El noveno mandamiento

 


El noveno mandamiento ordena: No codiciarás la casa de tu prójimo, ni codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su siervo, ni su sierva, ni su buey, ni su asno, ni nada que sea de tu prójimo (Ex 20,17). La tradición catequética católica centra el noveno mandamiento en la prohibición de la “concupiscencia” -es decir de la codicia- de la carne, así como el décimo en la de la prohibición de la codicia del bien ajeno. El noveno mandamiento está recogido en la palabra del Señor: el que mira a una mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón (Mt 5,28).

1. El combate espiritual.

El hombre, como consecuencia del pecado original, está marcado por un conflicto antropológico que atraviesa su ser y afecta a todas sus relaciones, y que se manifiesta en la rebeldía de los diversos estratos y fuerzas impulsivas del ser del hombre, contra la orientación fundamental de la persona hacia Dios. San Pablo (Rm 7,14-25) lo tematiza hablando de la ley del pecado que habita en mí y el lenguaje teológico hablando de concupiscencia. La palabra “concupiscencia” designa, en -sentido etimológico, toda forma vehemente de deseo humano, y en sentido teológico, el desorden de las facultades morales del hombre que es consecuencia del primer pecado. La concupiscencia no es, en sí misma, un pecado, sino una situación antropológica y espiritual que inclina al hombre a cometer pecados (CAT 2515).

El conflicto antropológico no es un conflicto entre “cuerpo” y “alma”, sino entre lo que San Pablo llama la carne y el espíritu. La carne significa los deseos de la criatura pecadora, los planteamientos de vida hechos al margen de Dios. La carne no es el cuerpo, sino unas actitudes espirituales contrarias al Espíritu de Dios: las tendencias de la carne llevan al odio a Dios (Rm 8, 7). El espíritu, en cambio, designa una vida en la docilidad al Espíritu Santo (Rm 8,5-13). El conflicto espiritual que vive el hombre le sitúa ante el verdadero dilema que es el de desarrollar el homo animalis o el homo spiritualis, el dejar que sea Dios quien le conceda su identidad, su rostro, o el consentir que sea el demonio.

El noveno mandamiento no nos prohibe unos actos determinados, sino una actitud, un deseo, un movimiento del corazón humano, manifestado a través del deseo, de la vida impulsiva y pulsional del hombre: no codiciarás. De este modo nos recuerda la hondura del conflicto antropológico que nos habita y, por lo tanto, del combate espiritual que lo acompaña. Ello nos permite comprender que nuestra responsabilidad moral se extiende hasta el mundo pulsional que llevamos dentro, que abarca también la esfera del deseo, y que aunque no seamos directamente responsables de las manifestaciones espontáneas de nuestros impulsos, si lo somos de la respuesta espiritual que demos ante ellos.

2. La purificación del corazón.

El corazón designa, en la Biblia, el centro de la persona, su núcleo más íntimo, su yo más profundo. Por eso afirma el Señor que donde está tu tesoro allí está también tu corazón (Mt 6,21), de tal modo que el contenido del corazón define el ser del hombre, su “tesoro” -lo más querido- sus opciones más definitivas y, por ello mismo, más definitorias. Sólo Dios puede conocer el corazón, y por eso sólo Él puede juzgar correctamente al hombre: La mirada de Dios no es como la mirada del hombre, pues el hombre mira las apariencias, pero el Señor mira el corazón (1S 16,7). Por eso dice también el Señor: no juzguéis y no seréis juzgados (Mt 7,1)

El corazón es el lugar donde el hombre recibe la “visita” de Dios (y también la visita de otros “espíritus” que no son el Espíritu de Dios). El corazón es el hontanar del que brotan todos los actos y todas las opciones del hombre: no es lo que viene de fuera lo que mancha al hombre sino lo que sale de dentro... porque del corazón del hombre vienen los malos pensamientos... (Mc 7,15ss). Por eso el salmista ora: Señor, unifica mi corazón (Sal 86,11), a fin de que, estando todo él centrado en Dios, se unifique en el temor del Señor alcanzando así la sencillez de corazón (Col 3,22), la propia del hombre cuyo corazón está todo él unificado en torno a Dios.

El noveno mandamiento nos recuerda la necesaria purificación del corazón según la palabra del Señor bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán a Dios (Mt 5,8). Los limpios de corazón no son los que no tienen pecado, pues todos tenemos pecado, según la palabra del apóstol san Juan si decimos que no tenemos pecado nos engañamos y la verdad no está en nosotros (1Jn 1.8), sino aquellos cuya mirada interior está completamente centrada en Dios –ubi amor, ibi oculus- y, por ello, ya no se repliegan sobre sí mismos.

