulsar aquí para leer la homilía en formato pdf
El evangelio de hoy nos ofrece una imagen de lo que es la humanidad: un conjunto de malhechores en medio de los cuales está crucificado el único inocente, Jesús, el Señor. Al presentarnos esta imagen rompe uno de los sueños más enraizados en el corazón del hombre y abre una ventana a la esperanza. El sueño que el evangelio de hoy destruye es el de pensar que los hombres se dividen en buenos y malos y que yo estoy entre los buenos. La esperanza que inaugura es que, si a pesar de mi maldad, invoco con fe al Señor Jesús, también yo escucharé las benditas palabras: “Te lo aseguro, hoy estarás conmigo en el paraíso”.

“Todos pecaron y están privados de la gloria de Dios” (Rm 3,23), afirma san Pablo. Es tanto como decir que todos “hemos hecho el mal”, es decir, que todos hemos sido, en alguna ocasión y de algún modo, “mal-hechores”, “hacedores del mal”. Porque Dios es Amor (1Jn 4,16) y ¿quién de nosotros puede afirmar que nunca ha herido al Amor? Todos, en efecto, a veces por debilidad y otras por egoísmo o malicia, hemos herido al Amor en la persona de nuestros padres, de nuestro cónyuge, de nuestros hijos, de nuestros familiares o compañeros de trabajo o vecinos, o amigos, o de nuestro prójimo en general. Por lo tanto todos merecemos la muerte ya que “el salario del pecado es la muerte” (Rm 6,23). El lugar que nos corresponde es el Calvario.

La verdadera “clasificación” de los hombres no proviene, por lo tanto, de su bondad o de su maldad moral, sino de la actitud que toman con respecto a Jesús, el único inocente. Hay una serie de personas (las autoridades, los soldados y uno de los malhechores crucificados con Él) que no aceptan la debilidad de Dios que se manifiesta en Cristo crucificado. Por eso retan a Jesús para que muestre su poder, su haber sido enviado por Dios, salvándose a sí mismo y salvando también a los otros dos crucificados.
El problema que aquí se aborda es el problema de la debilidad de Dios, de su silencio durante el tiempo de la historia humana. Si con Jesús llega Dios al mundo de una manera personal y única, ¿por qué todo sigue igual que siempre? ¿Por qué este mundo sigue funcionando con la arbitrariedad habitual? ¿Por qué no implanta la justicia, premiando a los buenos y castigando a los malos? ¿Para qué nos sirve un Dios así, que deja que las cosas marchen como siempre han marchado?

En una ocasión, caminando hacia Jerusalén con los discípulos, un pueblo de samaritanos se negó a darles posada. Entonces Santiago y Juan dijeron: “Señor, ¿quieres que digamos que baje fuego del cielo y los consuma?” Pero Jesús les reprendió (Lc 9,54-55). A los hombres nos gustaría que Dios actuara en el acto, inmediata y repentinamente. Pero entonces todos estaríamos ya muertos, porque el justo salario del pecado es la muerte. En cambio la paciencia de Dios es nuestra salvación, como afirma san Pedro (2Pe 3,15) citando a san Pablo. El desafío que Dios nos plantea es que entremos en su paciencia para que todos los hombres puedan salvarse, para que todos tengan tiempo para convertirse y creer. Lo que Dios espera de nosotros es que:

1º) Aceptemos la debilidad y el silencio de Dios en la historia humana, que entremos en su paciencia, que es ocasión de gracia, de arrepentimiento y conversión, para todos los hombres: “No se retrasa el Señor en el cumplimiento de su promesa, como algunos suponen, sino que usa de paciencia con vosotros, no queriendo que algunos perezcan, sino que todos lleguen a la conversión” (2Pe 3,9).

2º) Que confesemos la inocencia de Dios, que ocurra lo que ocurra y pase lo que pase, aunque estemos en el corazón del infierno, nosotros proclamemos siempre que Dios no tiene culpa de nada, como lo hizo el otro malhechor crucificado con Él.

3º) Que creamos en el poder de Aquel que está crucificado para poder reconciliarnos con Dios, para poder abrirnos las puertas del paraíso, para poder introducirnos en su Reino. Que, por lo tanto, creamos de verdad que su Reino “no es de este mundo”, como le dijo Jesús a Pilato (Jn 18,36), y que su poder no esta al servicio de una transformación del mundo dentro de los límites de la historia humana, sino del advenimiento de su Reino, que viene de más allá de la historia humana.

4º) Que creamos que Él es sólo “amor y misericordia” (Santa Teresita) y que nos encomendemos confiadamente a El, dejando nuestra suerte en sus manos. Cada vez que un hombre que sufre entra en esta confianza, escucha las benditas palabras: “Te lo aseguro, hoy estarás conmigo en el paraíso”. Pues, como hace decir L. Bloy a la protagonista de su novela La mujer pobre, “no se entra en el Paraíso mañana, ni pasado mañana, ni dentro de diez años; se entra hoy, cuando se es pobre y se está crucificada”.