25 de julio de 2024
(Ciclo B - Año par)
- El rey Herodes hizo pasar a cuchillo a Santiago (Hch 4, 33; 5, 12. 27-33; 12, 2)
- Oh, Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben (Sal 66)
- Llevamos siempre y en todas partes en el cuerpo la muerte de Jesús (2 Cor 4, 7-15)
- Mi cáliz lo beberéis (Mt 20, 20-28)
- Homilía: pulsar aquí para leer la homilía en formato pdf
Celebramos hoy, queridos hermanos, la fiesta del apóstol Santiago, patrono de España. La riqueza de la liturgia de la palabra de este día nos ofrece abundantes puntos de reflexión, que constituyen llamadas a nuestra conversión como católicos y como católicos españoles.
La primera lectura nos ha recordado la contundente respuesta que Pedro y los demás apóstoles dieron ante las autoridades religiosas judías: “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres”. Es una llamada a revisar nuestra jerarquía de valores y a preguntarnos qué es, de verdad, lo primero en nuestra vida, es decir, cuál es el criterio que prevalece sobre todos los demás a la hora de tomar nuestras decisiones. Si nuestro criterio es no distinguirnos de los demás, ser como todos, no llamar la atención, ser socialmente correctos, ajustándonos al comportamiento de la mayoría, entonces Dios no es el primero en nuestra vida, sino que lo primero es una determinada imagen de nosotros mismos que no queremos que desentone de la mayoría social; lo primero serría no querer tener problemas. El cristiano tiene que tener la audacia de poner a Dios, a su voluntad y a su santa ley, como lo más importante en su vida, aunque ello le genere algún problema.
La segunda lectura nos ha recordado que la existencia cristiana está poblada de peligros, porque “nos aprietan por todos los lados (…) estamos apurados (…) acosados (…) nos derriban”, y nos invita a ver en todas esas dificultades una participación en la muerte de Jesús “para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo”. La vida de Jesús es la vida del Resucitado, la vida misma de Dios. Y Cristo resucitado lleva en su cuerpo glorioso sus cinco llagas gloriosas y benditas abiertas, como un memorial viviente de su pasión y muerte en la cruz, que nos recuerdan que esa vida suya de resucitado ha nacido de la extrema debilidad e impotencia de la cruz, y que es un don de Dios. Hay aquí una paradoja de la vida cristiana que consiste en que la fuerza de Dios se complace en manifestarse en nuestra debilidad, tal como le dijo el Señor a san Pablo. “Mi gracia te basta, que mi fuerza se muestra perfecta en la flaqueza” (2Co 12, 9). Conscientes de esto, los cristianos no podemos dejar de hablar, de proclamar la verdad de Dios y la verdad del hombre que, en Cristo, se nos ha manifestado: “Creí, por eso hablé”. El anuncio de esta verdad, que es el Evangelio, se nos ha confiado a nosotros, y aunque estemos en unas condiciones adversas no podemos dejar de realizarlo, porque es esencial para la salvación del mundo.
Finalmente el evangelio pone ante nuestros ojos el contraste entre la mentalidad de los hombres –aquí representada por la madre de los Zebedeos- que piensa en la relevancia social, incluso en el Reino de Dios, y la mentalidad de Cristo que cede toda disposición de su Reino a la voluntad del Padre del cielo, mostrando así la desapropiación de su propia obra, que él entrega, sin condiciones, al Padre para que Él disponga de ella según su voluntad. El que nos enseña a orar diciendo: “hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo”, practica él mismo esa petición.
Al mismo tiempo, el Señor aprovecha la ambición de la madre de los Zebedeos para señalar la condición ineludible para estar con él en su Reino: beber el mismo cáliz que él va a beber. El cáliz simboliza el destino que uno tiene que asumir y que, en el caso de Cristo, consiste en su entrega sacrificial por la salvación del mundo en la cruz. La pregunta que Cristo hace a Santiago y Juan es, por lo tanto, si están dispuestos a compartir su destino. Ellos responden sin dudar que sí, y aunque tal vez en esa respuesta haya una cierta presunción, es sin embargo la respuesta adecuada. También nosotros debemos de estar interiormente dispuestos a compartir el destino de Cristo, sabiendo que esta disposición sólo podrá hacerse realidad por su gracia que actúa en nosotros, en el seno mismo de nuestra debilidad. Así lo han experimentado los santos mártires que a menudo eran hombres o mujeres cobardes y débiles, pero que fueron sostenidos por la gracia de Dios para dar su vida por Cristo. Los demás apóstoles se indignan contra Santiago y Juan, y ello muestra, como recuerda san Juan Crisóstomo, lo imperfectos que aún eran. Es que todavía no habían recibido el Espíritu Santo. Que Él venga sobre nosotros para que seamos hoy en día testigos de Cristo en España.