El primer mandamiento



Maestro, ¿cuál es el mandamiento mayor de la Ley? Él le dijo: Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el mayor y el primer mandamiento (Mateo 22,36-38). Con estas palabras resume Jesús el primer mandamiento revelado en el Decálogo, el que afirma: Yo, Yahveh, soy tu Dios, que te ha sacado del país de Egipto, de la casa de la servidumbre. No habrá para ti otros dioses delante de Mí. No te harás escultura ni imagen alguna ni de lo que hay arriba en los cielos, ni de lo que hay abajo en la tierra, ni de lo que hay en las aguas debajo de la tierra. No te postrarás ante ellas ni les darás culto (Éxodo 20,2-5).

El primer mandamiento indica la actitud fundamental que el hombre debe tener ante Dios. Recuerda que Dios es el autor de la liberación del hombre (Yo, Yahveh, soy tu Dios que te ha sacado del país de Egipto), o, como nos ha enseñado Jesús, que Dios es el Padre amoroso que nos ha creado y que cuida de nosotros con infinito amor. Pues bien, ante un Dios así, la única actitud correcta por parte del hombre es un amor total, con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente o, como precisa Lucas, con todas tus fuerzas (Lucas 10,27).

1. Qué es lo que ordena el primer mandamiento.

El primer mandamiento nos indica que el cristiano tiene que vivir completamente descentrado de sí mismo y totalmente centrado en Dios. Amar es afirmar a otro. Uno ama en la medida en que, con sus palabras y sus obras, afirma a otro distinto de sí mismo. El primer mandamiento nos indica, pues, que nuestra vida tiene que ser una total afirmación de Dios, de su existencia, de su poder, de su bondad.

Esto lo vive el creyente por la fe, la esperanza y la caridad. Por la fe el creyente se descentra de sí mismo y considera como más verdadero que lo que por sí mismo ve, lo que Dios le revela, lo que Dios le dice que existe. Por la esperanza el creyente confía plenamente en Dios, en su fidelidad para cumplir las promesas que nos hace, en su bondad por la que Él no deja nunca de amarnos, de querer nuestra salvación y de ayudarnos con su gracia a alcanzarla, en su justicia por la que Él nunca nos somete a pruebas que superan nuestra capacidad. Por la caridad el creyente afirma a Dios más que a sí mismo.

El primer mandamiento, además, nos ordena también la expresión de esta nuestra vida por completo centrada en Dios. Esta expresión consiste principalmente en la adoración, la oración y el sacrificio. La adoración es el reconocimiento de Dios como el Creador y el Salvador, el Señor y el Dueño de todo lo que existe, el Amor infinito y misericordioso: Adorarás al Señor tu Dios y sólo a Él darás culto (Lucas 4,8); así respondió Jesús al diablo cuando éste le tentó pidiéndole que le adorara. Adorar a Dios consiste en situarse ante Él con un respeto y una sumisión absolutos, reconociendo la distancia inmensa que separa a Dios de la criatura, pues ésta sólo existe por Dios: ¿Es el alfarero como la arcilla para que diga la obra a su hacedor: “No me ha hecho”, y la vasija diga de su alfarero: “No entiende el oficio? (Isaías 29,16). O como dice san Pablo: ¡Oh hombre! Pero ¿quién eres tú para pedir cuentas a Dios? (Romanos 9,20). Adorar a Dios consiste también, como hizo María en su cántico de alabanza, en reconocer las maravillas que Él ha hecho a favor nuestro, y alabarle, y darle gracias por ello, proclamando la santidad de su Nombre.

La oración consiste en elevar nuestro espíritu hacia Dios para alabarle, darle gracias, pedirle perdón y presentarle nuestras súplicas. El Señor nos ha inculcado la necesidad de la oración diciéndonos que es necesario orar siempre sin desfallecer (Lucas 18,1), pues sin la ayuda que nos viene a través de la oración, es imposible cumplir los mandamientos de Dios y vivir como cristianos.

