1. “Espíritu”: la presencia invisible de Dios.
Con bastante frecuencia hablamos del “espíritu” de un tratado, de una obra, de una institución, de un partido político, de un grupo humano etc. y con ello queremos designar algo que, aunque no es materialmente localizable, sin embargo está realmente presente en el todo, en el conjunto de ese ser, de tal manera que lo penetra por completo y lo caracteriza, confiriéndole su “tono”, su “estilo”, su “aire” peculiar.
“Espíritu” traduce precisamente la palabra hebrea “ruah” que significa tempestad, viento, agitación, pero también respiración, aliento, hálito de vida y también, finalmente, sentido, reflexión interna, sentimiento. Lo que une todos estos significados es la idea de una fuerza motriz que no es visible sin más (y, en este sentido, posee en sí algo de misterioso), pero que se puede sentir y experimentar, y cuyos efectos se pueden describir. Por lo demás, el hilo conductor que une todos los significados de esta palabra es su relación con la vida: decir espíritu es decir vida, fuerza vital: les retiras el aliento y expiran y vuelven a ser polvo; envías tu aliento y los creas (Salmos 103, 29-30).
El aliento, la respiración es, para un ser vivo, algo mucho más vital incluso que el alimento, algo que se confunde casi con el hecho mismo de existir, de vivir, de ser. Decir, por lo tanto, “el Espíritu de Dios” es como decir la vida misma de Dios, el aliento de Dios, la presencia, el ritmo, el estilo de Dios. Esa presencia, ese hálito, ese ritmo son los que hacen posible el ser del universo entero frente al caos y la confusión: la tierra era caos y confusión y oscuridad por encima del abismo, y el aliento de Dios se cernía sobre la faz de las aguas (Génesis 1,2), dando cohesión a toda la creación y recogiendo todas las aspiraciones de la historia: porque el espíritu del Señor llena la tierra y él, que todo lo mantiene unido, tiene conocimiento de toda palabra (Sabiduría 1, 7).