XXVI Domingo del Tiempo Ordinario

15 de agosto 

 

25 de septiembre de 2022

(Ciclo C - Año par)




  • Ahora se acabará la orgía de los disolutos (Am 6, 1a. 4-7)
  • ¡Alaba, alma mía, al Señor! (Sal 145)
  • Guarda el mandamiento hasta la manifestación del Señor (1 Tim 6, 11-16)
  • Recibiste bienes, y Lázaro males: ahora él es aquí consolado, mientras que tú eres atormentado (Lc 16, 19-31)
  • Homilía: pulsar aquí para leer la homilía en formato pdf

Tanto la primera lectura de hoy como el evangelio subrayan el egoísmo atroz del que los hombres somos capaces, un egoísmo en base al cual no tenemos ningún inconveniente en explotar de manera inhumana a los pobres y en disfrutar nosotros de la vida como si no existiera nadie más, como si nadie a nuestro alrededor estuviera sufriendo. El egoísmo es capaz de generar en nosotros una indiferencia brutal, que la primera lectura describe diciendo “y no os doléis de los desastres de José” y la parábola del evangelio diciendo que Lázaro deseaba “saciarse de lo que tiraban de la mesa del rico, pero nadie se lo daba”. Ante esta situación, que por desgracia es tan frecuente en la historia humana, el Señor pronuncia una sentencia condenatoria: “se acabó la orgía de los disolutos”.

El Señor hoy nos da un aviso. Nos dice: si en tu vida no hay un lugar para los pobres, si no tienes compasión para con ellos, si no haces nada para aliviar sus sufrimientos, si sólo piensas en tu propia promoción, en engordar tu ego y en tu propio bienestar, entonces tu vida es como una “orgía de disolutos” y Dios no te puede aceptar en su Reino. Entonces Dios pronuncia una palabra condenatoria sobre ti y dice: “se acabó”; cuando yo llegue en mi Reino, todo esto terminará, porque todo esto es absolutamente incompatible con mi Reino, que es un Reino de justicia, de amor y de paz, y este egoísmo inmisericorde es incompatible con la justicia, con el amor y con la paz. Quien sea así, no entrará en mi Reino. El evangelio profundiza en esta verdad mediante una parábola centrada en dos personajes: el hombre rico y el pobre Lázaro.

Del hombre rico se nos dicen dos cosas. La primera es que él no le hace ningún mal a Lázaro, no lo maltrata, ni le insulta, ni lo explota, sino que vive como si Lázaro no existiera. No estamos ante un pecado de pensamiento, de palabra o de obra, sino de omisión. Y la consecuencia del pecado de omisión es el castigo eterno para el hombre rico. Esto debe hacernos pensar: no basta con no cometer ninguna gran maldad; tengo que hacer algo por los pobres, los pobres tienen que tener un lugar en mi vida.

La segunda cosa es que el hombre rico pretende que Dios conceda algún signo extraordinario a sus familiares para que se conviertan y no vayan al infierno. Pero el Señor le responde que ya tienen todo lo necesario para convertirse, basta que escuchen a Moisés y a los profetas. También nosotros podemos tener esa equivocada pretensión de ver algo extraordinario para convertirnos al Señor. Frente a ella nos hemos de decir a nosotros mismos que ya tenemos todo lo necesario para convertirnos sin movernos del sitio donde estamos, porque, por la gracia de Dios, tenemos la predicación de la Iglesia y sus sacramentos: ahí habla y actúa Cristo, que es la plenitud y el cumplimiento de Moisés y de los profetas. No hace falta ir a Bosnia Herzegovina ni a ningún sitio especial. Basta con escuchar y acoger con un corazón dócil.

De Lázaro se nos dice el nombre (cosa que no se dice del hombre rico puesto que, estando centrado en su egoísmo, es como si no tuviera rostro, como si no fuera persona: no tiene nombre). Y “Lázaro” en hebreo significa “Dios ayuda”. Por lo tanto se nos está diciendo que aquel hombre pobre confiaba en Dios, esperaba su ayuda. Y Dios no lo defraudó, puesto que, después de su muerte, lo llevó al paraíso, lo introdujo en el banquete del Reino.

El horizonte de la esperanza va más allá de la muerte. Si la esperanza y la confianza en Dios se vieran cumplidas del todo en esta vida, la fe sería un negocio. “Dios ayuda”, ayuda siempre y con fidelidad. Pero ¿cómo ayudó a Jesús? Resucitándolo de entre los muertos, pero sin librarlo de la pasión y de la muerte. Los verdaderos hombres de fe, como recuerda la Carta a los Hebreos, “murieron todos ellos, sin haber conseguido el objeto de las promesas: viéndolas y saludándolas desde lejos y confesándose peregrinos y forasteros sobre la tierra!” (Hb 10, 13), como Abraham, nuestro padre en la fe, que “esperó contra toda esperanza” (Rm 4, 18).

La Palabra de este domingo nos recuerda tres cosas: (1) que los pobres tienen que tener un lugar en mi vida, que no puedo vivir como si no hubiera pobres (¿y si entregara el diezmo de mis ingresos para mantener a la Iglesia y ayudar a los pobres?); (2) que hay que escuchar la predicación de la Iglesia y acoger sus sacramentos; y (3) tener siempre esperanza y confianza en Dios, aunque esté muerto de hambre, lleno de llagas y rodeado de perros. Que el Señor nos lo conceda.