Transfiguración del Señor

15 de agosto 

6 de agosto de 2023

(Ciclo A - Año impar)





  • Su vestido era blanco como nieve (Dan 7, 9-10. 13-14)
  • El Señor reina, Altísimo sobre toda la tierra (Sal 96)
  • Esta voz del cielo es la que oímos (2 Pe 1, 16-19)
  • Su rostro resplandecía como el sol (Mt 17, 1-9)
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La transfiguración del Señor que celebramos hoy es como un símbolo de lo que es la vida cristina: un camino cuesta arriba –la subida a una montaña alta- y una transformación luminosa de nuestro propio ser. Pues el cristianismo, como explica san Pablo, afirma que somos “ciudadanos del cielo” de donde esperamos un salvador, nuestro Señor Jesucristo, que “transformará nuestra condición humilde según el modelo de su condición gloriosa, con esa energía que posee para sometérselo todo”. Se trata, por lo tanto, de una transformación ontológica de nuestro ser, al hacernos, como explica san Pedro, “partícipes de la naturaleza divina”. El evangelio de hoy es como una visión anticipada del término hacia el cual caminamos.

Se transfiguró delante de ellos. La transfiguración no fue un cambio de la naturaleza de Jesús, sino una revelación de su verdadera naturaleza, de su identidad más profunda. La figura familiar y el aspecto habitual de Jesús se transforman ante sus ojos y ellos caen en la cuenta de que su aspecto habitual terreno-humano no expresa toda su realidad, toman conciencia de que él no está encerrado en los límites de la realidad terrena. Lo mismo indica el “blanco deslumbrador” de sus vestidos, que simboliza el mundo divino, la esfera de la luz esplendorosa de la majestad divina (cf. Mc 16,5; Ap 3,5), porque “Dios es luz sin tiniebla alguna” (1Jn 1, 5).

Se les aparecieron Elías y Moisés hablando con Jesús. No sólo son trascendidos los límites de la realidad terrena, sino que son superados también los confines del tiempo. Moisés y Elías simbolizan la Ley y los Profetas, es decir, la totalidad de las Escrituras del pueblo de Israel. Al hablar familiarmente con Jesús están testimoniando que todo lo que ellos dijeron e hicieron converge en Él, como dirá el propio Señor en otra ocasión: “Escudriñad las Escrituras (…) ellas dan testimonio de mí” (Jn 5,39). Su presencia indica que Jesús no es una especie de meteorito divino bajado de manera abrupta a la historia humana, sino que Jesús está inserto en la historia de Israel como Aquel que la culmina y la lleva a plenitud todo el Antiguo Testamento.

Se formó una nube que los cubrió. La nube es un símbolo de la proximidad, cercanía y presencia de Dios hacia su pueblo, como se vio en la travesía del desierto, donde una nube los protegía del sol y les indicaba el camino, haciéndose columna de fuego durante la noche, para que pudiesen marchar de día y de noche (Ex 13,21). “Entrar en la nube” significa entrar en la intimidad con Dios, como se dice de Moisés (Ex 24,18). Y desde dentro de la nube surgió la voz que dijo:

Éste es mi Hijo amado; escuchadlo. Dios proclama a Jesús su “Hijo amado”. Moisés y Elías son los más grandes entre sus servidores, pero Jesús es su Hijo amado (cf. Mc 12,2-6). Frente a Dios, Jesús no se encuentra simplemente en una condición de siervo, sino en una relación de origen y de igualdad de naturaleza, como sucede en la relación entre padre e hijo. La relación entre Dios y Jesús es una relación de amor, con la intimidad y la confianza propia del amor. ¿Qué es lo que hay que escuchar? Que, como dice el prefacio de la misa de hoy, “la pasión es el camino de la resurrección”, es decir, que la gloria está unida a la cruz.

La vida cristiana, queridos hermanos, es una transfiguración en la que nos vamos volviendo cada vez más luminosos, a imagen del Señor: “Mas todos nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, nos vamos transformando en esa misma imagen cada vez más gloriosos: así es como actúa el Señor, que es Espíritu” (2Co 3,18). El Señor nos llama a dejarnos transfigurar por Él en todos los aspectos de nuestra vida: en el trabajo y en el descanso, en nuestro uso del dinero y del tiempo libre, en nuestra manera de vivir la amistad y de vivir los conflictos, en nuestro modo de gozar la salud y de padecer la enfermedad, para que Su belleza resplandezca a través de nuestra vida y los hombres puedan comprender que, con Cristo y por Él, la grandeza del don que Él nos ofrece.

Cada domingo, en la Eucaristía, Cristo viene a nosotros y se nos da en la humildad del pan consagrado, del cuerpo de Cristo. Él quiere así alcanzarnos, “tocarnos”, para que su energía nos vaya transfigurando, vaya desarrollando en nosotros la condición celeste y nos vaya así preparando para ser ciudadanos del cielo.