El séptimo mandamiento


1. El hombre y los bienes materiales.

El hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, une en su ser lo material y lo espiritual, lo visible y lo invisible. Por su dimensión material y corpórea el hombre posee una serie de necesidades materiales sin cuya satisfacción no puede existir, pues aunque no sólo de pan vive el hombre (Mt 4,4), tampoco puede vivir sin él. El orden de todas las realidades materiales necesarias para la subsistencia y el desarrollo de la vida del hombre constituye la esfera o dimensión del tener, que es diferente de la esfera o dimensión del ser, pero que está íntimamente unida a ella, ya que sin el necesario tener, el ser no puede subsistir y crecer. Al indicar los mandamientos necesarios para entrar en la vida eterna Jesús recordó explícitamente el no robarás (Ex 20,15; Dt 5,19; Mt 19,18). El séptimo mandamiento nos recuerda la importancia que la esfera del tener tiene para el hombre y nos inculca el respeto hacia los bienes del prójimo, que son unos instrumentos necesarios para el normal desarrollo de su existencia en el mundo. Para ello nos inculca tres actitudes fundamentales, tres virtudes: la templanza, la justicia y la solidaridad.

2. La templanza: la actitud del cristiano ante los bienes.

La actitud fundamental del cristiano ante el conjunto de los bienes materiales -ante el “dinero”- es la de recordar que ellos son unos medios, necesarios para el armonioso desarrollo de la vida del hombre, pero que no constituyen de ningún modo su fin. Pues ese fin es Dios y sólo él, ya que sólo Dios puede saciar el anhelo del corazón del hombre. La sustitución de un fin por otro, de Dios por el dinero, constituye una perversión fundamental de la vida humana. De ahí la severa advertencia del Señor: ¡Qué difícil es que los que tienen riquezas entren en el Reino de Dios! (...) Es más fácil que un camello pase por el ojo de la aguja, que el que un rico entre en el Reino de Dios (Mc 10,24-25). La razón de ello es que nadie puede servir a dos señores; porque aborrecerá a uno y amará al otro: o bien se entregará a uno y despreciará al otro. No podéis servir a Dios y al Dinero (Mt 6,24). Obsérvese que el evangelista escribe “Dinero” con mayúscula, para darnos a entender que se trata del dinero convertido en un dios, convertido en el fin y el objetivo de la vida. El dinero es, por lo tanto, tan sólo un medio, un instrumento, y el creyente debe emplearlo de tal manera que le sirva para alcanzar la vida eterna: Yo os digo: haceos amigos con el Dinero injusto, para que, cuando llegue a faltar, os reciban en las eternas moradas (Lc 16,9).

En el uso de los bienes materiales el cristiano se preocupará, pues, ante todo, de cuidar que el amor de su corazón sea Dios y no el dinero. Pues el amor desordenado al dinero -es decir, el tomarlo como el objetivo y el valor supremo de la vida- conduce a la injusticia y a la insolidaridad, y provoca la cólera de Dios sobre quien así actúa: Ahora bien, vosotros, ricos, llorad y dad alaridos por las desgracias que están para caer sobre vosotros. Vuestra riqueza está podrida y vuestros vestidos apolillados; vuestro oro y vuestra plata están tomados de herrumbre y su herrumbre será testimonio contra vosotros y devorará vuestras carnes como fuego. Habéis acumulado riquezas en estos días que son los últimos. Mirad: el salario que no habéis pagado a los obreros que segaron vuestros campos está gritando; y los gritos de los segadores han llegado a los oídos del Señor de los ejércitos. Habéis vivido sobre la tierra regaladamente y os habéis entregado a los placeres; habéis hartado vuestros corazones en el día de la matanza. Condenasteis y matasteis al justo; él no os resiste (St 5,1-6).

El amor desordenado al dinero no sólo conduce a la injusticia hacia el prójimo, sino que puede ser también la causa de la ruina económica y moral del propio individuo. Así ocurre, a menudo, a través de los juegos de azar, que, aunque por sí mismos no sean contrarios al orden moral, sin embargo resultan moralmente inaceptables cuando privan a la persona de lo que le es necesario para atender a sus necesidades o a las de los demás.

3. La justicia.

a) En las relaciones interpersonales.

