Tenemos una tendencia natural a fabricarnos ídolos es decir, falsas imágenes de Dios. La mayoría de las veces lo hacemos inconscientemente, y de varias formas.
La primera es fácil de descubrir: cuando algo nos acapara por completo y se convierte en nuestro único objetivo. Ciertamente, no adoramos ya el dinero como lo adoraron los Hebreos, momentáneamente extraviados, en el episodio del becerro de oro (Ex 3, 23). Pero sigue habiendo hoy comportamientos muy similares. Consagramos todas nuestras energías al dinero, al amor humano, al éxito, al cuerpo, de tal manera que no nos queda ningún espacio libre. Estamos vueltos exclusivamente hacia todo eso, en vez de hacerlo hacia otra cosa aunque no nos atrevamos a llamarle Dios. En cualquier caso, el sitio de “Dios” está ocupado, la estatua levantada y el corazón repleto.
Existe una segunda manera de fabricar ídolos, más sutil y mucho más peligrosa que la anterior ya que hunde sus raíces en nuestras mejores intenciones. Cuando creemos en Jesucristo e intentamos seguirle, ponemos en el empeño lo mejor de nosotros mismos. Es así como nos vamos atando a la imagen que de él nos hacemos, a las formas de servicio, de oración y de acción que nos hemos forjado por su causa y por amor a él. Todo es así de natural y no podemos hacer otra cosa. Pero la amenaza de la idolatría sigue latente y surge cuando nos aferramos a nuestras maneras de ver las cosas. Identificamos a Dios con nuestro caminar hacia él. Y cuando surgen enfrentamientos entre los cristianos, sufrimos mucho. Se nos rompe nuestro ídolo y caen por tierra nuestras seguridades. Es así como nos vemos obligados a reconocer que Dios es más grande y más libre de lo que nos habíamos imaginado. Sólo así nos vemos libres de la idolatría. Si los cristianos aceptamos el hecho de ser diferentes, de tener maneras distintas de percibir al mismo Dios estamos extirpando de raíz la tendencia a la idolatría.


















