(Las reflexiones que siguen están hechas a propósito de la figura del matemático húngaro Neumann János Lajos, también conocido en EE UU como Johnny von Neumann, que fue uno de los principales fautores de la bomba atómica. Sin entrar en la valoración y el juicio sobre esta persona, lo que nos interesa es analizar el ‘páthos’ de la ciencia, los delirios o demonios que acechan al conocimiento científico y, en último término, la condición humana, ya que lo que anida en el alma de los científicos, anida también en el alma de cada hombre)
(Testimonio de Richard Feynman: la bomba de hidrógeno)
Me obsesioné con ella. Porque no era solo una bomba más grande. Era un verdadero horror. Algo que no tenía justificación alguna. Un instrumento del mal, un arma que se alejaba tanto de lo razonable que era como si hubiésemos descendido voluntariamente a las zonas más oscuras del infierno. Incluso los científicos que estuvieron involucrados en la primera bomba se opusieron a ella. “Por su propia naturaleza, la bomba de hidrógeno no puede ser limitada a un uso militar, sino que se convierte en un arma que, en todo sentido práctico, es casi de uso genocida.” Eso dijo Fermi. Y Oppenheimer, bueno, él se dio cabezazos contra un montón de personas e hizo todo lo que pudo para que no la construyeran. Gastó hasta la última gota de su enorme influencia como director del Instituto de Estudios Avanzados para oponerse a ella, se peleó con medio mundo e hizo enemigos peligrosos en las más altas esferas del poder, así que no me sorprendió nada cuando le revocaron su autorización de seguridad y lo pusieron en la lista negra. “Con la creación de la bomba atómica, los físicos conocieron el pecado, y ese es un conocimiento que no pueden olvidar”·. Eso dijo Oppenheimer. Un hombre convencido de que tenía las manos manchadas de sangre. Muy especial ese tipo, más grandilocuente y brillante que cualquiera que haya conocido. Aunque todos sus esfuerzos fueron en vano. Es difícil de explicar, pero esas criaturas horripilantes, esas creaciones que exceden lo humano, parecen tener voluntad propia, como si respondieran a una potestad mayor que la nuestra, una extraña muestra de fatalidad tan misteriosa y ajena a nuestro control que trato de no pensar mucho en eso, porque acabo temblando. Si los físicos ya habíamos conocido el pecado, con la bomba de hidrógeno supimos lo que era la perdición.
(El testimonio de su hija Marina: mi padre ante su propia muerte)
Solo tenía cincuenta y tres años cuando le diagnosticaron el cáncer, aún estaba en la plenitud de su vida, y mantuvo sus extraordinarias facultades casi hasta el final. Pero sencillamente no pudo aceptar lo que le estaba pasando. Su temor a morir creció hasta opacar todos sus pensamientos. La idea de que el mundo continuara existiendo tras su muerte le parecía insoportable, por lo que careció por completo de esa cierta gracia que algunos moribundos adquieren cuando finalmente aceptan su destino. Al contrario, se comportó igual que un niño, como si la muerte fuese algo que solo les sucedía a los demás, completamente ajena a él. No tenía armas ni habilidades para afrontar su tragedia, porque jamás había pensado en su propia mortalidad. Su conciencia se resistía ante un límite más allá del cual no podía pensar, y reaccionó con extrema violencia. Creo que mi padre sufrió la pérdida de su mente más de lo que yo vi sufrir a ningún otro ser humano, en cualquier otra circunstancia. Días antes de que cayera en el silencio, cuando ya sabíamos que su enfermedad era fatal y que progresaría rápidamente, le pregunté, sin rodeos, cómo es que había sido capaz de contemplar y proponer, con absoluta ecuanimidad, la matanza de millones de personas producto de un ataque nuclear preventivo contra la Unión Soviética, y sin embargo no podía enfrentar su propia muerte con un mínimo de calma y dignidad. “Eso es completamente distinto”, me dijo.
Autor: Benjamín LABATUT
Título: Maniac
Editorial: Anagrama, Barcelona, 2023, (pp. 188-189; 264)