La Eucaristía



1. El memorial: “Haced esto en memoria mía”.

El cristianismo es una vida, una vida nueva, distinta de la vida biológica, una vida que nace del encuentro con una persona, la de Jesucristo, y que tiene manifestaciones distintas de las de la vida simplemente humana: una vida que no consiste en afirmarse a sí mismo frente a los demás, sino en afirmar a Otro distinto de sí mismo (a Cristo), es una vida que no crece por el simple alimento material y a la que no se nace por el simple alumbramiento biológico; es una vida verdaderamente nueva.

Para que esta vida sea posible es necesario un alimento nuevo, distinto del habitual. Por eso el Señor nos advirtió: Obrad no por el alimento perecedero, sino por el alimento que permanece para vida eterna, el que os dará el Hijo del hombre (Jn 6, 27). Ese alimento es un pan de Dios que baja del cielo y da la vida al mundo (Jn 6, 33) y no es otro que la propia persona de Cristo: Les dijo Jesús: “Yo soy el pan de vida. El que venga a mí no tendrá hambre, y el que crea en mí no tendrá nunca sed” (Jn 6, 34). Este anuncio provocó el escándalo y el abandono de muchos discípulos (Jn 6, 60 y 66), quizás porque entendieron materialmente estas palabras, a pesar de que Jesús advirtió que las palabras que os he dicho son espíritu y son vida (Jn 6, 63).

Jesús eligió el tiempo de Pascua para realizar lo que él mismo había anunciado: Llegó el día de los Azimos en el que se había de inmolar el cordero de Pascua; (Jesús) envió a Pedro y a Juan, diciendo: 'Id y preparadnos la Pascua para que la comamos' (...) Llegada la hora se puso a la mesa con los apóstoles y les dijo: 'Con ansia he deseado comer esta Pascua con vosotros antes de padecer' (...) Y tomó el pan, dio gracias, lo partió y se lo dio diciendo: 'Esto es mi cuerpo que va a ser entregado por vosotros; haced esto en recuerdo mío'. De igual modo, después de cenar, tomó el cáliz diciendo: 'Este cáliz es la Nueva alianza en mi sangre, que va a ser derramada por vosotros' (Lc 22, 7-20).

La fiesta judía de la Pascua era el “memorial” más importante que Dios había ordenado a su pueblo, para que no se “olvidara” nunca del amor con que Dios lo había amado, librándolo de la esclavitud del faraón de Egipto: Guarda el mes de Abib y celebra en él la Pascua en honor de Yahveh tu Dios, porque fue en el mes de Abib, por la noche, cuando Yahveh tu Dios te sacó de la tierra de Egipto (...) para que te acuerdes todos los días de tu vida del día en que saliste del país de Egipto (Dt 16, 1 y 3). Al instituir Jesús la eucaristía dentro de la fiesta judía de la Pascua nos dio a entender que su entrega por nosotros en la cruz iba a ser la verdadera y definitiva Pascua, en la que íbamos a ser liberados de la esclavitud más profunda que sufre el hombre, la esclavitud del pecado. Al ordenarnos que repitiéramos su gesto en recuerdo mío, nos entregó también el nuevo y definitivo “memorial” para que no olvidemos nunca el amor con el que Dios nos ha amado: En efecto, cuando todavía estábamos sin fuerzas, en el tiempo señalado, Cristo murió por los impíos: -en verdad, apenas habrá quien muera por un justo; por un hombre de bien tal vez se atrevería uno a morir-; mas la prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros (Rm 5, 6-8). Pues sólo cuando el hombre mantiene viva la memoria de este amor, es cuando mantiene también viva la memoria de su dignidad.

2. El sacrificio de Cristo.

En el sentido empleado por la Sagrada Escritura, el memorial no es solamente un mero recuerdo de algo ocurrido en el pasado, sino que, en la celebración litúrgica, los acontecimientos se hacen, en cierta forma, presentes y actuantes (C 1363). Cristo realizó su ofrenda al Padre ofreciéndose a sí mismo de una vez para siempre (Hb 7, 27), y por eso “cuantas veces se renueva en el altar el sacrifico de la cruz, en el que Cristo, nuestra Pascua, fue inmolado, se realiza la obra de nuestra redención” (LG 3). De ahí que cuando la Iglesia celebra la Eucaristía, haciendo memoria de Cristo, éste se hace presente (C 1364).

La muerte de Cristo en la cruz tuvo un carácter sacrificial, es decir, de ofrenda y entrega al Padre: mi cuerpo que será entregado... mi sangre que será derramada... por muchos para remisión de los pecados (Lc 22, 19-20 y Mt 26, 28). La Eucaristía es, pues, un sacrificio porque representa, es decir, hace presente, el único sacrificio de Cristo en la cruz para la salvación de todos los hombres. La Eucaristía es el mismo sacrificio de Cristo: sólo varía la manera de ofrecerse, que en la cruz fue cruenta y en el altar es no cruenta. Pero se trata del mismo y único sacrificio por el que Dios ha reconciliado al mundo consigo.

