Dios uno y trino



1. El carácter personal de Dios.

Cuando el hombre dice “Dios” no emplea una palabra como las demás palabras que designan los distintos objetos de su experiencia. Pues con esta misteriosa palabra denomina un ser todavía más misterioso y enigmático, un ser que, propiamente hablando, no es un ser, sino el fundamento último de todo ser, de toda realidad, que no necesita a su vez de ningún otro fundamento, puesto que es él mismo quien todo lo sustenta y rige. “Dios” designa, pues, la realidad que todo lo abarca, que todo lo sostiene y todo lo determina, la realidad englobante de todos los seres y de todos los acontecimientos de la historia humana, pues en él vivimos, nos movemos y existimos, según proclamó San Pablo en el Areópago de Atenas (Hechos 17,28). “Dios” significa también el bien supremo en el que participan todos los bienes finitos y que es su base, así como el último fin que dirige y ordena todas las cosas. Por todo ello “Dios” no es nunca, para el hombre, una realidad más, ni tan siquiera una realidad superior a las demás realidades, sino más bien la respuesta a la pregunta latente en todas las preguntas, es decir, la respuesta a la pregunta sobre el fundamento y el sentido últimos del hombre y del mundo.

Cuando el hombre ha intentado pensar el ser de este fundamento, tan distinto y superior al ser de todas las criaturas, lo ha concebido siempre como esencia inmutable, como necesidad intrínseca de ser. Y así Dios ha sido pensado como el ser Infinito que, por ello mismo, nunca puede ser finito, o como el Absoluto que, por ello mismo, nunca puede ser relativo, o como el Uno que, por ello mismo, nunca puede ser múltiple, o como la coincidencia de los opuestos -caos o matriz originaria de todos los seres- que, por ello mismo, no puede identificarse con el mundo de las formas diferenciadas. La filosofía, la gnosis y la mayor parte de las religiones coinciden en pensar a Dios como Necesidad, de tal manera que todas ellas suscribirían, en principio, la afirmación de que Dios no puede dejar de ser Dios, es decir, de que Dios está condenado a seguir la férrea Necesidad que le prescribe su naturaleza de Dios.

Frente a esta concepción común de la humanidad, contrasta la experiencia de Israel que es, ante todo, la experiencia del carácter personal de Dios. Israel no ha filosofado, no ha intentado aferrar en ningún modo el ser de Dios, porque antes de poderlo hacer ha sido él mismo aferrado por Dios. La primera verdad que Israel ha aprendido ha sido la del Tú divino, la del carácter personal, inaferrable de Dios, la de la libertad soberana de Dios, en base a la cual él -Israel- ha sido sometido a duras experiencias. El carácter personal de Dios se manifiesta, en la Biblia, en el hecho de que Dios habla en primera persona: Yo soy el Señor tu Dios que te saqué de Egipto (Éxodo 20,2). Yo soy Dios y no hay otro; no hay otro Dios como yo. De antemano yo anuncio el futuro, por adelantado lo que aún no ha sucedido. Digo: mi designio se cumplirá, mi voluntad la realizo (Isaías 46,9-10). Por eso, porque Dios dice de sí mismo “yo”, el hombre puede hablarle diciéndole “tú”: Yo te invoco porque tú me respondes, Dios mío (Salmos 16,6). Desde lo hondo a ti grito, Señor (Salmos 129,1). De este modo las leyes fundamentales que rigen el mundo y la historia no son las leyes cosmológicas o sociales, sino las del diálogo, siempre misterioso, instaurado entre la libertad divina y la libertad humana, diálogo en el que la palabra del hombre es tomada con toda seriedad por Dios.

El carácter personal de Dios se puso singularmente de relieve en la revelación del Nombre divino que el Señor realizó a Moisés en la zarza ardiente: Dios dijo a Moisés: Soy el que soy; esto dirás a los israelitas: Yo soy me envía a vosotros (Éxodo 3,14). La revelación del nombre de Dios

-YAHVEH- es paradójica pues el Nombre así revelado, no es propiamente hablando un “nombre”, puesto que no ofrece ninguna descripción de la esencia de Dios. Tan sólo viene a decirnos que Dios es libre, que es Alguien y que la única manera de conocerlo es dejar que Él se manifieste. “Yo soy el que soy” o “Yo seré el que seré” (pues también se puede traducir así) expresan el rechazo divino a encerrarse en una idea que el hombre pueda manejar cómodamente: es la afirmación de la libertad divina, del carácter personal de Dios. Y del mismo modo que a las personas humanas sólo se las puede conocer a través del trato personal, así ocurrirá con Dios. La revelación del Nombre abre, así, un horizonte y una expectativa de conocimiento que culminará con Jesucristo, en quien Dios ha asumido nuestra finitud y nuestra temporalidad, sin dejar por ello de ser Dios, y nos ha revelado el insondable misterio del ser divino: la unitrinidad del único Dios verdadero, Padre, Hijo y Espíritu Santo.

