Cinco recetas de sabiduría para nuestro tiempo


1.- No pongas como objetivo de tu vida la felicidad, sino el sentido

La aspiración a la felicidad es la aspiración a una realización completa, total, exhaustiva del ser del hombre. La felicidad incluye no solo la satisfacción de la inteligencia, mediante la posesión de la Verdad, y de la voluntad, mediante la posesión del Bien, sino también la satisfacción de la afectividad por entrar en una situación donde no hay ningún dolor, ningún disgusto, ninguna pena, sino que todo es armonioso y gratificante, y todos los deseos de nuestro corazón se ven colmados. Hay un himno litúrgico que expresa muy bien esto último:

Cuando la muerte sea vencida
y estemos libres en el reino,
cuando la nueva tierra nazca
en la gloria del nuevo cielo,
cuando tengamos la alegría
con un seguro entendimiento
y el aire sea como una luz
para las almas y los cuerpos,
entonces, sólo entonces, estaremos contentos.

Cuando veamos cara a cara
lo que hemos visto en un espejo
y sepamos que la bondad
y la belleza están de acuerdo,
cuando, al mirar lo que quisimos,
lo veamos claro y perfecto
y sepamos que ha de durar,
sin pasión, sin aburrimiento,
entonces, sólo entonces, estaremos contentos.

Cuando vivamos en la plena
satisfacción de los deseos,
cuando el Rey nos ame y nos mire,
para que nosotros le amemos,
y podamos hablar con él
sin palabras, cuando gocemos
de la compañía feliz
de los que aquí tuvimos lejos,
entonces, sólo entonces, estaremos contentos.

Cuando un suspiro de alegría
nos llene, sin cesar, el pecho,
entonces –siempre, siempre-, entonces
seremos bien lo que seremos.

Gloria a Dios Padre, que nos hizo,
gloria a Dios Hijo, que es su Verbo,
gloria al Espíritu divino,
gloria en la tierra y en el cielo. Amén.

Este himno litúrgico  expresa muy bien el anhelo profundo de plenitud, de felicidad, que habita en nuestro corazón y nos permite comprender que lo que anhelamos supera por completo nuestras posibilidades. Porque nosotros podemos poner nuestro entendimiento al servicio de la Verdad y nuestra libertad al servicio del Bien, pero lo que no podemos es conseguir, con nuestras fuerzas, esa armonía universal a la que aspiramos. Deseamos algo muy grande, muy bello, algo total, algo sin resquicio alguno por donde se pueda colar el dolor, la insatisfacción, la infelicidad. Aspiramos nada más y nada menos que a eso. Y esa plenitud a la que aspiramos es tan grande que no la podemos lograr con nuestro esfuerzo, tan solo la podemos esperar como una gracia, como un don, como un regalo que la Bondad suprema –que es Dios- nos quiera hacer. Ésta es la paradoja del hombre: percibir una plenitud y tender hacia ella sabiendo que no la puede alcanzar con sus propias fuerzas.

De esta paradoja podemos inferir una primera receta de sabiduría: no hagas de la búsqueda de la felicidad el fin de tu vida, porque la felicidad es algo que escapa a tus posibilidades; no busques la felicidad.

La conveniencia de no convertir la felicidad en el objetivo a conseguir en esta vida se percibe al considerar que aquellos hombres que dedican su vida a conseguirla se suelen equivocar bastante estrepitosamente y suelen conformarse con mucho menos de lo que, en realidad, anhela nuestro corazón. De ahí que algún autor hay escrito con sorna: “Para ser feliz hacen falta tres cosas: ser imbécil, ser egoísta y tener buena salud” (Cabodevilla). También existe la expresión popular: “es más feliz que un tonto con un lapicero”.

