II Domingo del Tiempo Ordinario

15 de agosto 

16 de enero de 2022

(Ciclo C - Año par)





  • Se regocija el marido con su esposa ( Is 62, 1-5)
  • Contad las maravillas del Señor a todas las naciones (Sal 95)
  • El mismo y único Espíritu reparte a cada uno en particular como él quiere (1 Cor 12, 4-11)
  • Este fue el primero de los signos que Jesús realizó en Caná de Galilea (Jn 2, 1-11)
  • Homilía: pulsar aquí para leer la homilía en formato pdf

El Evangelio de hoy nos narra, queridos hermanos, cómo Jesús convirtió unos seiscientos litros de agua en vino de la mejor calidad. Una fiesta de bodas duraba en Israel toda una semana. Iba acompañada de música y de juerga, de bailes y de cantos. Eran proverbiales el júbilo y el gozo, el buen humor y la alegría. Como en toda fiesta no podía faltar el vino “que alegra el corazón del hombre” (Sal 104; Jue 9,13): el vino es sinónimo de alegría. Si llegara a faltar el vino toda esa alegría se convertiría en un bochorno y en una vergüenza para los recién casados, que verían así amargamente estropeado un momento tan bello de su vida. Jesús va a salvar esa fiesta.

La intervención de la Virgen, “la madre de Jesús” como la llama siempre Juan, consiste en presentar a su Hijo la situación sin hacer ninguna petición. Esto debe hacernos reflexionar sobre nuestra manera de orar. María no pide nada, sencillamente presenta a su Hijo la situación, dejando en sus manos cualquier decisión, y confía en Él. Por eso dice a los criados: “haced lo que Él os diga”.

La respuesta de Jesús –“¿Qué quieres de mí, mujer? Todavía no ha llegado mi hora”- no supone ninguna descortesía ni ninguna “frialdad” entre Jesús y su madre, sino sencillamente la afirmación de que Jesús no actúa en base a las necesidades de los hombres, sino en base a lo que el Padre del cielo le indica. La “hora” de Jesús, determinada por el Padre del cielo, es el momento de su crucifixión/glorificación, donde los hombres comprenderán verdaderamente quién es Jesús: “Y yo cuando sea elevado de la tierra, atraeré a todos hacia mí” (Jn 12,32). En efecto, cuando Jesús murió “al ver el centurión, que estaba frente a él, que había expirado de esa manera, dijo: ‘Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios’” (Mc 15,39).

La respuesta de Jesús subraya que él toma sus distancias, cada vez que se le dirigen peticiones, aunque después acceda a ellas y las atienda (“Si no veis señales y prodigios, no creéis” (Jn 4,48), le dirá al funcionario real en Caná, cuando haga su segundo “signo”) porque Él no puede dejarse guiar simplemente por las necesidades humanas, sino que ha de seguir la voluntad del Padre. Jesús no ha venido a solucionar todas las necesidades de los hombres ni ha fundado la Iglesia para ello. La Iglesia no es una “super ONG”: su finalidad no es resolver los problemas humanos, sino ofrecer a Cristo a los hombres y lo que Cristo ha venido a traer: la vida divina, la vida eterna, la “esperanza de la gloria” (Col 1,27).

Por eso el evangelista llama signos a los milagros que hace Jesús. Un signo no tiene significado en sí mismo, sino que apunta a algo distinto y debe conducir a ello. Quien se queda sólo en el signo, pierde su significado. Por eso escribe San Juan: “Así, en Caná de Galilea, Jesús comenzó sus signos, manifestó su gloria y creció la fe de sus discípulos en él” (2,11). Tres palabras claves hay aquí: signo, gloria y fe. Los signos –los milagros- aunque resuelvan situaciones humanas no son hechos para ello sino para manifestar la gloria de Jesús, es decir, su identidad profunda, su verdadero ser –el ser el “Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad” (Jn 1,14). Y esta revelación de la gloria de Jesús tiene como finalidad la fe, el suscitar o afianzar la fe en Él, porque es la fe la que nos obtiene la salvación, por la que recibimos vida eterna: “Pues habéis sido salvados por la gracia mediante la fe” (Ef 2,8).

El significado último de este primer signo realizado en una fiesta de bodas es precisamente el recordarnos que el encuentro de Cristo con la humanidad ha sido querido por Dios como un encuentro nupcial; que Él, Cristo, es el Esposo del que habló proféticamente el Cantar de los cantares, y que la humanidad es la Esposa que Él ha venido a desposar; que vivir el cristianismo es vivir una realidad nupcial, como escribe San Pablo: “Pues os tengo desposados con un solo esposo para presentaros cual casta virgen a Cristo” (2Co 11,2). Y San Agustín afirma que “el seno de la Virgen María fue como el lecho nupcial donde se hizo cabeza de la Iglesia, y de allí salió como el Esposo de su tálamo”. Por eso la vivencia correcta, verdadera, del cristianismo es una vivencia nupcial, llena de gozo y alegría, porque el cristianismo es el cumplimiento de lo que Isaías profetizó y hemos escuchado en la primera lectura de hoy: “Como un joven se casa con su novia, así te desposa el que te construyó; la alegría que encuentra el marido con su esposa, la encontrará tu Dios contigo” (Is 62,5).

El verdadero desafío que tiene planteado la Iglesia es el de ser la Esposa fiel y enamorada de su único Señor, que es Cristo. El amarlo tanto como para aceptar su oprobio y seguirlo hasta la cruz (Jn 19,25). Que el Señor nos conceda a cada uno de nosotros un alma de esposa fiel y siempre enamorada de Cristo; para que lo sigamos hasta el pie de la cruz. Amén.