1 de noviembre de 2024
(Ciclo B - Año par)
- Vi una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de todas las naciones, razas, pueblos y lenguas (Ap 7, 2-4. 9-14)
- Esta es la generación que busca tu rostro, Señor (Sal 23)
- Veremos a Dios tal cual es (1 Jn 3, 1-3)
- Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo (Mt 5, 1-12a)
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Sólo Dios es santo (“porque sólo Tú eres santo”). Sin embargo, los primeros cristianos se denominaban a sí mismos “los santos", y lo hacían con toda naturalidad, hablando como de pasada, revelando así una autoconciencia, una manera de definirse, que era común a todos ellos. Así vemos, por ejemplo, que Ananías le dice al Señor: "Señor, he oído a muchos hablar de ese hombre y de los muchos males que ha causado a tus santos en Jerusalén" (Hch 9,13). Pablo, cuando pide dinero para los cristianos pobres de Jerusalén, afirma estar haciendo una colecta "para los santos" (1Co 16,1-2), "en bien de los santos" (2Co 8,4). Cuando recomienda a Estéfanas lo elogia diciendo que "se ha puesto al servicio de los santos" (1Co 16,15). Pedro, después de resucitar a la joven Tabita, "llamó a los santos y a las viudas" y se la presentó viva (Hch 9,32-41).
La razón de este sorprendente hecho no radica en que ellos se consideraran unos hombres perfectos, libres de defectos y pecados, sino sencillamente en el hecho objetivo de que todos ellos participaban, gracias al bautismo, la eucaristía y los demás sacramentos, de la vida del “único Santo", que es Cristo. Llamarse "santos" no era, pues, para ellos, un modo de autoglorificarse, sino de reconocer la realidad del don recibido, de dar gloria a Dios por ello y de mostrarse agradecidos con Él. Y desde la conciencia de este hecho se iban “purificando a sí mismos” (2ª lectura) para poder formar parte, un día, de esa “muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas” que, “con voz potente”, aclaman y adoran a Dios en el cielo (1ª lectura).