XX Domingo del Tiempo Ordinario

15 de agosto 

20 de agosto de 2023

(Ciclo A - Año impar)





  • A los extranjeros los traeré a mi monte santo (Is 56, 1. 6-7)
  • Oh, Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben (Sal 66)
  • Los dones y la llamada de Dios son irrevocables para Israel (Rom 11, 13-15. 29-32)
  • Mujer, qué grande es tu fe (Mt 15, 21-28)
  • Homilía: pulsar aquí para leer la homilía en formato pdf

El Evangelio de hoy, queridos hermanos, transcurre en la región de Tiro y Sidón, por lo tanto fuera de los límites de Israel. Es un detalle importante porque la protagonista de este episodio es una mujer cananea, es decir, no-judía, no perteneciente al pueblo de Israel. Y el tema de fondo que, sin ser nombrado, está presente en todo este episodio es el de la salvación de los que no pertenecen al pueblo de Israel, el de la salvación de los gentiles, de los paganos: ¿Tienen o no tienen acceso a la salvación? Y si lo tienen, ¿en qué condiciones?

De entrada llama la atención que el Señor responda con su silencio a los angustiosos gritos de una madre que pide compasión para su hija. Hay como una aparente indiferencia de Jesús que contrasta con el interés de los discípulos que le dicen al Señor que la atienda. Aunque, todo hay que decirlo, este interés está motivado por el hecho de que los gritos de la mujer les molestan: “Atiéndela, que viene detrás gritando”. Parece que los discípulos son muy misericordiosos, pero en realidad lo que quieren es acabar con aquella molestia: quieren sacársela de encima.

La respuesta del Señor -“sólo me han enviado a las ovejas descarriadas de Israel”- muestra, en primer lugar, que Cristo no es dueño de su misión, que no hace lo que él quiere sino lo que el Padre del cielo y el Espíritu Santo le indican. Jesús es un “trabajador por cuenta ajena”, que ha venido a realizar el designio de amor que la Santísima Trinidad ha acordado. Ese designio comporta “reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos” (Jn 11, 52), tal como había anunciado el profeta Ezequiel (Ez 36, 24). Por eso el Señor centra su misión en el pueblo de Israel, lo cual no significa en modo alguno “reducir” la salvación de Dios a las dimensiones de un “pequeño pueblo”, porque en la perspectiva de Jesús, que es la de los profetas, tan pronto como Israel sea fiel a su verdadera vocación, se producirá la “peregrinación de las naciones hacia él”, atraídas por la belleza de de la salvación operada por Dios en él (Z 8, 23). Por eso Jesús, que más adelante enviará a sus discípulos al mundo entero a proclamar el Evangelio (Mc 16, 15), ahora se centra con toda naturalidad en Israel, porque sabe que lo demás vendrá como consecuencia.

La mujer insiste en su súplica y consigue alcanzar a Jesús, postrarse de rodillas ante él y pedirle: “Señor socórreme”. La respuesta de Jesús no está exenta de una cierta crudeza: “No está bien echar a los perros el pan de los hijos”. Con esta respuesta Jesús reitera que su misión se ciñe al pueblo de Israel. Y la grandeza espiritual de esta mujer reside en lo que ella respondió a Jesús: “Tienes razón, Señor”. Estas palabras indican que ella acepta el plan de Dios sin criticarlo y que suplica misericordia: “pero también los perros se comen las migajas que caen de la mesa de los amos”. La mujer cree que Dios es sobreabundante en su misericordia y que de su designio de salvación hay “migajas” que rebosan y suplica humildemente beneficiarse de ellas. Entonces el Señor se rindió, porque lo que abre las compuertas de la misericordia es la aceptación humilde de la verdad. Y esta mujer la tuvo.

Ahora ya tenemos la respuesta a la cuestión de la salvación de los gentiles: todo hombre puede alcanzar la salvación con tal de que tenga fe. Y fe significa adhesión al plan de Dios, aunque ese plan no me guste o me coloque en una situación desfavorable. Porque la fe sabe que Dios es Bondad y que busca siempre el bien de los hombres. Que en todas las situaciones de perplejidad, de duda, de desconcierto, que podamos encontrar a lo largo de nuestra vida, digamos siempre, como esta mujer: “Tienes razón, Señor” y que luego supliquemos confiadamente su misericordia. Así alcanzaremos la salvación de Dios.