El corazón puro es el que vuelve su mirada hacia Dios, y se admira y se alegra de Él, de su existencia, de su santidad, y le da gracias por Él mismo. Y es tan grande su interés y su pasión por el ser mismo de Dios, que se olvida de sí mismo, que abandona todo su cuidado en Dios, también el cuidado de su propia perfección espiritual -descargad en Él todo vuestro agobio, que él se interesa por vosotros (1Pe 5,7)- porque ya lo único que le basta y que le colma es que Dios sea Dios. Y entonces Dios mismo es su santidad y su pureza. Quien está en esta actitud espiritual empieza, ya en esta vida, a “ver” a Dios, porque empieza ya a “ver” según Dios. Entonces la vida entera se transfigura y se llena de belleza, pues el que ve según Dios, cuyos ojos son demasiado puros para ver el mal (Ha 1,13), empieza a comprender que todo es puro (Rm 14,20) y que, muy por encima de todas las miserias humanas, resplandece y brilla la santidad de Dios, cuya gloria llena el cielo y la tierra (SI 18,2).

3. El combate por la pureza.

Llegar a esta pureza de corazón supone todo un trabajo espiritual, en la obediencia y disponibilidad incondicionales a la gracia que siempre precede, suscita, sostiene y culmina el esfuerzo del hombre. Este esfuerzo puede ser designado como “ascética”

La ascética significa que el hombre se domina a sí mismo. Para ello necesita conocer lo que en su propio interior es injusto, y atacarlo de manera efectiva. Tiene que ordenar sus instintos físicos y espirituales, lo cual no es posible sin dominarse a sí mismo. Tiene que educarse, poseyendo libremente lo que tiene y sacrificando lo que vale menos por lo más elevado. Debe luchar por la libertad y la salud de su interioridad; combatir la maquinaria de la propaganda, la ola de las sensaciones y el ruido en todas sus formas, que le asedian desde todos los horizontes. Debe educarse para la distancia, es decir, para la independencia del juicio, para resistir contra aquello que “se” dice, aspirando siempre a la verdad y buscándola con apasionamiento, sabiendo que esa verdad ha resplandecido en el rostro de Cristo, imagen de Dios invisible (Col 1,15). La calle, el tráfico, la prensa, la radio, el cine y la televisión, plantean tareas de educación de sí mismo, más aún, de la defensa más elemental de sí mismo, las cuales muchas veces no son ni siquiera percibidas, y mucho menos vistas con claridad y realizadas de manera efectiva.

Una de las verdades más vilipendiadas en nuestra cultura y que sin embargo el cristiano está llamado a vivir, es la del pudor. El pudor es el sentimiento que tiene la persona de no agotarse en sus expresiones y de estar amenazada en su ser por quien tome su existencia manifiesta por su existencia total. El pudor físico no significa que el cuerpo es impuro, sino que yo soy infinitamente más que este cuerpo mirado o tomado. El pudor de los sentimientos significa que cada uno de ellos me limita y me traiciona. Uno y otro expresan que no soy juguete de la naturaleza, ni del otro. No estoy avergonzado de ser esta desnudez o este personaje, sino de que parezca que no soy más que esto.

Hay un pudor del cuerpo y un pudor del alma, del espíritu, de los sentimientos, de la propia interioridad. Pero tanto en uno como en otro se expresa la misma realidad: que el hombre es un misterio que no se agota en ninguna de sus manifestaciones, ni en su manifestación física -la desnudez del cuerpo-, ni en sus manifestaciones espirituales -las que se ofrecen en el diálogo íntimo y confiado-. El pudor es, pues, una reacción eminentemente personal, humana, porque nace de la toma de conciencia de la dignidad de mi ser personal, del misterio que me constituye y que puede ser vulnerado en cualquier momento por quien identifique mi ser total con el conjunto de sus manifestaciones.

El pudor debe inspirar la conducta y la actitud de los cristianos, tanto el pudor físico relativo al cuerpo, que debe manifestarse en el vestir y en el conjunto de las actitudes corporales, como el pudor del alma que se tiene que manifestar en la discreción sobre la propia intimidad y la del prójimo, en el agradecimiento y la humildad con la que se reciben las confidencias de los demás, y en la fidelidad con la que se respetan y se guardan en secreto. De este modo los cristianos contribuiremos al desarrollo de una cultura de la persona y de lo personal.