Entonces, si no es aconsejable hacer de la obtención de la felicidad el objetivo de la vida, ¿qué objetivo debo perseguir? La respuesta nos llega de la mano de un psiquiatra judío, Viktor Frankl, que estuvo deportado en un campo de exterminio nazi. Él nos dice: no busques la felicidad, busca, en cambio, el sentido. Escuchemos sus palabras: “Allá en el campo, todos nos habíamos confesado unos a otros que no podía haber en la tierra felicidad que compensara por todo lo que habíamos sufrido. No esperábamos encontrar la felicidad, no era esto lo que nos infundía valor y confería significado a nuestro sufrimiento (…) El interés principal del hombre no es encontrar el placer, o evitar el dolor, sino encontrarle un sentido a la vida (…) una razón por la cual el hombre está dispuesto incluso a sufrir a condición de que ese sufrimiento tenga un sentido”.

No tenemos obligación de ser felices y por lo tanto no debemos considerarnos unos fracasados por no serlo. Tampoco tenemos derecho a ser felices y por lo tanto no podemos reclamar a alguien por no serlo. Lo que tenemos es un anhelo inmenso de ser felices y lo único que podemos hacer es obrar de una manera que merezcamos serlo. Y eso se hace obrando con sentido, es decir, actuando de tal manera que nuestros actos vayan en la buena dirección, en la dirección en la que se armonizan todos los valores, en la que converge el bien mío y el de todos los demás hombres, aunque ese obrar comporte, a veces, asumir un sufrimiento.

2.- Aceptar la inevitable y radical soledad de ser un yo

Llegamos solos al mundo y nos vamos de aquí en idéntica soledad. También nuestro viaje por la vida es una experiencia, en esencia, individual, aunque lo social ocupe un lugar muy importante. Pero somos un yo, además de cualquier otra cosa. No hay nada malo en la vida social y en el apoyo fraterno y familiar; pero lo más profundo de nuestro ser sigue siendo individual e inviolable, un misterio al que solo tiene acceso Dios y que sin duda nos conecta a solas con Él. No podemos vivir de espaldas al mayor enigma: nuestro mundo interior.

Porque cada hombre es un “yo”, es decir, un punto de vista único e irrepetible sobre toda la realidad, una especie de “centro del mundo” desde el que veo y entiendo todo lo demás. De tal manera que todo lo demás se orienta hacia ese centro, sin que esto equivalga en modo alguno a una postura egocéntrica, sino que se trata simplemente de un fenómeno fundamental de la autoexperiencia humana: el fenómeno por el cual el hombre se siente el centro de todo el entramado de su mundo.

El yo de cada uno no puede ser sustituido ni representado por nada ni por nadie, sino que únicamente está fijado en sí mismo. En eso reside su grandeza –porque es único- y, al mismo tiempo, su pequeñez, por cuanto no es sino un punto en la totalidad inconmensurable del ser y del acontecer, del mundo y de la historia. De ahí surge la suprema soledad que todos experimentamos a veces en toda su hondura. Por muy metido que viva el hombre en el mundo y en los acontecimientos mundanos, el hombre está en definitiva afincado sólo en sí mismo, arrojado a su yo personal. En su decisión y su responsabilidad el hombre se encuentra sólo. Nadie, ni la persona más íntima y querida puede sustituirnos, representarnos o relevarnos; soy yo quien tiene que cargar a solas con mi existencia.

Un filósofo tipifica este hecho como “soledad radical” subrayando que la vida del hombre “es intransferible y que cada cual tiene que vivirse la suya, que nadie puede sustituirle en la faena de vivir, que el dolor de muelas que siente tiene que dolerle a él y no puede traspasar a otro ni un pedazo de ese dolor, que ningún otro puede elegir o decidir por delegación suya lo que va a hacer, lo que va a ser; que nadie puede reemplazarse ni subrogarse a él en sentir y querer; en fin, que no puede encargar al prójimo de pensar en lugar suyo los pensamientos que necesita pensar para orientarse en el mundo –en el mundo de las cosas y en el mundo de los hombres- y así acertar en su conducta; por tanto, que necesita convencerse o no, tener evidencias o descubrir absurdos por su propia cuenta, sin posible sustituto, vicario ni lugarteniente (…) Y como eso acontece con mis decisiones, voluntades, sentires, tendremos que la vida humana sensu stricto por ser intransferible resulta que es esencialmente soledad, radical soledad” .