La justicia regula nuestras relaciones con los demás, tanto en lo que se refiere a sus personas como a sus bienes. El séptimo mandamiento en su enunciación literal se refiere a éstos para prohibir el robo, es decir, toda forma de tomar o retener injustamente el bien ajeno contra la voluntad razonable de su dueño. El catecismo precisa que no hay robo si el consentimiento puede ser presumido o si el rechazo del dueño es contrario a la razón y al destino universal de los bienes, como ocurre cuando hay una necesidad urgente y evidente y no hay otro modo de remediar las necesidades inmediatas y esenciales, como son el alimento, la vivienda, el vestido etc. (CAT 2408). También precisa que “injustamente” se refiere a la justicia tal como dimana del orden moral, que no siempre coincide con el orden legal, pues puede haber cosas autorizadas por las leyes civiles que sean moralmente injustas (CAT 2409).

Hay muchas formas de robo: el retener deliberadamente bienes prestados u objetos perdidos, el defraudar en el ejercicio del comercio (Dt 25,13-16), el pagar salarios injustos (Dt 24,14-15; St 5,4), el elevar artificialmente los precios especulando con la ignorancia o la necesidad ajenas (Am 8,4-6), el trabajo mal hecho, el fraude fiscal, la falsificación de cheques y facturas, el despilfarro, el infligir voluntariamente un daño a las propiedades privadas o públicas, el incumplimiento de las promesas o de los contratos, el corromper a quienes tienen que tomar decisiones conforme a derecho, etc. En todos estos casos el que peca contra el séptimo mandamiento está obligado a reparar la injusticia cometida, restituyendo a su propietario el bien robado o su equivalente, así como los frutos o beneficios que su propietario hubiera obtenido de él. El Señor elogió a Zaqueo por su resolución: Si en algo defraudé a alguien, le devolveré el cuádruplo (Lc 19,8).

Con mucha mayor razón prohibe este mandamiento todo lo que conduzca a esclavizar a seres humanos, a comprarlos, a venderlos o a cambiarlos como mercancías. Pues más vale la vida que el alimento y el cuerpo que el vestido (Mt 6,25): tratar la vida y el ser del hombre como si fuera un objeto es un pecado contra la dignidad de las personas. En una época histórica en la que la esclavitud estaba socialmente admitida, el apóstol San Pablo ordenó a un amo cristiano que tratase a su esclavo cristiano no como esclavo... sino como un hermano querido... en el Señor (Flm 16).

El séptimo mandamiento incluye también el buen uso de la creación. Pues cuando Dios creó al hombre le regaló el universo para que lo dominara y mandara sobre todos los seres inferiores al hombre (Gn 1,28-31), pero este dominio no es un dominio absoluto, sino que tiene que estar sometido a las exigencias del orden moral, que ordena el cuidado de la calidad de la vida del prójimo, incluyendo la de las generaciones venideras (CAT 2415). Pues los bienes de la creación están destinados a todo el género humano, ya que Dios confió la tierra y sus recursos a la administración común de la humanidad. Como quiera que la vida del hombre está amenazada por la inseguridad y la violencia, la apropiación de bienes es legítima, con vistas a garantizar la libertad y la dignidad de las personas. Por eso la propiedad privada de los bienes adquiridos por el trabajo o recibidos de otro por herencia o por regalo, es un derecho del hombre. Pero este derecho no anula el destino universal de los bienes, que continúa siendo primordial. De ahí que el concilio Vaticano II nos recuerde que “el hombre, al servirse de sus bienes, debe considerar las cosas externas que posee legítimamente no sólo como suyas, sino también como comunes, en el sentido de que han de aprovechar no sólo a él, sino también a los demás” (GS 69,1): el cristiano debe usar sus bienes de tal manera que aprovechen al mayor número posible de personas, reservando la mejor parte para el huésped, el enfermo y el pobre (CAT 2402-2406).

En el uso de los bienes de la creación merecen una mención especial los animales, esas maravillosas criaturas de Dios, objeto de su cuidado providente (Mt 6,16), y cuya simple existencia constituye una alabanza de gloria al Señor (Dn 3,57-58). Al regalar Dios el universo entero al hombre, creado a Su imagen y semejanza, le entregó también los animales (Gn 2,19-20; 9,1-4). Por tanto es legítimo servirse de ellos para el alimento y la confección de los vestidos, para domesticarlos y que ayuden al hombre en sus trabajos y en sus ocios, así como en la experimentación científica, en función de cuidar o salvar vidas humanas. Pero es contrario a la dignidad humana el hacer sufrir inútilmente a los animales y el sacrificar sin necesidad sus vidas. También es indigno del hombre el invertir en ellos sumas de dinero que deberían más bien remediar la miseria de los seres humanos. Pues aunque es legítimo amar a los animales, no se debe desviar hacia ellos el afecto debido únicamente a las personas (CAT 2416-2418).

b) En la actividad económica.

