1. El juicio particular.
Está establecido que los hombres mueran una sola vez, y luego el juicio (Hb 9,27). La muerte pone fin a la vida del hombre como tiempo abierto a la aceptación o rechazo de la gracia divina manifestada en Cristo (cfr. 2Tm 1,9-10). El Nuevo Testamento habla del juicio precisamente en la perspectiva del encuentro final con Cristo en su segunda venida; pero también asegura reiteradamente la existencia de la retribución inmediata después de la muerte de cada uno, como consecuencia de sus obras y de su fe. La parábola del pobre Lázaro (Lc 16,22) y la palabra de Cristo en la cruz al buen ladrón (Lc 23,43), hablan de un último destino del alma, alcanzado con el hecho de morir. Por eso la Iglesia enseña que cada hombre, después de morir, recibe en su alma inmortal su retribución eterna en un juicio particular que refiere su vida a Cristo, bien a través de una purificación (purgatorio), bien para entrar inmediatamente en la bienaventuranza del cielo (cielo), bien para condenarse inmediatamente para siempre (infierno) (cfr. CAT 1021-1022).
2. La venida gloriosa del Señor.
El tiempo de la Iglesia y de la misión, que se inicia con la ascensión del Señor, terminará con su venida gloriosa o parusía: Galileos, ¿qué hacéis ahí mirando al cielo? Éste que os ha sido llevado, este mismo Jesús, vendrá así tal como le habéis visto subir al cielo (Hch 1,11). Esta venida de Jesús no acontecerá en la humildad de la carne, como en su encarnación, ni tampoco bajo los velos del sacramento, de la palabra y del prójimo, como en el tiempo de la historia, sino de manera gloriosa: Verán al Hijo del hombre venir sobre las nubes del cielo con gran poder y gloria (Mt 24,30). En la parusía el Señor consumará la obra de salvación iniciada con su encarnación, muerte y resurrección, llevándola a su plenitud total.