VI Domingo del Tiempo Ordinario

15 de agosto 

13 de febrero de 2022

(Ciclo C - Año par)





  • Maldito quien confía en el hombre; bendito quien confía en el Señor (Jer 17, 5-8)
  • Dichoso el hombre que ha puesto su confianza en el Señor (Sal 1)
  • Si Cristo no ha resucitado, vuestra fe no tiene sentido (1 Cor 15, 12. 16-20)
  • Bienaventurados los pobres. Ay de vosotros, los ricos (Lc 6, 17. 20-26)
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Es imposible amar a alguien y no avisarle de los peligros que corre. En el evangelio de hoy el Señor nos ama advirtiéndonos del peligro de una vida centrada en las “riquezas”, es decir, en la obtención de todo aquello que puede saciar las necesidades más inmediatas que tenemos. Para desenvolvernos en la vida, para vivir, para crecer, ciertamente todos tenemos necesidad de bienes materiales, de alimentos, de ocio y esparcimiento y de que la gente nos reconozca como personas dignas, como gente de bien. Pero si la obtención de todo esto acapara todas las energías de nuestra vida, es decir, si nuestro corazón está puesto en todo esto “y punto” -es decir, y nada más-, entonces, dice el Señor, nosotros mismos, con esta actitud, nos cerramos la puerta del reino de Dios. Si centramos nuestra vida en todo esto, se cumplirá en nosotros la palabra de Jesús que dice: “¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su vida?” (Mc 8,36).

Pues las riquezas -es decir, los bienes económicos, psicológicos, culturales etc.- fácilmente crean en nosotros una sensación de suficiencia que resulta espiritualmente mortal. Es como aquel hombre rico de la parábola que, viendo la espléndida cosecha que había tenido, se dijo a sí mismo “descansa, come, bebe, banquetea. Pero Dios le dijo: ¡Necio! Esta misma noche te reclamarán el alma; las cosas que has preparado ¿para quién  serán?” (Lc 12,19-20). Y también pueden crear en nosotros un endurecimiento de nuestro corazón frente al pobre, tal como le ocurrió a aquel “hombre rico que vestía de púrpura y lino y celebraba todos los días espléndidas fiestas” y que tenía a supuesta a aquel pobre, llamado Lázaro, “que deseaba hartarse de lo que caía de la mesa del rico pero nadie se lo daba” (Lc 16,19-31).

Por todo ello las riquezas son espiritualmente peligrosas: por un lado son necesarias y tenemos que ocuparnos en obtener las que necesitamos para vivir. Pero por otro lado pueden fácilmente acaparar todas nuestras energías -lo que ocurre cuando les damos el corazón- y entonces resultan espiritualmente mortales. Por eso la sabiduría de Dios nos instruye en el libro de los Proverbios poniendo en nuestros labios esta oración: “No me des pobreza ni riqueza, déjame gustar mi bocado de pan, no sea que llegue a hartarme y reniegue y diga: ‘¿Quién es Yahveh?’; o no sea que, siendo pobre, me dé al robo, e injurie el nombre de mi Dios” (Pr 30,8-9).

El Señor nos recuerda que, si queremos ser discípulos suyos (este discurso está dirigido, según San Lucas, a los “discípulos”) no podemos vivir centrados en la obtención de todos los bienes terrenos que necesitamos. Por eso, explica Orígenes (+ 253), el Señor empezó este discurso “alzando los ojos”, para invitarnos a “exaltar y elevar nuestros pensamientos” mirando hacia lo alto, es decir, hacia el cielo, donde está Cristo “sentado a la derecha de Dios” (Col 3,1). Pues “si nuestra esperanza en Cristo acaba con esta vida, somos los hombres más desgraciados” (1Co 15,19).

El tema de fondo es saber si esta vida lo es todo o es sólo una parte. Si lo es todo, si no hay nada más, lo lógico será centrarse en la obtención y el disfrute de los bienes de este mundo. “¡Pero no! Cristo resucitó de entre los muertos: el primero de todos”, afirma San Pablo (1Co 15,20). Si ha resucitado “el primero” es porque detrás vamos todos nosotros. Por lo tanto esta vida es sólo una pequeña parte de nuestra existencia total y la debemos de vivir centrados en Aquel que nos ha dado el ser y que quiere llevarnos junto a Él para compartir eternamente su felicidad. Eso hace nosotros gente rara, pues, como dice San Juan Crisóstomo (+ 407), “los cristianos no tienen los mismos motivos que los demás hombres para alegrarse o entristecerse”.

Nuestra sociedad, que es una sociedad rica y materialista, pretende saciarnos por completo. Su mensaje subliminal viene a ser más o menos éste: “Te he dado pan, cultura, trabajo, seguridad social y asistencia sanitaria; te estoy prolongando la vida cada vez más y pongo a tu servicio un ejército de psicólogos para que te quiten cualquier culpabilidad (...) ¿qué más quieres?”. Y los cristianos respondemos: quiero la vida eterna, quiero aprender a amar de verdad, con pureza, a todos los seres, quiero reencontrarme con todos los que he amado en esta vida y vivir para siempre juntos, en paz, en amistad (sin celos ni envidias), en la luz y el amor de Dios; quiero recuperar este cuerpo mío que se descompondrá en el sepulcro, y recuperarlo con una existencia que no esté ya sometida a la enfermedad, al sufrimiento y a la muerte; quiero ver a Dios y darle las gracias cara a cara por todo lo que ha hecho por mí y por todos; quiero esta felicidad absoluta y total para mí y para todos. Y porque quiero todo esto no puedo vivir centrado en el dinero, ni en la cultura, ni en las vacaciones, ni en el reconocimiento social, sino en Aquel que me amó y se entregó a la muerte por mí (cf. Ga 2, 20) y que ha resucitado “el primero de todos”.