XVII Domingo del Tiempo Ordinario

15 de agosto 

28 de julio de 2024

(Ciclo B - Año par)






  • Comerán y sobrará (2 Re 4, 42-44)
  • Abres tú la mano, Señor, y nos sacias (Sal 144)
  • Un solo cuerpo, un Señor, una fe, un bautismo (Ef 4, 1-6)
  • Repartió a los que estaban sentados todo lo que quisieron (Jn 6, 1-15)
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El evangelio de hoy es la continuación del evangelio de la semana pasada, cuando Jesús quería descansar con los apóstoles pero no fue capaz de hacerlo porque al ver a la gente, que había ido corriendo a su encuentro, “sintió lástima de ellos, porque estaban como ovejas sin pastor” y “se puso a enseñarles con calma”. Les dio el alimento del alma, que es la Verdad; y a continuación, les dio también el alimento del cuerpo, como acabamos de escuchar.

Sin embargo la liturgia de la Iglesia, para narrarnos la multiplicación de los panes, ha dejado el evangelio de Marcos y ha tomado el de Juan, sin duda alguna porque este último añade un largo discurso, en la sinagoga de Cafarnaún, que hizo el Señor “al día siguiente”, donde Cristo explicó que la multiplicación de los panes y de los peces había sido tan sólo un signo del verdadero alimento que el Padre del cielo nos da, y que es el propio Jesús hecho por nosotros pan de vida. Durante cuatro semanas -todo el mes de agosto- la liturgia de la Iglesia nos hará escuchar fragmentos de este largo discurso, que termina con el abandono de muchos de los discípulos. La Iglesia quiere que contemplemos a Jesús, caminando desde el éxito de hoy (“querían hacerlo rey”), hasta el fracaso del día siguiente donde “muchos de sus discípulos se volvieron atrás y ya no andaban con él” (Jn 6,66).

El Señor no es un demagogo ni un “populista”. Si lo hubiera sido, no habría añadido ese largo discurso que escucharemos los próximos domingos, ni habría huido, como lo hace hoy, al final de la multiplicación de los panes y de los peces, porque querían hacerlo rey. Él no puede prescindir de la Verdad, aunque eso le cueste la pérdida de la popularidad. Por eso se preocupó de aclarar, mediante ese largo discurso, que no había venido para darnos de comer sin trabajar, sino para darse Él como alimento en la Eucaristía. Contemplemos, ahora, el signo de esta realidad, que es la multiplicación de los panes y de los peces.

Lo primero que llama la atención en este episodio es que es el propio Jesús quien toma la iniciativa de todo: nadie le pide que les dé de comer, sino que es Él mismo quien, siguiendo el encargo de su Padre del cielo, decide hacerlo y organizarlo todo. Sin que nadie se lo haya pedido. Todo esto es un signo de la gratuidad del amor de Dios, un cumplimiento, aunque no último, de las palabras del salmo: “es inútil que madruguéis, que veléis hasta muy tarde, que comáis el pan de la fatiga, Dios lo da a sus amigos mientras duermen” (Sal 127,2). Sin esfuerzo, sin dinero, aquellos hombres comen y se sacian, porque Dios, en Jesús, los ama. Como dice el Cantar de los cantares: “Si alguien quisiera comprar con dinero el amor, se haría despreciable” (Ct 8,7).

Lo segundo que llama la atención es lo que la realidad da de sí, cuando se la pone a los pies de Jesús. Pues cinco panes y dos peces son muy poca cosa para tanta gente; pero si esa “poca cosa” se le entrega a Jesús, si se pone a su disposición, entonces “da para mucho”. También nosotros, en nuestra vida, nos encontramos a menudo en situaciones en las que sentimos una inmensa desproporción entre “lo que habría que hacer” y lo que “yo puedo hacer”. El Evangelio nos invita a darle a Jesús ese poco que yo puedo hacer, esos miserables “cinco panes y dos peces” que yo tengo; para que sea Jesús -y no yo- quien los gestione; entonces, también con ese poco se podrá hacer mucho, para alabanza de gloria de Dios (y no mía).

Finalmente llama también la atención la libertad de Jesús, que no se deja aprisionar por los deseos y los proyectos de los hombres que quieren, de manera interesada, hacerlo rey. Jesús defiende su libertad, que es la libertad de actuar desde Dios y no desde los proyectos de los hombres. También nosotros escuchamos a menudo a personas que nos dicen que la Iglesia se tiene que modernizar, que se tiene que adaptar a los tiempos actuales. Pero si con esto se nos quiere decir que hemos de dar a los hombres lo que los hombres quieren recibir, hemos de afirmar que la Iglesia tiene que dar a los hombres lo que Dios le encarga que dé y no lo que los hombres quieren que les dé. Como hizo Jesús. La iglesia tiene que defender su libertad, que es la libertad de actuar desde Dios y su Evangelio de gracia y no desde las expectativas humanas. Lo cual, por cierto, tiene un precio; y ese precio se llama soledad. El evangelio de hoy termina diciendo que “Jesús (…) se retiró otra vez a la montaña, él solo”.

Que el Señor nos conceda la valentía de asumir la soledad, con tal de ser fieles a Dios. Que así sea.