II Domingo de Adviento

15 de agosto

4 de diciembre de 2022

(Ciclo A - Año impar)





  • Juzgará a los pobres con justicia (Is 11, 1-10)
  • Que en sus días florezca la justicia y la paz abunde eternamente (Sal 71)
  • Cristo salva a todos los hombres (Rom 15, 4-9)
  • Convertíos, porque está cerca el reino de los cielos (Mt 3, 1-12)
  • Homilía: pulsar aquí para leer la homilía en formato pdf

“El Señor viene, el Señor está cerca” tal podría ser, en síntesis, el mensaje que la Palabra de Dios nos entrega hoy. El Evangelio nos lo dice a través de algunos detalles. Sólo del profeta Elías (2Re 1,8) y de Juan Bautista dice la Escritura que llevaban una correa de cuero a la cintura. Por su manera de vestir, Juan ha de ser reconocido como el Elías que vendría de nuevo, pero no para preparar la venida de otro profeta, sino la del mismo Dios, según lo anunciado por el profeta Malaquías: “He aquí que yo os envío al profeta Elías antes de que llegue el Día del Señor, grande y terrible” (Mal 3,23). El propio Señor dirá de Juan el Bautista: “Y, si queréis admitirlo, él es Elías, el que iba a venir” (Mt 11,14). Además, Juan bautiza en el Jordán, el río que el profeta Elías cruzó, junto con Eliseo, antes de ser ascendido en un carro de fuego al cielo, es decir, al encuentro directo e inmediato con el Señor (2Re 2,1-18).

El anuncio de la venida del Señor comporta el anuncio de que Él va a realizar un juicio, porque ha de quedar patente a los ojos de todos que no da lo mismo vivir de una manera que de otra, que no es igual a los ojos de Dios ser grano o ser paja: “Ya toca el hacha la  base de los árboles, y el árbol que no da buen fruto será talado y echado al fuego”; “él reunirá su trigo en el granero y quemará la paja en una hoguera que no se apaga”. “La obra de cada cual quedará al descubierto; la manifestará el Día que ha de revelarse por el fuego. Y la calidad de la obra de cada cual, la probará el fuego”, escribe san Pablo (1Co 3,13). Entonces se verá que no ha dado lo mismo vivir de un modo que de otro, construir sobre el verdadero cimiento, que es Jesucristo, que construir sobre otro cimiento, emplear unos materiales o emplear otros (1Co 3,10-11): “¡Mire cada cual cómo construye!”, sigue diciendo Pablo (1Co 3,10).

Y puesto que viene el Señor en persona dispuesto a realizar un juicio en el que valorará nuestra vida, una consecuencia se impone: “¡Convertíos, porque está cerca el reino de los cielos!”, grita Juan. Juan se enfada con los que quieren el rito (el bautismo) pero no quieren la conversión. Y el Evangelio nos dice que el rito solo -ni el de Juan ni el de Jesús- nos dará la salvación: hace falta “dar el fruto que pide la conversión”. Dios, que te creó sin ti, no puede salvarte sin ti”, afirma san Agustín: es imprescindible la colaboración de nuestra libertad. Y el primer gesto de una libertad que se convierte es la confesión de los pecados: “confesaban sus pecados y él los bautizaba en el Jordán”. La confesión de los pecados es el primer gesto de lucidez espiritual y el primer signo de que uno quiere convertirse. Por eso decimos los cristianos al inicio de la Eucaristía: “por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa”.

El problema de la conversión es que nuestra libertad no es capaz de realizarla con sus solas fuerzas: tan solo puede vislumbrar su necesidad, desearla, confesar su necesidad, pero no realizarla. Y aquí llega la Buena Noticia: el que viene, el Señor,  va a darnos un nuevo ser, una capacidad nueva, con la que sí podremos “dar el fruto que pide la conversión”: “Él os bautizará en Espíritu Santo y fuego”, es decir, Él creará en vosotros un nuevo ser, Él renovará vuestro ser purificándolo mediante el fuego del amor de Dios que Él trae: “He venido a arrojar un fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía que ya estuviera encendido!” (Lc 12,49) dirá el Señor. Ese fuego es el Espíritu Santo, el Espíritu Creador (Veni Creator Spiritus), que Cristo enviará desde el cielo y que aparecerá en forma de lenguas de fuego. Él sanará nuestra libertad, liberándola de la servidumbre de nuestras pasiones y nos dará un corazón nuevo y un espíritu nuevo. Y entonces sí, seremos trigo que Cristo almacenará en su granero. Por eso la plegaria propia del Adviento -¡Ven Señor Jesús”- debe ir precedida por la súplica del Espíritu Santo: “¡Ven, Espíritu Santo”!

Que durante este tiempo de Adviento oremos insistentemente diciendo: ¡Ven, Espíritu Santo!, ¡ven, Señor Jesús! Que así sea.