La concepción personal de Dios distingue al cristianismo de las religiones orientales (hinduismo, budismo, taoísmo etc.). Mientras el cristianismo -como también el judaísmo y el islam- entienden el ser de Dios como eminentemente personal, y la relación con Él como una comunión interpersonal, las religiones orientales ven en la persona una limitación de la infinitud del Ser y conciben a Dios de manera no personal, y a la salvación como una fusión del hombre en el océano indiferenciado de la divinidad, en el Todo.

2. La unicidad de Dios.

La fe del Antiguo Testamento es fe en un solo y único Dios: Yo, Yahveh, soy tu Dios que te ha sacado del país de Egipto, de la casa de la servidumbre. No habrá para ti otros dioses delante de mí (Éxodo 20,2-3): sería como un insulto intolerable para el único Dios verdadero, el que los hombres que han experimentado su acción liberadora, se la atribuyeran a alguien más, distinto de Él, el Único. Por eso recuerda el Señor por medio del profeta Oseas: No hay más salvador que yo (13, 4). Esta fe en el único Dios se expresa en el célebre texto -el Shemá- que los judíos recitan varias veces al día: Escucha, Israel: Yahveh, nuestro Dios, es el único Yahveh. Amarás a Yahveh tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza (Deuteronomio 6,4-5). Esta fe es confirmada por Jesús cuando, a la pregunta sobre cuál es el primero de todos los mandamientos, responde con las palabras del Deuteronomio: Escucha Israel, el Señor nuestro Dios es el único Señor y amarás al Señor tu Dios... (Marcos 12,28-30). Así lo confirma el Nuevo Testamento en varios lugares: Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, por todos y en todos (Efesios 4,5-6).

3. El Dios uno y trino.

Los cristianos somos bautizados en “el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”. Como observa el Catecismo somos bautizados “en el nombre” y no “en los nombres”, porque no hay más que un solo Dios: el Padre todopoderoso, su único Hijo y el Espíritu Santo (nº 233). La revelación del Dios uno y trino constituye el núcleo fundamental de nuestra fe: el misterio de la Santísima Trinidad. En una cultura profundamente marcada por el desarrollo científico y tecnológico, la palabra “misterio” evoca un límite en la comprensión racional del mundo, que no se ha podido franquear. En el lenguaje cristiano, en cambio, “misterio” designa un límite, pero no por carencia, sino por sobreabundancia: una plenitud de luz y de sentido que excede, con mucho, las posibilidades de comprensión y de asimilación por parte del hombre, pero que sostiene, alimenta y nutre su mismo ser. De tal manera que no es la razón humana la que ilumina el misterio, sino el misterio quien ilumina y fecunda a la razón.

El misterio de la Santísima Trinidad constituye el misterio cumbre de toda la Revelación, puesto que gracias a él podemos conocer el ser íntimo de Dios; y al mismo tiempo es el misterio originario, la fuente de la que manan todos los demás misterios. Por él proclamamos la unidad de Dios, ya que no confesamos tres dioses sino un solo Dios en tres personas, cada una de las cuales es enteramente Dios; y al mismo tiempo la trinidad de Dios pues la Unidad divina es Trina: “Dios es único pero no solitario” (Catecismo 254). La liturgia de la Iglesia canta este misterio proclamando que el Padre, con el único Hijo y con el Espíritu Santo es un solo Dios, un solo Señor; no una sola Persona, sino tres Personas en una sola naturaleza (...) de modo que, al proclamar nuestra fe en la verdadera y eterna divinidad, adoramos tres Personas distintas, de única naturaleza e iguales en su dignidad (Prefacio de la solemnidad de la Santísima Trinidad).

La fe en la Santísima Trinidad diferencia al cristianismo tanto del judaísmo como del islam. Pues el judaísmo, desconociendo la Encarnación del Hijo, sólo puede concebir el testimonio del Único como diferencia, como separación, por medio de la observancia de la “Torah”, pero nunca como asunción transfiguradora del mundo y de la historia. El islam, por su parte, concibe la unidad de Dios de manera rígida y, por ello mismo, no vislumbra otra forma de construir la unidad humana que la de la imposición de la “saría”, de la ley coránica, frente a la cual la historia humana está desprovista de cualquier valor. Tan sólo la fe en la unitrinidad de Dios permite articular una forma de unidad en la que el desarrollo cultural de los hombres puede ser acogido y, transfigurado por el dinamismo pentecostal del Espíritu, y ofrecido así, con Cristo, en alabanza de gloria al Padre.