IV Domingo de Adviento

15 de agosto 


18 de diciembre de 2022

(Ciclo A - Año impar)




  • Mirad: la virgen está encinta (Is 7, 10-14)
  • Va a entrar el Señor; él es el Rey de la gloria (Sal 23)
  • Jesucristo, de la estirpe de David, Hijo de Dios (Rom 1, 1-7)
  • Jesús nacerá de María, desposada con José, hijo de David (Mt 1, 18-24)
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El evangelio de hoy nos prepara a la celebración de la Navidad poniendo ante nuestros ojos la figura luminosa de san José, y entregándonos, también, dos afirmaciones capitales sobre el niño que va a nacer.

De José se nos dicen fundamentalmente dos cosas. La primera es que José, era bueno (justo). Ser “justo”, ante Dios, no consiste en ser un hombre que reivindica sus derechos, que es “justiciero”; ser justo ante Dios es ser bondadoso. La bondad de José se manifiesta en el hecho de que, al percatarse de que María, su esposa, estaba esperando un hijo, “decidió repudiarla en secreto”, lo que significa que tomó la decisión de desaparecer él de su ciudad de Nazaret y permitir a María recorrer su propio camino, cargando él con la vergüenza de quedar como un esposo que no ha sido capaz de asumir su propia responsabilidad, y salvando así el honor -e incluso la vida, puesto que María hubiera podido ser acusada de adulterio y condenada a muerte- de su esposa María. José constata que su esposa ha entrado en un camino en el que él no tiene nada que ver, puesto que él no es el padre del niño que lleva en sus entrañas, y decide dejarla recorrer su propio camino. José es un hombre bueno porque quiere que María sea, aunque no sea para él. Y esa es la esencia del amor. La esencia del amor es el amor virginal, que es el amor que afirma al otro con un desprendimiento total, sin querer poseer al otro, sin pretender que el otro sea para uno mismo. El verdadero amor está lleno de desprendimiento: la pureza del amor consiste en el desprendimiento. Lo que “prepara el camino al Señor” y hace posible su venida entre los hombres es la bondad, es el amor virginal.

La segunda cosa que se nos dice de san José es la misión que José tiene que asumir en relación al hijo de María. En ella se le indica que él debe acoger en su casa a María, su mujer, y poner al niño que va a nacer el nombre de Jesús.  En el derecho y en la tradición judía, quien impone el nombre al niño es el padre. Con estas palabras se le está indicando a José, de parte de Dios, que él tiene que hacer de padre para ese niño, que él tiene que ser, aquí en la tierra, el reflejo, la “sombra”, podríamos decir, del único Padre que tiene Jesús, que es el Padre del cielo. Porque la paternidad, queridos hermanos, no es, ante todo, una cuestión de biología, de genética, sino una cuestión de corazón, de dedicación, de entrega, de amor. Padre es el que ayuda a crecer, a desarrollar el propio ser: todos los hombres tienen un “padre biológico”, pero muchos hombres no tienen un padre que les ayude a crecer, que les indique -ésa es la misión del padre- cuáles son los caminos que hay que seguir, porque son los caminos que hacen crecer, y cuáles son los que hay que evitar. San José fue el encargado por Dios de preparar al niño Jesús a la pasión y a la muerte en la cruz. Y cuando la Virgen María dirá al niño Jesús, doce años más tarde, “tu padre y yo te buscábamos angustiados” (Lc 2,48), declarará que la misión de José sobre Jesús es una misión verdaderamente paternal. No está mal recordar hoy en día estas cosas, puesto que la crisis espiritual que padecemos es, en buena parte, una crisis de paternidad.

A propósito de Cristo, es decir, del niño que va a nacer en Belén, se nos dicen también dos cosas. La primera de ellas es la revelación, que el ángel hace en sueños a José, de que el hijo que su esposa María lleva en su seno viene del Espíritu Santo. Con estas palabras se nos está diciendo que Cristo viene directamente del cielo, sin la mediación de ningún varón: Cristo es un puro don del cielo y no es, de ningún modo, el fruto o la obra del hombre. Eso significa, hermanos, que el cristianismo no es una religión como las demás religiones, que son esfuerzos humanos por acercarse a Dios, sino que en él la iniciativa no viene del hombre sino de Dios. Se nos está anunciando que con Cristo es la gracia de Dios la que va a aparecer ante los hombres, es el cielo quien baja a la tierra, es el buen pastor quien busca a la oveja perdida y no la oveja la que busca al pastor.

La segunda afirmación se refiere al nombre que el ángel indica a José para que se lo imponga al niño: le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de los pecados. El pueblo de Israel esperaba al Mesías, como un “hijo de David” que restauraría el reino de David, su padre, la soberanía de Israel  (Hch 1,6). Aquí se nos precisa que lo que este “hijo de David”, que es Jesús, va a hacer, no es una obra política sino espiritual: salvar a su pueblo de los pecados. Quienes esperen de él una obra política, acabarán gritando “crucifícale” (Mt 27,22), porque quedarán decepcionados. A Cristo nos hemos de acercar para recibir lo que él nos quiere dar: el perdón de los pecados.

Cuando José se despertó hizo lo que le había mandado el ángel del Señor y se llevó a casa a su mujer. San José no pronuncia, en todo el evangelio, ni una sola palabra. No es un hombre que habla, sino que obedece a Dios y hace lo que el Señor le pide. Que también nosotros seamos como él.