Santa Teresita del Niño Jesús y de la Santa Faz

  
Santa Teresita del Niño Jesús y de la Santa Faz
(1873-1897)

Santa Teresita fue la quinta de cinco hermanas, de una familia acomodada. Su infancia feliz se vio truncada por una terrible herida: la muerte de su madre, cuando ella tenía cuatro años y medio. Desde entonces pesará sobre ella una continua sombra de tristeza y se convertirá en una niña tímida, introvertida, excesivamente sensible y de fácil llanto, lo que le impide hacer amigas en el colegio y la hace muy infeliz. a los nueve años recibió su segunda gran herida: Paulina, la hermana que ella había elegido como su “segunda mamá”, entra en el Carmelo. Esta separación le costará mucho pero le servirá para conocer lo que es el Carmelo: un lugar solitario a donde se retira quien quiere buscar a Dios con todo el corazón. Entonces ella comprendió, sin ningún género de duda, que ése era su lugar.

A los diez años, la tarde de Pascua de 1883, le ataca una extraña enfermedad durante la cual padece inexplicables crisis de terror y parece convertirse en una idiota, lamentándose sin cesar. Un día mientras se quejaba llamando continuamente a su “mamá”, ve que la estatuilla de la Virgen que tiene en su habitación, se anima y le sonríe. Sanó improvisadamente, como si se despertase de una larga pesadilla. Siguió una época marcada por los escrúpulos y la hipersensibilidad, hasta que sucedió su “pequeño milagro” en la noche de Navidad de 1886, que consistió precisamente en recibir la capacidad de vencerse a sí misma, de actuar por encima de sus estados de ánimo. “Desde aquella noche bendita nunca más fui vencida en ningún combate, sino que marché, por el contrario, de victoria en victoria”, iniciando lo que ella llama “el período más bello de mi vida”.

Teresa consiguió, tras pedírselo al propio papa, el permiso para entrar con quince años al Carmelo. Entra en él “para salvar las almas y, sobre todo, para rezar por los sacerdotes”. En el carmelo de Lisieux reina un ambiente moralista, de un  ascetismo exagerado, con tintes de jansenismo, con una visión de Dios como Juez al que hay que aplacar. Además el tono intelectual es bastante pobre, por lo que ella y sus hermanas, de cultura superior, fácilmente podían ser consideradas como un grupito de “intelectuales” que había que marginar. Todo ello constituirá el crisol en el que el Señor purificará a Teresa.

A los veintitrés años Teresa enferma de tuberculosis y entra en el camino que la conducirá a la muerte. Pero además, “Jesús permitió que mi alma se viese invadida por las más densas tinieblas y que el pensamiento del cielo, tan dulce para mí, no fuese ya más que un motivo de combate y tormento”. Desaparece de su alma todo gozo y tiene la sensación de que ya no cree en el cielo. Teresa comprende que ha sido sentada a la mesa de los pecadores, y ella acepta permanecer allí hasta conseguir la salvación de todos: “Señor, vuestra pequeña hija os pide perdón para sus hermanos. Se resigna a comer, por el tiempo que Vos lo tengáis a bien, el pan del dolor y no quiere levantarse de esta mesa llena de amargura en la que comen los pobres pecadores, hasta que llegue el día señalado por Vos. ¡Oh Señor, despedidnos justificados!”. Teresa afirma en esa situación: “yo creo porque quiero creer”. Y llevaba sobre el corazón, escrita con su sangre sobre una hoja, la fórmula del credo. Teresa creyó, esperó y amó contra todo y por encima de todo. Al final miró el crucifijo y dijo: “¡Oh, le amo! ¡Dios mío, os amo!”. La cabeza le cayó hacia atrás, sus ojos permanecieron fijos por el espacio de un credo, resplandecientes. Después expiró.

El camino espiritual de Santa Teresita del Niño Jesús está marcado, ante todo, por la gran certeza de su vida: el amor de Dios. Santa Teresita confía ciegamente en ese amor que quiere salvar a todos los hombres y cree en él por encima de todas las apariencias visibles. Ya a los quince años, cuando se empeñó en salvar el alma de su “primer hijo”, el asesino Enrico Pranzini, le dijo a Dios que “estaba segurísima de que perdonaría al pobre y desgraciado Pranzini y que así lo creería aunque no se confesase ni diese muestra alguna de arrepentimiento”. Es el camino del abandono en las manos de Dios, porque tenemos la gran certeza de pertenecerle.

Para corresponder a ese amor, Teresa utiliza los pequeños acontecimientos y las pequeñas realidades de las que está tejida su vida cotidiana. Es el camino de la infancia espiritual. Un camino hecho de pequeñas cosas: un niño para demostrar el afecto que siente hacia su madre, le regala uno de sus juguetitos; a la madre no le hace falta para nada ese juguete, es más, es ella misma quien se lo ha comprado, pero la madre lo recibe conmovida y con total seriedad. Así entiende Teresa el amor a Jesús. Todo, por lo tanto, se convierte, en la vida de Teresa, en algo terriblemente serio y dulce, porque todo es ocasión para amar a Jesús. Se trata de “no huir ningún pequeño sacrificio, mirada o palabra para aprovechar cualquier cosilla y hacerla con amor”.

Teresita prometió, poco antes de morir, que pasaría su cielo “haciendo el bien en la tierra” y que haría descender una “lluvia de rosas”, es decir, de gracias, sobre quienes la invocaran. Durante más de cien años de su entrada en el cielo, son innumerables los testimonios de personas que han recibido los favores y las inesperadas “visitas” de Santa Teresita para ayudarles en su fidelidad al Señor. Su intercesión constante ante Dios hace irradiar sobre los hombres la preciosa luz de la esperanza, poniendo en nuestro corazón la certeza de que ningún hombre está irremediablemente perdido, por grandes que sean los males que le aflijan y lo alejado que pueda estar de Dios. El papa San Juan Pablo II la nombró doctora de la Iglesia.