El octavo mandamiento



El octavo mandamiento ordena: No darás testimonio falso contra tu prójimo (Ex 20,16). El Señor lo retoma en el evangelio con estas palabras: Se dijo a los antepasados: No perjurarás, sino que cumplirás al Señor tus juramentos (Mt 5,33). Es un mandamiento que regula las relaciones con el prójimo desde el punto de vista de la verdad. Pues Dios es la Verdad y el pueblo de la Alianza tiene que caracterizarse por vivir en la verdad. Toda traición a la verdad comporta una traición a la relación con el Dios que es veraz (Rm 3,4) y que nos ha llamado en Jesucristo luz verdadera que ilumina a todo hombre (Jn 1,9), a vivir como hijos de la luz (Ef 5,8) y a ser santificados por la obediencia a la verdad (1 Pe 1,22).

1. La búsqueda humana de la verdad.

“Todos los hombres, conforme a su dignidad, por ser personas..., se ven impulsados, por su misma naturaleza, a buscar la verdad y, además, tienen la obligación moral de hacerlo, sobre todo con respecto a la verdad religiosa. Están obligados también a adherirse a la verdad una vez que la han conocido y a ordenar toda su vida según sus exigencias” afirma el Catecismo (2467) citando el concilio Vaticano II.

La búsqueda de la verdad expresa la realidad profunda del hombre, criatura de Dios, que buscando la verdad busca su propio origen y su propia fuente, y expresa el dinamismo más profundo de su ser: mi alma está sedienta de ti, mi carne tiene ansia de ti, como tierra reseca, agostada, sin agua (Sl 62,2). Pero este dinamismo se ha visto profundamente alterado por el misterioso pecado del principio, cometido por instigación de Satanás, que es mentiroso y padre de la mentira (Jn 8,44), y por ello el hombre tiende fácilmente a desentenderse de su vocación a la verdad, cambiando la verdad de Dios por la mentira (Rm 1,25).

La cultura contemporánea no parece demasiado interesada en la cuestión de la verdad última del ser humano. Los grandes interrogantes del ser humano -¿quién soy?, ¿de dónde vengo?, ¿a dónde voy?, ¿cuál es el sentido de la presencia del mal y de la muerte en la vida humana? etc.- están profundamente inscritos en el corazón del hombre, que aspira a poder darles una respuesta absoluta que dé sentido a su vida. Pero la cultura actual es profundamente escéptica y relativista y deja a la libertad y al capricho de cada hombre la respuesta a todas estas cuestiones. Con lo que se cumplen literalmente las palabras de san Pablo: Llegará un tiempo en que los hombres no soportarán la doctrina sana, sino que, arrastrados por sus propias pasiones, se buscarán una multitud de maestros por el prurito de oír novedades; apartarán sus oídos de la verdad y se volverán a las fábulas (2Tim 4,3-4).

2. El testimonio de la verdad.

La luz del rostro de Dios, que es la Verdad, resplandece con toda su belleza en el rostro de Jesucristo, imagen de Dios invisible (Col 1,15), resplandor de su gloria (Hb 1,3), lleno de gracia y de verdad (Jn 1,14). Él es el Camino, la Verdad y la Vida (Jn 14,6). La Iglesia cree y confiesa que Cristo muerto y resucitado es la clave, el centro y el fin de toda la historia humana (GS 10) y que en Él, en su persona, el hombre encuentra la respuesta a todos los interrogantes de su corazón.

De la misma manera que Cristo proclamó delante de Poncio Pilato que Él había venido al mundo para dar testimonio de la verdad (Jn 18,37), también el cristiano, que no ha recibido un espíritu de timidez, sino de fortaleza, no debe avergonzarse de dar testimonio del Señor (2Tm 1,7-8). El testimonio de Jesucristo, que es la Verdad, se da con palabras y con obras y alcanza su vértice en el martirio, donde el testimonio se escribe con sangre, porque llega hasta la entrega de la propia vida, expresando así el amor más grande, pues nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos (Jn 15,13).

En la vida cotidiana el testimonio de la Verdad se da mediante la veracidad que consiste en evitar toda simulación, duplicidad e hipocresía, haciendo que las propias palabras y los propios actos manifiesten siempre la verdad. La veracidad no consiste en una apertura sin discreción del propio corazón a todos los hombres, sino que sabe encontrar el justo medio entre lo que debe de ser expresado y lo que debe de ser guardado en secreto. Pues dice el Señor no deis a los perros lo que es santo, ni echéis vuestras perlas delante de los puercos, no sea que las pisoteen con sus patas, y después, volviéndose, os despedacen (Mt 7,6).

