III Domingo del Tiempo Ordinario

15 de agosto 

23 de enero de 2022

(Ciclo C - Año par)





  • Leyeron el libro de la Ley, explicando su sentido (Neh 8, 2-4a. 5-6. 8-10)
  • Tus palabras, Señor, son espíritu y vida (Sal 18)
  • Vosotros sois el cuerpo de Cristo, y cada uno es un miembro (1 Cor 12, 12-30)
  • Hoy se ha cumplido esta Escritura (Lc 1, 1-4; 4, 14-21)
  • Homilía: pulsar aquí para leer la homilía en formato pdf

“Toda la sinagoga tenía los ojos fijos en él”. Comentando este pasaje del Evangelio, Orígenes (185-253) escribe: “También ahora, si vosotros queréis, en nuestra sinagoga, en nuestra asamblea podéis fijar los ojos en el Salvador. Cuando diriges la mirada más profunda de tu corazón hacia la contemplación de la Sabiduría, de la Verdad y del Hijo único de Dios, tienes los ojos fijos en Jesús. Bienaventurada la asamblea que tiene los ojos fijos en Él. Quisiera que en esta asamblea todos, catecúmenos y fieles, mujeres, varones y niños, tengan los ojos, no los del cuerpo sino los del alma, ocupados en mirar a Jesús. Pues cuando le miráis, su luz y su destello iluminan vuestros rostros con mayor resplandor”. Yo también deseo eso mismo para vosotros y se lo pido al Señor.

Para eso venimos a celebrar la Eucaristía cada domingo, para encontrarnos con Él. Porque Cristo está aquí y ahora presente en medio de nosotros tal como explica el Concilio Vaticano II: “Está presente en el sacrifico de la misa, sea en la persona del ministro (…) sea  sobre todo bajo las especies eucarísticas. Está presente con su fuerza en los sacramentos, de modo que, cuando alguien bautiza, es Cristo quien bautiza. Está presente en su palabra, pues cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura, es Él quien habla. Está presente, por último, cuando la Iglesia suplica y canta salmos, el mismo que prometió: Donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos (Mt 18,20)” (Sacrosanctum concilium 7).

Cristo está aquí y ahora presente y se apropia las palabras del profeta Isaías en las que se describe su misión liberadora y nos dice, como dijo en Nazaret: “Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír”. El alcance de este “hoy” rebasa la duración de aquel sábado en Nazaret y se extiende hasta la segunda venida de Cristo. Vivimos en este “hoy” en el que Cristo realiza, da cumplimiento, a las promesas hechas a los Padres. Cristo está aquí y ahora dando “la Buena noticia a los pobres, anunciando a los cautivos la libertad y a los ciegos la vista, liberando a los oprimidos y anunciando el año de gracia del Señor”. Cristo con su muerte en la cruz alcanza para nosotros ese “año de gracia del Señor” en el que somos lavados de todo pecado y hechos partícipes de la naturaleza divina por la comunión del Espíritu Santo, como escribe San Cirilo de Alejandría (+ 444).

El bautismo inicia en nosotros esta obra de salvación, liberándonos de la esclavitud del pecado y dándonos la posibilidad de vivir de otra manera, bajo otra “ley” que no sea la ley del pecado sino la “ley de Cristo” (Ga 6,2), que es la ley que el Espíritu Santo escribe en nuestros corazones. Eso va haciendo de nosotros hombres nuevos, que viven de otra manera, porque para ellos los criterios determinantes de su obrar no son los socialmente vigentes sino los criterios de Cristo: “nosotros tenemos la mente de Cristo” (1Co 2,16).

El lugar donde todo eso acontece es la Iglesia. En ella lo que es determinante para el mundo pierde su relevancia y se hace posible una forma de unidad que es impensable para el mundo: todos nosotros, judíos y griegos, esclavos y libres, hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu (cf. 1Co 12, 12-13). Porque en la Iglesia lo determinante no es ni la raza, ni la lengua, ni la filiación cultural, ni la opción política, ni la condición económica, ni el status social, sino la pertenencia a Cristo, el reconocimiento de Cristo como nuestro único Señor, la participación en su ser de Hijo del Padre y la recepción del Espíritu Santo. La unidad que Cristo crea entre nosotros no es uniformidad -cada miembro del cuerpo es distinto- sino comunión; su fuente no es ningún partido político sino el Espíritu Santo.

Y esto llena el corazón de alegría: “No estéis tristes, pues el gozo en el Señor es vuestra fortaleza”, se nos ha dicho en la 1ª lectura (Ne 8, 10). La diferencia entre el judaísmo y el cristianismo consiste precisamente en que el judaísmo espera todavía la venida del Mesías y su esperanza apunta a un futuro incumplido. En cambio nosotros creemos que el Mesías ya ha venido y está presente, y que ha iniciado ya su obra de salvación, aunque todavía no la haya llevado a su plenitud (cosa que hará en su segunda venida o venida gloriosa). Por eso para nosotros, a pesar de las imperfecciones y de los dolores de la realidad presente es posible la alegría, ya que vivimos esos dolores y esas imperfecciones en compañía de Cristo, acompañados por Él. Él está junto a nosotros bajo el peso de todas las cruces que tenemos que llevar y su presencia las transfigura y llena nuestro corazón de alegría.

 En estos tiempos en que sentimos tan a menudo la hostilidad del mundo hacia nosotros el verdadero desafío es vivir la unidad que Cristo crea entre nosotros y la alegría que el Espíritu Santo nos da. Que el Señor nos lo conceda. Amén.