La Palabra de Dios nos recuerda esta radical soledad de cada hombre cuando, en el salmo 86, hablando de la Jerusalén celestial, afirma que de ella se dirá que “uno por uno todos han nacido en ella” (Sal 86, 5). “Uno por uno”: a la salvación de Dios, que consiste en ser ciudadano de la Jerusalén celestial, se accede “uno por uno” y no de una manera gregaria o grupal. Por eso la Iglesia enseña que el juicio de Dios, siendo universal, concierne a cada hombre en su singularidad irrepetible, tal como dijo el Señor: “Entonces, estarán dos en el campo; uno es tomado, el otro dejado; dos mujeres moliendo en el molino: una es tomada, la otra dejada” (Mt 24, 40-41).

3.- Aprender a esperar y recuperar la lentitud

Nuestra cultura, ingenuamente mitificadora de la eficacia y el utilitarismo, ha abolido hace tiempo el valor de esperar: la espera se ha convertido en un peso muerto que nos incomoda y que es preciso tirar por la borda. Hoy en día vivimos en una especie de “acelerador de partículas”, es decir, en un clima de velocidad y de expectativa permanente. Tenemos una dificultad que nos parece insuperable para salir de esa velocidad y de esa expectación permanente y sumergirnos en la lentitud y gratuidad de los procesos humanos auténticos, que todos ellos son lentos y requieren tiempo.

Quizá necesitaríamos decirnos a nosotros mismos y a los demás que esperar no es necesariamente una pérdida de tiempo. Que puede ser justo lo contrario: reconocer el propio tiempo, el tiempo necesario para ser; tomar tiempo para uno mismo, como lugar de maduración, como oportunidad recuperada. Quien no acepte, por ejemplo, la imposibilidad de satisfacer inmediatamente un deseo, difícilmente llegará a saber lo que es un deseo (o, por lo menos, un gran deseo). Quien no tenga paciencia para esperar que germine la simiente, jamás experimentará la alegría de verla florecer. En cuestiones de tiempo, la vida es completamente artesanal.

Y en este sentido tal vez sea muy conveniente recuperar ese arte tan humano que es la lentitud. La prisa nos condena al olvido. Pasamos por las cosas sin habitarlas, hablamos con los demás sin escucharlos, acumulamos información que no llegaremos a profundizar. Realmente la velocidad a la que vivimos nos impide vivir. Una posible alternativa sería rescatar nuestra relación con el tiempo, volver a aprender aquí y ahora la presencia. Porque Dios no tiene prisa: “Como el suelo echa sus brotes, como un jardín hace brotar sus semillas, así el Señor hará brotar la justicia y los himnos, ante todos los pueblos” (Is 61, 11).

Una de las cosas que nos arriesgamos a perder, con tanta prisa, es el distanciamiento, el margen de tiempo y de libertad necesario para la reflexión. Se pretende que todo fluya sin pausas. Se habla mucho de una gestión eficaz de la información. Lo urgente, en cambio, sería reconocer que necesitamos tiempo y soledad para consultar los asuntos con la almohada. La mayoría de las veces, la almohada es mejor consejera que la pantalla.

4.- Agradecer a Dios lo que no nos da

“Me gusta agradecerle a Dios todo cuanto me da, es siempre tanto que no tengo palabras para describirlo. Pero siento que debo agradecerle también lo que no me da, las cosas buenas que no he tenido, e incluso las que tanto he pedido y deseado y no he llegado a disfrutar. El hecho de que no me haya concedido algunas de ellas me ha obligado a descubrir en mí fuerzas insospechadas y, en cierto modo, me ha permitido ser yo”, escribe una mujer a un amigo suyo.