El testimonio de la Verdad supone la pureza del corazón, pues sólo el corazón puro “ve” a Dios (Mt 5,8). Dice el Señor: La lámpara del cuerpo es el ojo. Si tu ojo está sano todo tu cuerpo estará luminoso; pero si tu ojo está malo, todo tu cuerpo estará a oscuras. Y si la luz que hay en ti es oscuridad, ¡qué oscuridad habrá! (Mt 6,22-23). La purificación de la mirada, del “ojo” para ver la verdad, encuentra su “secreto” formativo en tener la “mirada” fija en el Señor Jesús (VS 84). Lo cual es tanto como decir que Él sea “lo más querido” del corazón, pues, como dice san Agustín ubi amor, ubi oculus (la mirada se dirige hacia aquello que ama).

3. Las ofensas a la verdad.

La ofensa más directa contra la verdad es la mentira, que consiste en “hablar u obrar contra la verdad para inducir a error al que tiene derecho a conocerla” (CAT 2483). Como se ve el derecho a la comunicación de la verdad no es incondicional, pues el deber supremo es el amor y cuando las exigencias del amor -el bien y la seguridad del prójimo, el respeto de la vida privada, de la fama y el honor etc.- están en peligro, el cristiano debe callar lo que no debe ser conocido, pues nadie está obligado a revelar una verdad a quien no tiene derecho a conocerla: Defiende tu causa contra tu prójimo, pero no descubras los secretos de otro, no sea que el que lo oye te avergüence, y que tu difamación no tenga vuelta (Pr 25,9-10). El secreto del sacramento de la Reconciliación es sagrado y no puede ser revelado, ni de palabra ni de cualquier otro modo, bajo ningún pretexto (CIC 983,1). Los secretos profesionales o las confidencias hechas bajo secreto, deben ser guardados, salvo los casos excepcionales en los que el no revelarlos podría causar al que los ha confiado, al que los ha recibido o a un tercero, daños muy graves y evitables únicamente mediante la divulgación de la verdad.

Las ofensas contra la verdad son tanto más graves si comportan, además, un daño para el prójimo. Es lo que ocurre con el falso testimonio y el perjurio y con cualquier falta que atente contra la reputación y el honor del prójimo, tal como ocurre con el juicio temerario, la maledicencia y la calumnia. El honor es el testimonio social dado a la dignidad humana. Cada uno posee un derecho natural al honor de su nombre, a su reputación y a su respeto. El cristiano, cuya ley suprema es el amor -Con nadie tengáis otra deuda que la del mutuo amor. Pues el que ama al prójimo, ha cumplido la ley (Rm 13,8)- tiene que evitar hasta el juicio temerario, interpretando siempre, en cuanto sea posible, las palabras y las acciones del prójimo en un sentido favorable. Toda falta contra la justicia y la verdad entraña el deber de reparación: cuando es imposible reparar un daño públicamente, es preciso hacerlo en secreto. Este deber obliga en conciencia.
4. La belleza de la verdad.

La verdad es la correcta expresión del orden del ser, de Dios mismo y de todo lo que Él ha creado, de todo lo real. Siendo Dios aquel que se viste de belleza y majestad y al que la luz envuelve como un manto (Sl 103,1), todas sus obras están hechas con esplendor y belleza (Sl 110,3), y por ello mismo la verdad, que expresa adecuadamente la realidad del ser, es también bella y esplendorosa.

El esplendor de la verdad brilla, en primer lugar, en el orden y la armonía del cosmos, que percibe tanto el niño como el hombre de ciencia. Los ritmos de las nebulosas, las estructuras de los minerales o de los organismos, los “sistemas” que integran lo que, por convención y costumbre, llamamos la materia, manifiestan una inteligencia prodigiosa y constituyen como un mudo lenguaje de los seres que proclama que ellos son más de lo que son, otro que lo que son. La belleza es el resplandor de ese grito, es el asombro de comprobar que, en lo cotidiano y habitual, hay mucho más de lo que sospechábamos. De ahí el maravillamiento que produce en nosotros la belleza del universo.

Pero es sobre todo en el hombre donde esta belleza alcanza su mayor esplendor. Pues el ser y el aparecer del hombre es inexplicable en base a los elementos visibles que lo constituyen. Y así una sonrisa, una mirada, un gesto de la mano etc., son más y otro que una combinación ajustada de músculos y nervios, pues transparentan el abismo interior que constituye al hombre, el espíritu que Dios le insufló (Gn 2,7) y que lo hace imagen y semejanza suya (Gn 1,26). Y así la belleza del mundo y del hombre testimonian de la belleza infinita de Dios.