El sacrificio consiste en el ofrecimiento a Dios de acciones que pretenden mostrar nuestra adhesión a Él por encima de todas las cosas. En realidad toda nuestra vida debe de ser un sacrificio ofrecido a Dios, según la frase de Pablo: Os exhorto, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, a que ofrezcáis vuestros cuerpos como una víctima viva, santa, agradable a Dios: tal será vuestro culto espiritual (Romanos 12,1). El único sacrificio perfecto es el que ha ofrecido Cristo en la Cruz, ofreciéndose amorosamente al Padre por nuestra salvación. Nosotros, al celebrar la eucaristía, unimos nuestro sacrificio al Suyo para completar lo que falta a la pasión de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia y contribuir, así, a la salvación del mundo.

2. Qué es lo que prohíbe el primer mandamiento.

A) El primer mandamiento prohíbe, en primer lugar, absolutizar lo relativo, es decir, tratar como si fuera Dios a lo que no lo es, otorgar a cualquier criatura el honor o la confianza que sólo se debe tributar a Dios. En este sentido se nos prohíbe cualquier idolatría. El hombre, también el creyente, puede fácilmente caer en la idolatría: el poder, el dinero, el prestigio, el placer, la raza, los antepasados, la nación, el Estado, así como las personas a las que se admira demasiado, pueden convertirse fácilmente en objetos divinizados, con los que se mantiene una relación idolátrica. Pues lo que constituye al ídolo como ídolo es la mirada del hombre: cuando ésta reposa en el objeto idolatrado y “se sacia” en él, como si él fuera el término que puede satisfacer la sed de Felicidad que hay en el corazón del hombre, entonces adviene la idolatría. La Palabra de Dios nos recuerda que los ídolos someten al hombre a una dura esclavitud, que le exigen la inmolación de su tiempo, de su atención, de su esfuerzo, de su libertad y que, a cambio, no pueden darnos nada, pues, como afirma Pablo, los ídolos no son nada (1ª Corintios 8,4). El ídolo es eso, una “nada” que domina al hombre y que acaba paralizándolo, quitándole su libertad: Sus ídolos son plata y oro, hechura de manos humanas (...) tienen boca y no hablan, tienen ojos y no ven, tienen oídos y no oyen (...) como ellos serán los que los hacen, cuantos confían en ellos (Salmo 113B,4-8).

Se nos prohíbe igualmente toda superstición. La superstición consiste en considerar que la eficacia espiritual de los sacramentos y de las oraciones depende de la materialidad de los signos y de las palabras, independientemente de las actitudes interiores de nuestro corazón. De este modo se absolutiza el soporte material de nuestra relación con Dios, al que se le concede una eficacia cuasi-mágica, olvidando la libertad de Dios y la interioridad del hombre, pues no todo el que diga Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que cumpla la voluntad de mi Padre. La superstición falsea por completo la verdad de la relación entre Dios y el hombre, que no puede establecerse en base a unos ritos desconectados por completo de la vida del hombre, sino tan sólo en base a la conversión del corazón: Llega la hora, ya estamos en ella, en que los adoradores verdaderos adorarán al Padre en espíritu y en verdad (...) Dios es espíritu, y los que adoran deben adorar en espíritu y verdad (Juan 4,23-24).

B) Se nos prohíbe igualmente el querer ser los artífices de nuestra propia salvación en base a la astucia de nuestra inteligencia, al dominio de las fuerzas del cosmos, en vez de confiar plenamente en Dios, esperando de su bondad todo cuanto sea necesario para ella. Pues dice el Señor: Buscad primero el reino de Dios y su justicia y lo demás se os dará por añadidura. En este sentido el cristiano no debe recurrir nunca a ninguna forma de adivinación –recurso a Satán o a los demonios, evocación de los muertos, recurso a los mediums, interpretación de presagios o de suertes, astrología, quiromancia, etc.- porque considera que su futuro está en las manos de Dios y que su verdadero desafío espiritual consiste en vivir el “hoy” y no en intentar anticiparse al futuro. Pues aunque la falta de previsión puede implicar una falta de responsabilidad, el cristiano recuerda siempre la palabra del Señor: No os agobiéis por el día de mañana, a cada día le basta su propia pena. La misma consideración merece todo recurso a la magia o a la hechicería: el cristiano debe abstenerse de ellos, pues no espera del dominio de las fuerzas ocultas el universo su salvación. El espiritismo debe también ser evitado pues implica a menudo prácticas adivinatorias o mágicas.

