IV Domingo del Tiempo Ordinario

15 de agosto 

30 de enero de 2022

(Ciclo C - Año par)





  • Te constituí profeta de las naciones (Jer 1, 4-5. 17-19)
  • Mi boca contará tu salvación, Señor (Sal 70)
  • Quedan la fe, la esperanza y el amor. La más grande es el amor (1 Cor 12, 31-13, 13)
  • Jesús, como Elías y Eliseo, no solo es enviado a los judíos (Lc 4, 21-30)
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El evangelio que acabamos de escuchar pone de relieve una de las constantes que acompañará la vida terrena de Jesús y el anuncio del Evangelio hasta que Él vuelva. Se trata de la lucha entre la idea que los hombres tenemos de Dios y la verdad de Dios. Se trata de la aceptación de la libertad de Dios.

¿No es éste el hijo de José?”, se preguntan sus paisanos de Nazaret después de haberse “admirado de las palabras de gracia que salían de sus labios”. Detrás de esta pregunta retórica se esconde un drama: que ellos tienen una idea preconcebida de Dios, de su manera de ser y de actuar, y que a causa de esa idea suya no pueden creer que Jesús sea verdaderamente el enviado de Dios, aquel en quien se cumple el anuncio del profeta Isaías. Jesús no encuentra fe en sus paisanos; lo que encuentra es una especie de curiosidad socarrona:

Haz también aquí en tu tierra lo que hemos oído que has hecho en Cafarnaúm”. Ellos quieren que Jesús haga milagros como los ha hecho en otra ciudad, pero no le ofrecen la fe que es necesaria para que Dios obre milagros, pues los milagros sólo tienen sentido en relación a la fe (para suscitarla o para afianzarla). Subyace también aquí una especie de reproche por no haber distinguido a su ciudad empezando en ella los milagros; es como si pensaran que, por ser paisanos suyos, tiene “derecho” a que Él los distinga. Así somos los hombres: para nosotros cualquier cosa se convierte en un pretexto para pretender “tener derechos” sobre Dios; y si Dios no satisface estos supuestos derechos, nos situamos ante Él como “marquesas ofendidas”, como si Él nos debiera algo y no nos lo pagara.

Frente a ellos Jesús afirma la libertad de Dios. Para ello les recuerda que ya en el pasado Dios manifestó que era sumamente libre al elegir a una viuda de Sarepta y a un sirio (Naamán), es decir, a dos personas que no pertenecían al pueblo de Israel para beneficiarlos con sendos milagros. La tentación del pueblo de Israel es la de creer que, puesto que Dios ha hecho alianza con él, “Dios es suyo”, que posee una especie de exclusiva sobre el amor y la acción salvadora del Señor. Y sin embargo Dios es libre y puede hacer con “lo suyo”, es decir, con su gracia, con su amor, lo que Él quiera: Dios hace gracia a quien quiere (Rm 9,13: “Amé a Jacob y odié a Esaú”). Y al obrar así Dios no ofende para nada a su pueblo, según explicará Jesús en la parábola de los obreros de la viña, contratados a horas diferentes: “Amigo, no te hago ninguna injusticia (…) ¿Es que no puedo hacer con lo mío lo que quiero?” (Mt 20,13.15). Estos dos episodios muestran, además, que Dios ama también a los gentiles y que su acción salvadora se va a extender también a ellos, como el propio Jesús dirá explícitamente a los discípulos, después de su resurrección: “Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes” (Mt 28,19).

Pero Jesús se abrió paso entre ellos y se alejaba”. La afirmación contundente de la libertad de Dios provocó la ira de los habitantes de Nazaret: no pudieron soportar que Dios fuera libre y que pudiera haber elegido a un paisano suyo, a sus ojos “el hijo de José”, como al Mesías de su esperanza y que encima hubiera empezado sus signos prodigiosos en otro lugar; no pudieron soportar que Dios no fuera como ellos se lo habían imaginado. Así somos los hombres. Reivindicamos nuestra libertad por encima de todo, pero negamos esa libertad a Dios: Dios tiene que actuar como nosotros pensamos y si no lo hace así, nos encolerizamos contra Él. Y entonces ocurre lo peor, pues cuando no aceptamos la libertad de Dios, cuando no dejamos a Dios ser Dios, Jesús se aleja de nosotros.

Si queremos que Dios esté con nosotros hemos de aceptar la libertad de Dios y hemos de renunciar a la orgullosa y estúpida pretensión de decirle a Dios lo que tiene que hacer. Pues a ninguno de nosotros se nos habría ocurrido la Cruz para salvar al mundo. “Porque no son mis pensamientos vuestros pensamientos, ni vuestros caminos son mis caminos –oráculo de Yahveh” (Is 55,8). Hemos de aceptar la diferencia infinita que hay entre Dios y nosotros y dejar a Dios ser Dios, respetando su libertad, permitiéndole elegir a quien quiera y repartir sus dones como Él quiera. Para que Cristo no se aleje de nosotros.