Mientras no le agradezcamos a Dios, a la vida y a los demás lo que no nos han dado, parece que nuestra oración queda incompleta. Podemos fácilmente seguir adelante alimentando el resentimiento por lo que no nos ha sido dado, comparándonos con otras personas y considerándonos injustamente tratados, lamentando la dureza de lo que en cada etapa no corresponde a lo que habíamos imaginado.

Pero probablemente ni sospechamos los desmanes que habríamos cometidos si hubiéramos recibido lo que no nos ha sido dado y tanto hemos deseado, tal como nos insinúa la Epístola de Santiago al decir: “Pedís y no recibís porque pedís mal, con la intención de malgastarlo en vuestras pasiones” (St 4, 3). De modo que el habernos privado de la satisfacción de determinados deseos, ha sido en realidad un gran bien para nosotros. Pues no siempre lo que deseamos es nuestro bien, tal como afirma san Pablo en la Carta a los Romanos: “Pues nosotros no sabemos cómo pedir para orar como conviene” (Rm 8, 26).

5.- Perdonar a quien me ha ofendido o herido

Perdonar es desligar a la persona de las consecuencias de sus acciones, separarla de su falta, darle la posibilidad de nacer de nuevo, de recomenzar. En el fondo es decirle: "tú no te reduces a tus actos, tú vales más que tus actos". El perdón, por tanto, no significa olvidar lo hecho, ni tampoco deshacer lo ya hecho, sino desvincular a la persona del acto malo que ha hecho, diciéndoles que su acto malo no determina su identidad, que su identidad no coincide con ese acto, que él puede darse una nueva identidad obrando de otra manera, obrando el bien. El perdón propiamente absuelve, es decir, des-vincula, al culpable de su mala acción. El perdón conserva así la memoria de la falta, pero no vincula todo el destino de un hombre a la falta cometida.

El acto de perdonar es una declaración unilateral de esperanza. Es una declaración unilateral, porque depende únicamente de mí. Para perdonar no hace falta que el otro me pida perdón, ni siquiera que esté arrepentido; lo único que hace falta es que yo le perdone, que yo desvincule su ser del acto malo que cometió contra mí.

El perdón no es un acuerdo. Si espero que el que me ha oprimido venga a mi encuentro y me arranque la tristeza, puedo esperar sentado. El perdón es un gesto unilateral que enmudece la voz de la venganza y cree que detrás del que me ha herido hay un ser humano vulnerable, capaz de cambiar. Perdonar es creer en la posibilidad de transformación, empezando por la propia.

¿Qué consideraciones me pueden llevar a perdonar? Dejando claro que el perdón es, ante todo, una decisión de mi libertad, ciertamente puede ayudarme a tomarla una consideración humana y otra cristiana. La consideración humana es que en aquellos que nos hieren (o nos han herido) hay también bloqueos, llagas y enmarañados ovillos. Su falta de amor no ha sido necesariamente deliberada, quién sabe si no tienen detrás una historia más conmovedora que la nuestra. No se trata de eximir, sino de reconocer que en aquel que no me ha hecho justicia o no me ha devuelto la cordialidad que invertí en él, existe alguien puesto a prueba por situaciones extremas. Y que la herida ahora abierta no estaba destinada a mí: era un magma de violencia a la deriva, listo para explotar. Dostoyevski lo afirma con rotundidad al subrayar que cuando uno es feliz no obra el mal, que el mal lo solemos obrar los hombres cuando somos desgraciados o nos sentimos tales.

La consideración cristiana es que todo me ha sido perdonado en Cristo y que a mí me ofrece Dios su perdón gratuitamente, antes de que yo se lo pida. Y que si yo soy tratado con esta generosidad es muy pertinente que yo emplee la misma generosidad con los demás: “Vete y haz tú lo mismo” (Lc 10, 37).