Y como por el bautismo hemos sido in-corporados a Cristo, como miembros de un mismo cuerpo, cuya cabeza es el Señor, la Eucaristía es también el sacrificio de toda la Iglesia. En ella resuena la invitación del apóstol: Os exhorto, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, a que ofrezcáis vuestros cuerpos como una víctima viva, santa, agradable a Dios: tal será vuestro culto espiritual (Rm 12, 1). Y así el sacerdote nos invita a orar “para que llevando al altar los gozos y las fatigas de cada día, nos dispongamos a ofrecer el sacrificio agradable a Dios Padre todopoderoso”. De tal manera que “por Cristo, con Él y en Él” la humanidad entera, por medio de la Iglesia, vaya dando al Padre “todo honor y toda gloria”.

Como quiera que la sangre de Cristo ha sido derramada “por vosotros y por todos los hombres, para el perdón de los pecados”, según dice el sacerdote en las palabras de la consagración, el sacrificio eucarístico, que es el mismo sacrificio de Cristo, se ofrece siempre por todos los hombres, vivos y difuntos.

3. El banquete pascual.

Unos quinientos años antes de Jesucristo encontramos, en el libro de los Proverbios, estas misteriosas palabras: La Sabiduría ha edificado una casa, ha labrado sus siete columnas, ha hecho su matanza, ha mezclado su vino, ha aderezado también su mesa. Ha mandado a sus criadas y anuncia en lo alto de las colinas de la ciudad: 'Si alguno es simple, véngase acá'. Y al falto de juicio le dice: 'Venid y comed de mi pan, bebed del vino que he mezclado: dejaos de simplezas y viviréis, y dirigíos por los caminos de la inteligencia' (Pr 9, 1-6). La sabiduría eterna e increada de Dios, que es su Hijo único Jesucristo, ha edificado una “casa con siete columnas”, es decir, una morada perfecta e integral, que es la Iglesia con sus siete sacramentos, y en ella nos invita a un banquete para darnos “su pan y su vino”, es decir, el Cuerpo y la Sangre de Cristo, con los que “se adquiere inteligencia”, es decir, se comprende la verdadera dimensión de nuestra vocación humana: sentarnos a la mesa misma de la Santísima Trinidad. Ese banquete es la Eucaristía.

La misa es, a la vez e inseparablemente, el memorial sacrificial en que se perpetúa el sacrificio de la cruz, y el banquete sagrado de la comunión en el Cuerpo y la Sangre del Señor. Pero la celebración del sacrificio eucarístico está totalmente orientada hacia la unión íntima de los fieles con Cristo por medio de la comunión. Comulgar es recibir a Cristo mismo que se ofrece por nosotros (C 1382), cumpliendo así las palabras del Señor: tomad y comed...tomad y bebed. El altar, en torno al cual se reúne la Iglesia en la celebración eucarística, expresa los dos aspectos de este mismo misterio: es el altar del sacrificio y la mesa del banquete (C 1383).

El Señor nos dirige una invitación urgente a recibirle en el sacramento de la Eucaristía: “En verdad, en verdad os digo: si no coméis de la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros” (Jn 6, 53) (C 1384). Para responder a esta invitación, debemos prepararnos convenientemente, según nos exhorta el apóstol: Quien coma el pan o beba el cáliz del Señor indignamente, será reo del Cuerpo y de la Sangre del Señor. Examínese, pues, cada cual, y coma entonces del pan y beba del cáliz. Pues quien come y bebe sin discernir el Cuerpo, come y bebe su propio castigo (1Co 11, 27-29). Por eso quien tiene conciencia de estar en pecado grave debe recibir el sacramento de la Reconciliación antes de acercarse a comulgar (C 1385-1386).

Y como al unirnos a Cristo nos unimos a todos los que forman parte de su Cuerpo, que es la Iglesia, la Eucaristía hace la Iglesia y la comunión renueva, fortifica y profundiza en nosotros la incorporación a la Iglesia que recibimos en el bautismo: El cáliz de bendición que bendecimos ¿no es acaso comunión con la sangre de Cristo? Y el pan que partimos ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo? Porque aun siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan (1Co 10, 16-17). Por eso la celebración de la Eucaristía entraña un compromiso de solidaridad en favor de los pobres, en quienes habita el mismo Cristo que recibimos en la sagrada comunión. De lo contrario se desvirtúa la celebración según las palabras de san Pablo: Cuando os reunís, pues, en común, eso ya no es comer la cena del Señor; porque cada uno come primero su propia cena, y mientras uno pasa hambre, otro se embriaga (1Co 11, 20-21).