III Domingo de Adviento

15 de agosto 


11 de diciembre de 2022

(Ciclo A - Año impar)




  • Dios viene en persona y os salvará (Is 35, 1-6a. 10)
  • Ven, Señor, a salvarnos (Sal 145)
  • Fortaleced vuestros corazones, porque la venida del Señor está cerca (Sant 5, 7-10)
  • ¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro? (Mt 11, 2-11)
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Juan, el Bautista, estaba encerrado en la cárcel por haberse atrevido a decirle a Herodes que no le era lícito tener la mujer de su hermano (Mt 14,4). Él había anunciado la llegada de Jesús como la llegada de Dios, del “Día del Señor”, y la había descrito diciendo fundamentalmente dos cosas: que bautizaría “con Espíritu Santo y fuego”, es decir, que ofrecería a los hombres la posibilidad de un nuevo nacimiento, de una nueva manera de ser, y que realizaría el juicio definitivo de Dios, separando para siempre el grano de la paja, guardando el grano en el granero y quemando la paja en una hoguera que no se apaga. Y ahora, las noticias que le llegaban sobre Jesús se lo presentaban realizando unos “signos” (milagros) que correspondían a lo que se esperaba de la llegada del Señor, pero sin realizar la deseada separación entre buenos y malos con el correspondiente premio o castigo; al contrario, Jesús comía con los pecadores: comer juntos significa entablar una relación de comunión, de amistad. Y Juan Bautista entra en crisis: “¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?”

Esta pregunta recorre la historia entera de la humanidad desde la venida de Cristo. ¿Es Cristo la solución, es Él la respuesta, o tenemos que esperar a otro, que buscar en otros sitios, en otras religiones, en otras culturas, en otras sabidurías la verdadera respuesta? Es verdad que Cristo hizo signos que apuntaban en la dirección de que, con Él, el Reino de Dios llegaba a nosotros: se abrieron los ojos de algunos ciegos y los oídos de algunos sordos, se soltó la lengua de algunos mudos, se curaron algunos leprosos etc. etc.; pero siempre fueron “algunos”, nunca todos. Los poderes contrarios a Dios y a la felicidad de los hombres, que son fundamentalmente el pecado y la muerte, siguieron actuando en tiempos de Cristo (Juan el Bautista y Jesús murieron asesinados), y también después de Él: la historia humana, posterior a Jesucristo, está tan llena de crímenes y horrores como la historia anterior a Él.

Muchos hombres contemplan todo esto y sacan la conclusión de que Cristo no es la solución, se sienten defraudados por Él. Por eso el Señor nos dice hoy en el santo evangelio: “¡Dichoso el que no se siente defraudado por mí!”. Los hombres queremos soluciones rápidas y eficaces, y con Jesucristo lo que nos encontramos es la cruz y una paciencia infinita que aplaza el momento del juicio para su segunda venida. “No se retrasa el Señor en el cumplimiento de la promesa, como algunos lo suponen, sino que usa de paciencia con vosotros, no queriendo que algunos perezcan, sino que todos lleguen a la conversión” (2Pe 3,9).

Y así lo hace también con cada uno de nosotros: Él contempla cómo recibimos sus innumerables llamadas, cómo desaprovechamos sus abundantes gracias, cómo derrochamos sus dones, y, en vez de enfadarse y destruirnos, Él, que es Amor, sabe esperar, porque “la caridad todo lo espera, todo lo soporta” (1Co 13,7).

Por eso la palabra de Dios nos invita, en este tercer domingo de Adviento, a la paciencia, como una de las actitudes fundamentales para preparar la venida del Señor. Por tres veces, la segunda lectura de hoy, nos ha exhortado a la paciencia, poniendo como ejemplo al labrador que “aguarda paciente el fruto valioso de la tierra mientras recibe la lluvia temprana y tardía”. Esa lluvia es una imagen de la gracia, que viene del cielo y que fecunda nuestras almas. Y de esa gracia se nos dice que es “temprana y tardía”, cosa que no debemos olvidar para no desesperar ni de nuestra conversión ni de la conversión de nadie.

Que el Señor nos conceda entrar en su paciencia, para que se mantenga viva nuestra esperanza. Amén.