C) Se nos prohíbe igualmente todo intento de disponer de Dios a nuestro arbitrio, pues no es Dios quien debe someterse al hombre sino el hombre a Dios. En este sentido el hombre debe abstenerse por completo de intentar tentar a Dios, es decir, “ponerlo a prueba” para verificar su poder, o su providencia, o su bondad o sabiduría. La actitud de Jesús frente al diablo que le proponía arrojarse desde el alero del Templo de Jerusalén para verificar el cumplimiento de las palabras del salmo 90 –A sus ángeles te encomendará para que te guarden, te llevarán en sus palmas para que tu pie no tropiece en la piedra– fue contundente: No tentarás al Señor tu Dios (Lucas 4,9-12; Deuteronomio 6,16). Del mismo modo está completamente prohibido el intentar comprar o vender las realidades espirituales, los tesoros de la fe y de la vida divina. Pues el Señor dijo dad gratuitamente lo que gratuitamente habéis recibido (Mateo 10,8). El episodio de Simón el Mago (Hechos 8,9-24) –de donde viene la palabra simonía– puso claramente de relieve que el don del Espíritu Santo no se obtiene con ningún tipo de comercio, sino que es un regalo gratuito del amor divino. En este sentido la Iglesia prohíbe a sus sacerdotes exigir cualquier tipo de remuneración, en la administración de los sacramentos, distinta de la debidamente autorizada por la autoridad eclesial competente, y les exhorta a que ningún pobre sea privado de los sacramentos en razón de su pobreza. El que la autoridad eclesial competente pueda fijar una ofrenda con motivo de los sacramentos, se basa en el principio de que el pueblo de Dios debe subvenir a las necesidades de sus ministros, según la palabra del Señor el obrero merece su sustento (Mateo 10,10).

3. La cuestión de las imágenes.

No te harás escultura ni imagen alguna (...) No te postrarás ante ellas ni les darás culto (Éxodo 20,4-5). El primer mandamiento prohíbe la fabricación y el culto de las imágenes. El Deuteronomio precisa: puesto que no visteis figura alguna el día en que Yahveh os habló en el Horeb de en medio del fuego, no vayáis a pervertiros y os hagáis alguna escultura de cualquier representación que sea (Deuteronomio 4,15-16). El Dios que se revela a Israel es el Dios totalmente Transcendente; pretender construir una imagen que lo represente equivale a pretender destruir esa Transcendencia, pues una imagen es siempre un proyecto del hombre, una idea del hombre, un anhelo del hombre, y Dios es distinto de todos nuestros proyectos y de todas nuestras ideas o anhelos.

Sin embargo, a pesar de esta prohibición, Dios mismo ordena o permite la construcción de algunas imágenes que preanuncian simbólicamente la salvación que el Verbo encarnado traerá a la humanidad. Así por ejemplo la serpiente de bronce (Números 21,4-9) o el arca de la alianza con los querubines (Éxodo 25,10-22). Este hecho indica que no estamos ante una prohibición absoluta, sino que se trata, en realidad, de prohibirle al hombre elaborar un proyecto salvador que sea “suyo” (esto es lo que expresa la imagen que el hombre inventa), para crear en él como un “vacío” que colmará el proyecto salvador que Dios le ofrece. Esto es lo que ocurre en su plenitud con la llegada de Cristo: Él es la imagen del Dios invisible (Colosenses 1,15). Con Cristo Dios nos ha entregado su propia imagen. A partir de ahí ya no tendrá sentido la prohibición de las imágenes, porque éstas ya no expresarán el proyecto humano sobre la salvación, sino el propio proyecto divino hecho visible.

Por eso el VII Concilio ecuménico de Nicea (787) sostiene la legitimidad cristiana del culto de las imágenes, puesto que la Encarnación del Hijo de Dios ha inaugurado una nueva “economía” que afecta a las imágenes. El mismo concilio precisa que “el honor que se le tributa a una imagen va al modelo original” y que “quien venera una imagen, venera a la persona que en ella está representada”. La veneración cristiana de las imágenes no se detiene en la realidad material de las imágenes, sino que las considera como imágenes, es decir, como vehículos que nos conducen hacia la realidad representada.