Todos los santos

15 de agosto 

 

1 de noviembre de 2021

(ciclo B - Año impar)




  • Vi una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de todas las naciones, razas, pueblos y lenguas (Ap 7, 2-4. 9-14)
  • Esta es la generación que busca tu rostro, Señor (Sal 23)
  • Veremos a Dios tal cual es (1 Jn 3, 1-3)
  • Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo (Mt 5, 1-12a)
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Sólo Dios es santo (“porque sólo Tú eres santo”). Sin embargo los primeros cristianos se denominaban a sí mismos “los santos", y lo hacían con toda naturalidad, hablando como de pasada, revelando así una autoconciencia, una manera de definirse, que era común a todos ellos. Así vemos, por ejemplo, que Ananías le dice al Señor: "Señor, he oído a muchos hablar de ese hombre y de los muchos males que ha causado a tus santos en Jerusalén" (Hch 9,13). Pablo, cuando pide dinero para los cristianos pobres de Jerusalén, afirma estar haciendo una colecta "para los santos" (1Co 16,1-2), "en bien de los santos" (2Co 8,4). Cuando recomienda a Estéfanas lo elogia diciendo que "se ha puesto al servicio de los santos" (1Co 16,15). Pedro, después de resucitar a la joven Tabita, "llamó a los santos y a las viudas" y se la presentó viva (Hch 9,32-41).

La razón de este sorprendente hecho no radica en que ellos se consideraran unos hombres perfectos, libres de defectos y pecados, sino sencillamente en el hecho objetivo de que todos ellos participaban, gracias al bautismo, la eucaristía y los demás sacramentos, de la vida del “único Santo", que es Cristo. Llamarse "santos"  no era, pues, para ellos, un modo de autoglorificarse, sino de reconocer la realidad del don recibido, de dar gloria a Dios por ello y de mostrarse agradecidos con Él. Y desde la conciencia de este hecho se iban “purificando a sí mismos” (2ª lectura) para poder formar parte, un día, de esa “muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas” que, “con voz potente”, aclaman y adoran a Dios en el cielo (1ª lectura).

Hoy celebramos el hecho de que esta muchedumbre es inmensa, el hecho de la enorme cantidad de santos que hay en el cielo. Para nosotros es un motivo de inmensa alegría, porque esto significa que la sangre de Cristo no ha sido derramada en vano, que los sufrimientos de Cristo no han sido inútiles.

De esa enorme cantidad de santos, la Iglesia señala a unos pocos, poquísimos, que han brillado durante su vida terrena por sus virtudes, por la manera como la gracia de Cristo se ha manifestado en ellos; esa manera ha sido, de algún modo, “ejemplar” y por eso la Iglesia los propone como “ejemplo”, porque en ellos se ve, con especial claridad, el triunfo de la gracia de Dios sobre la debilidad humana, sobre las malas tendencias que todos tenemos. Esos son los “santos” que la Iglesia canoniza.

Pero hoy celebramos a todos los santos, es decir, no sólo a los santos canonizados, a los santos “de altar”, sino a la muchedumbre inmensa de hombres y de mujeres, de toda raza, lengua y nación, en los que la gracia de Dios ha triunfado sobre el pecado, sobre la debilidad y la miseria humana. Son todos aquellos cuya vida se ha resuelto finalmente en un “sí” al Señor, en una aceptación de su perdón y de su misericordia y ahora están en el cielo, es decir, con el Señor, viven en el seno de la Santísima Trinidad, en una comunión total con Dios, en un “cara a cara” con Dios sin que nada interfiera ni enturbie esa relación. Tal vez han tenido que estar un tiempo en el purgatorio, han tenido que consentir, primero, en que el amor de Dios los purificara, los acrisolara, les quitara toda la escoria espiritual y moral que arrastraban de su vida terrena. Pero eso ya está hecho y ahora viven en la comunión total y plenaria con Dios.

Nosotros esperamos que entre ellos estén todos nuestros seres queridos, nuestros antepasados, los que fueron nuestros amigos y también los que fueron nuestros enemigos, los que nos hicieron sufrir. Porque por todos ellos murió el Señor y lo que no podríamos soportar es que Él, el único inocente, hubiera muerto en vano. Por eso rezamos por la salvación de todos y queremos que todos, amigos y enemigos, formen parte de esa multitud inmensa “que nadie podría contar”, la multitud de “todos los santos”.

Y por supuesto, nosotros también queremos formar parte un día de esa multitud, ser agregados al número de los santos. Sólo que, cuando constatamos, una y otra vez, nuestra debilidad, nos desanimamos. Pero no hemos de dejar que el desaliento se apodere de nosotros, porque, mientras estamos aquí en la tierra hay dos clases de santos.

Están los santos con el psiquismo desgraciado y difícil, el grupo de los angustiados, de los agresivos y de los carnales, todos los que llevan el peso de los determinismos; los desgraciados cuyo corazón será siempre un “nido de víboras”, los que caen y caerán todavía; los que llorarán hasta el final porque cometen todavía esa falta sórdida, inconfesable. Son la muchedumbre inmensa de aquellos cuya conversión, cuya santidad, no se mostrará hasta el último día para resplandecer finalmente en la eternidad perpetúa. Son los santos sin nombre.

          Y al lado de ellos están los santos con el psiquismo feliz, los santos castos, fuertes y dulces; los santos modelos, canonizados o canonizables; aquellos cuyo corazón liberado es ancho como las arenas que bordean el mar; aquellos cuyo psiquismo canta ya como una arpa armoniosa la gloria de Dios; los santos admirables que suscitan la acción de gracias y en los que nosotros tocamos la humanidad transformada por la gracia; los santos reconocidos, celebrados, los grandes santos que dejan una huella deslumbrante en la historia.

          Unos y otros son hermanos. Tanto los santos con un psiquismo obsesionado por los monstruos como los santos con el psiquismo habitado por los ángeles tienen las mismas experiencias fundamentales. Hablan de Dios y de sí mismos en los mismos términos. Están en la misma orilla y habitan un mismo mundo: el mundo en el que la única tristeza es la de descubrirse siempre tan indignos de Dios, y donde la única alegría es saberse tan amados por Él e intentar devolverle amor por Amor. Aquí abajo son diferentes, pero ante Dios son semejantes. Y nosotros lo veremos el día del Señor Jesús.