VII Domingo del Tiempo Ordinario

15 de agosto 

20 de febrero de 2022

(Ciclo C - Año par)





  • El Señor te ha entregado hoy en mi poder, pero yo no he querido extender la mano (1 Sam 26, 2. 7-9. 12-13. 22-23)
  • l Señor es compasivo y misericordioso (Sal 102)
  • Lo mismo que hemos llevado la imagen del hombre terrenal, llevaremos también la imagen del celestial (1 Cor 15, 45-49)
  • Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso (Lc 6, 27-38)
  • Homilía: pulsar aquí para leer la homilía en formato pdf

El Señor nos propone hoy unos comportamientos que superan con mucho la lógica de lo humano. Pues ofrecer la otra mejilla para volver a ser injuriado (es decir, mantener abierta una relación que me resulta dura e injuriosa), aceptar ser desnudado por alguien que me roba la capa y a quien yo entrego también la túnica (capa y túnica eran, normalmente, todo el “vestido” de la época), no reclamar lo que es mío a quien me lo quita, son comportamientos que contradicen una tendencia básica del ser humano: la autoprotección. Y por otro lado pretender que actuemos con los demás, sin tener en cuenta el modo como los demás actúan con nosotros, también es algo que supera una ley no escrita pero profundamente humana, la reciprocidad: comportarme con el otro como el otro se comporta conmigo, amar a quien me ama, hacer le bien a quien me hace el bien, prestar a quien me prestó. El Señor, a sus discípulos, es decir, a quienes queremos vivir en comunión con él, nos pide que, frente a quienes son nuestros enemigos, nos odian, nos maldicen y nos injurian, respondamos con amor, haciendo el bien, bendiciendo y orando por ellos. San Pablo resumirá todo esto diciendo: “A nadie devolváis mal por mal, ni injuria por injuria (…) No te dejes vencer por el mal, antes bien vence el mal a fuerza de bien” (Rm 12,17-21).

Al considerar lo que el Señor nos pide, podemos decir con toda franqueza: “esto no es humano”. Y tenemos razón; es que el cristianismo, hermanos, no es humano, es divino. Y por eso el Señor, que conoce perfectamente las leyes de lo humano, nos manda que actuemos de este modo, porque quiere que en nosotros se vea cómo es Dios. Los hijos se parecen siempre a sus padres, y si Él nos hace hijos de Dios quiere que nosotros nos parezcamos al Padre del cielo: “Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo” (Lc 6,36). Dios, en efecto, es el “Padre compasivo y Dios de todo consuelo” (2Co 1,3), es “rico en misericordia y compasión” (St 5,11). Por lo tanto obrando de manera misericordiosa, más allá de la estricta reciprocidad de la justicia, llegamos a ser “hijos del Altísimo, que es bueno con los malvados y desagradecidos” (Lc 6,35).

El Señor nos manda amar a los enemigos, cosa humanamente hablando imposible, pero Él nos da el Espíritu Santo que infunde en nosotros el Amor que es Dios (1Jn 4,8), y con ese Amor -que es divino y no humano- podemos amar a los enemigos. El único criterio, en el dominio de lo controlable, de una auténtica comunión con Dios, es el amor a los enemigos. Pues éste no es nunca un “estado psicológico” cualquiera, sino un fruto directo de la acción divina, del Espíritu Santo.

Con el amor a los enemigos empieza el verdadero cristianismo. Él es el fuego que Dios vino a traer a la tierra (Lc 12,49), es la “fuerza de lo alto” y la “sobreabundancia de vida” que Cristo nos ha dado (Jn 10,10); es el bautismo “por el Espíritu Santo y por el fuego” (Mt 3,11) del que habla san Juan Bautista; son las lenguas de fuego que descienden en Pentecostés, es el Reino de Dios en nosotros “llegado con fuerza” (Mc 9,1). Por eso Tertuliano afirma: “Amar a los amigos lo hacen todos; pero sólo los cristianos aman a los enemigos”.

Este comportamiento misericordioso con todos sólo es posible si vivimos en una estrecha y profunda comunión con Dios, si vivimos anclados en la oración, abrazados siempre a Jesucristo, reclinando nuestra cabeza en su pecho, como el apóstol Juan. La misericordia purifica nuestro corazón y nos hace capaces, como dice San Agustín, “de contemplar, en cuanto es posible en esta vida, la inmutable sustancia de Dios”. Pues los limpios de corazón “verán a Dios” (Mt 5,8). Y lo que limpia nuestro corazón es la misericordia.

Ora siempre con mucha misericordia. Si alguien te ofende, si te quita lo que es tuyo o persigue a la Iglesia, ora al Señor diciendo: “Señor, ten misericordia de ellos, como la tienes de mí; condúcenos a todos al arrepentimiento”. Entonces la paz vendrá sobre ti y tendrás, además, una gran libertad en el trato con Dios. Pues, como dice un Padre del desierto, “la compasión nos permite hablar libremente a Dios”.

Los santos así lo han entendido y lo han vivido. La M. Teresa de Calcuta escribió: “Si las personas son irrazonables, inconsecuentes y egoístas, ámalas de todos modos. Si haces el bien, te acusarán de tener oscuros motivos egoístas, haz el bien de todos modos. El bien que hagas hoy será olvidado mañana, haz el bien de todos modos. La sinceridad y la franqueza te hacen vulnerable, sé sincero y franco de todos modos. Lo que has tardado años en construir puede ser destruido en una noche, vuélvelo a construir de todos modos. Alguien que necesita ayuda de verdad puede atrasarte si lo ayudas, ayúdale de todos modos. Da al mundo lo mejor que tienes y te golpearán a pesar de ello, da al mundo lo mejor que tienes de todos modos”.