XXIX Domingo del Tiempo Ordinario

15 de agosto 

 

17 de octubre de 2021

(Ciclo B - Año impar)




  • Al entregar su vida como expiación, verá su descendencia, prolongará sus añosa (Is 53, 10-11)
  • Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros, como lo esperamos de ti (Sal 32)
  • Comparezcamos confiados ante el trono de la gracia (Heb 4, 14-16)
  • El Hijo del hombre ha venido a dar su vida en rescate por muchos (Mc 10, 35-45)
  • Homilía: pulsar aquí para leer la homilía en formato pdf


Concédenos sentarnos en tu gloria uno a tu derecha y otro a tu izquierda. El Señor no rechaza de entrada esta petición, pues Él ha venido precisamente para que nosotros, los hombres, podamos compartir su gloria. Lo que el Señor rechaza es la pretensión “excesiva” de ocupar los primeros puestos, pero no el deseo de “compartir su gloria”. Como buen pedagogo, Jesús aprovecha este deseo para recordarles la condición ineludible para poder compartir su gloria: compartir antes el cáliz que Él ha de beber y ser bautizado en el bautismo con el que Él se va a bautizar. “Beber el mismo cáliz” significa compartir el mismo destino, que, a menudo, es un destino difícil, de sufrimiento, como será el de Jesús que, en el huerto de los olivos, orará diciendo: “aparta de mí esta copa; pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieres tú” (Mc 14,36); “ser bautizado con el mismo bautismo” significa pasar por la misma experiencia de muerte por la que Él va a pasar.        

También cada uno de nosotros queremos compartir la gloria de Cristo y el Señor quiere que, en efecto, así sea. Pero para ello hemos de estar dispuestos a compartir también el camino de Cristo, su destino, su bautismo, su muerte. M. Teresa de Calcuta era muy consciente de ello y por eso iniciaba todos los días su jornada, antes del alba, haciendo el vía crucis. Cuando traéis a vuestros hijos o nietos para que sean bautizados, el primer gesto que el sacerdote realiza sobre ellos es la señal de la cruz, como para garantizarles que el destino de Cristo -la Cruz- estará presente en su vida: “Si hemos muerto con él, también viviremos con él” (2Tm 2,11).

A partir de aquí el Señor aprovecha la ocasión para enseñarles que entre ellos, es decir, entre los discípulos de Jesús, las cosas no deben de ser igual que en el mundo. El Señor empieza a hablarles de la Iglesia como sociedad de contraste, es decir, como un grupo humano donde no deben regir los criterios mundanos, sino que debe autogobernarse con otros criterios. Por eso el Señor afirma: “Entre vosotros, nada de eso”. En el mundo la voluntad de poder, el deseo de sobresalir, las ganas de ser “el primero”, dirigen la vida y la actuación de quienes son del mundo. Es verdad que también dentro de la Iglesia puede surgir el deseo de sobresalir como una tentación; pero está claro desde el principio que es una tentación y que ese no es el camino que Cristo quiere para los suyos.

El camino es el de realizar el mismo servicio que realizó Jesús: entregar su vida, como un esclavo, en rescate por todos; la primera lectura emplea otra expresión: como expiación. La imagen del rescate supone que hay unos prisioneros. Esos prisioneros son todos lo hombres, que viven prisioneros del pecado: ven el bien y lo quieren hacer, pero, como si de una fatalidad se tratara, acaban haciendo el mal (Rm 7, 18-25). Una humanidad así, cautiva del mal, no puede recibir el Espíritu Santo. Entonces Jesús, enviado por el Padre, entrega su vida en una docilidad y obediencia totales al Padre y obtiene así, para todos nosotros, el don del Espíritu Santo. De modo que si abrimos nuestro corazón a Cristo, él nos entrega el don del Espíritu Santo, que reposa sobre él como algo propio; y el Espíritu Santo se derrama en nuestros corazones y constituye en nosotros un nuevo principio vital por el que somos liberados del pecado, por el que podemos actuar de otro modo que según la ley del pecado, como si esa ley no actuara en nosotros (aunque sí que actúa, pero ahora ya tenemos la posibilidad de no seguirla). La expresión como expiación supone que Cristo asume las consecuencias del pecado, carga con ellas (por eso actúa como un esclavo, porque carga con un peso que no le corresponde), e intenta repararlas.

También nosotros, los cristianos, unidos a Cristo, estamos llamados a “entregar nuestra vida como expiación” y, por lo tanto, a asumir las consecuencias del pecado, del nuestro y del de los demás, y a intentar, en la medida de nuestras posibilidades, repararlas.  “Asumir” significa no pretender que “aquí no ha pasado nada”, porque si tú me perdonas “todo tiene que seguir igual que antes”. Mi pecado ha puesto de relieve la violencia, la arbitrariedad, el egoísmo que hay en mí; ha puesto de relieve también mi fragilidad, mi debilidad, el hecho de que, en determinadas circunstancias, mi libertad se deja corromper con mucha facilidad. Todo esto hay que asumirlo y, por lo tanto, las cosas no pueden seguir igual que antes de que todo esto ocurriera, y yo sería un irresponsable si pretendiera lo contrario. “Reparar” significa intentar, en la medida de lo posible, restituir el orden que mi pecado ha alterado, reequilibrar, recomponer la armonía que yo, con mi pecado, he destruido. O por lo menos “compensar” el mal que he hecho con el bien que voy a hacer ahora. Y todo esto por Cristo, con Él y en Él, unidos a Él que es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, por quien recibimos la gracia y el perdón de Dios, por quien se nos da el Espíritu Santo que nos santifica. Amén.