Es una característica extraordinaria de la Biblia hebrea que relate con tanta naturalidad el rotundo fracaso moral de uno de sus héroes. Al proponer la perfectibilidad de la naturaleza humana, la Escritura subraya que es solo obra de Dios. Abandonados a nuestra suerte, somos capaces de caer muy bajo. El adulterio de David no fue una entrega momentánea al desorden de la pasión; fue calculado y violento. El rey no dudó en asesinar a Urías y, junto a él, a otros soldados fieles. Estratégicamente hablando, la maniobra para eliminar al marido de Betsabé fue suicida. Todo el batallón sufrió pérdidas (2 Sam 11, 16-21). Cuando se informó a David, éste mandó decir a Joab, el comandante: “No te inquietes por este asunto” (2 Sam 11, 25). Es perturbador encontrar en el Libro Sagrado una frase que parece salida de los labios de Marlon Brando en El Padrino. Tal es el poder del eros cegado. Puede arrastrarnos a ser cómplices de la muerte.
La acción de David tuvo consecuencias para su casa y su familia. Lo que había hecho “desagradó al Señor” (2 Sam 11, 25), que envió al profeta Natán para reprenderlo y decirle que, como resultado de su acción, “la espada no se apartará de tu casa” (2 Sam 12, 10). Habiendo sembrado viento, cosecharía tempestades (cf. Os 8, 7). Una maldición cayó desde entonces sobre la casa de David. Poco después del asesinado de Urías, Ammón, hijo de David, cometió incesto con su media hermana Tamar. Obsesionado por ella, la había mandado llamar, la violó y luego la despreció, descubriendo que, tan pronto como su fantasía se había satisfecho, no sentía por ella nada más que rechazo, “de hecho su aversión era incluso mayor que la lujuria que había sentido por ella” (2 Sam 15, 15).
Absalón, otro hijo de David, se enteró de lo sucedido y vengó a su hermana Tamar asesinando a Ammón, su hermano, entrando en un patrón mórbido: la primera muerte registrada en la historia de la humanidad, tal como lo relatan las Escrituras, fue un fratricidio (Gen 4, 8). El hijo que David engendró de Betsabé, una vez muerto el hijo de su primera unión, fue Salomón. Su carrera fue meteórica; sin embargo, hay un trasfondo siniestro ligado a la lujuria. “Salomón amó a muchas mujeres extranjeras…Tuvo setecientas esposas con rango de princesas y trescientas concubinas” (1 Re 11, 1-3). Aun concediendo una hipérbole retórica, lo que se pinta es un cuadro de compulsión institucionalizada. El sometimiento a un eros obsesivo y egocéntrico embotó los sentidos espirituales del rey: “las esposas de Salomón desviaron su corazón tras otros dioses, y su corazón no fue por entero del Señor su Dios” (2 Re 11, 4). Entronizar la lujuria como rectora del corazón es entregarse a la idolatría. El resultado fue la ruptura del vínculo entre la tierra y el linaje davídico. Tras la muerte de Salomón el reino se dividió y por milenios la integridad nacional no fue más que un recuerdo nostálgico.
Autor: Erik VARDEN
Título: Castidad. La reconciliación de los sentidos
Editorial: Madrid, Encuentro, 2023, (pp. 78-80)