La actividad económica debe desenvolverse, según sus propios métodos, pero siempre dentro de los límites del orden moral, para que así responda al plan de Dios sobre el hombre (GS 64).

El valor primordial del trabajo pertenece al hombre mismo, que es su autor y su destinatario: el trabajo es para el hombre y no el hombre para el trabajo (LE 6). Por eso el hombre debe poder sacar del trabajo los medios para sustentar dignamente su vida -material, social, cultural y espiritual- y la de los suyos. De ahí que negar o retener el salario justo constituye una grave injusticia (Lv 19,13; Dt 24,14-15; St 5,4). Las condiciones de trabajo deben también adecuarse a la dignidad humana y el acceso al trabajo debe estar abierto a todos sin ninguna discriminación injusta, a hombres y mujeres, sanos y disminuidos, autóctonos e inmigrados (LE 19; 22-23)

El hombre tiene derecho a la iniciativa económica, mediante la cual usa legítimamente de sus talentos para contribuir a una abundancia provechosa para todos y para recoger los justos frutos de sus esfuerzos. La actividad económica no puede desenvolverse sin unas condiciones de seguridad que garanticen la libertad individual y la propiedad. Por eso la primera incumbencia del Estado es la de garantizar esa seguridad, de manera que quien trabaja y produce pueda disfrutar de los frutos de su trabajo, y se sienta estimulado a realizarlo eficiente y honestamente.

A los responsables de las empresas les corresponde ante la sociedad la responsabilidad económica y ecológica de sus operaciones (CA 37). Están obligados a considerar el bien de las personas y no solamente el aumento de las ganancias. Estas últimas son necesarias puesto que permiten las inversiones que aseguran el porvenir de las empresas y garantizan los puestos de trabajo. Los empresarios están obligados a pagar a los organismos de la seguridad social las cotizaciones establecidas por las autoridades legítimas. La huelga es moralmente legítima cuando constituye un recurso inevitable o necesario para obtener un beneficio proporcionado. Resulta, en cambio, moralmente inaceptable cuando va acompañada de violencias o también cuando se lleva a cabo en función de objetivos no directamente vinculados con las condiciones de trabajo o contrarios al bien común. No es moralmente legítimo privar del empleo al trabajador que ha participado en una huelga, pues ello constituye casi siempre una grave amenaza para el equilibrio de su vida y la de los suyos.

c) En las relaciones internacionales.

La interdependencia mundial de la economía urge la necesaria solidaridad entre las naciones para acabar con los “mecanismos perversos” que obstaculizan el desarrollo de los países menos avanzados, reformando para ello las instituciones económicas y financieras internacionales (SRS 16; 17; 45), sustituyendo los sistemas financieros abusivos, si no usurarios, que establecen relaciones comerciales inicuas entre las naciones. Hay que redefinir las prioridades y las escalas de valores (CA 28). En este sentido las naciones ricas tienen una responsabilidad moral grave respecto a las pobres: es un deber de solidaridad y de caridad y también de justicia, cuando el bienestar de las naciones ricas procede de recursos que no han sido pagados justamente. La ayuda directa no es suficiente como solución duradera, pero sigue siendo imprescindible en las situaciones de necesidades inmediatas, extraordinarias, causadas por ejemplo por catástrofes naturales, epidemias, etc.

4. Solidaridad: el amor a los pobres.

La miseria humana en sus múltiples manifestaciones -indigencia material, opresión injusta, enfermedades físicas o psíquicas y, por último, la muerte- es el signo manifiesto de la debilidad congénita en que se encuentra el hombre tras el primer pecado y de la necesidad que tiene de salvación. Por eso el espectáculo de la miseria humana suscitó la compasión de Jesús, que curó a muchos enfermos y llevó su lucha contra el mal hasta su raíz última, el pecado y el instigador del pecado que es Satanás. San Pedro resumió la vida de Jesús diciendo que pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el Diablo (Hch 10,38). Por eso Jesús no sólo curó muchos enfermos, sino que también expulsó muchos demonios y, en su combate contra el mal, llegó hasta el extremo de la cruz: Ahora es el juicio de este mundo: ahora el Príncipe de este mundo será echado fuera. Y yo cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí (Jn 12,31). En su predicación Jesús nos inculcó su misma actitud de compasión y ayuda: A quien te pide da, al que desee que le prestes algo no le vuelvas la espalda (Mt 5,42). Su amor hacia los pobres es tan grande que llega a identificarse con ellos y a considerar como hecho -o no hecho- a Él mismo, lo que hagamos -o no hagamos- con sus hermanos más pequeños (Mt 25, 31-46). El amor hacia los pobres debe llevarnos más allá de la justicia, haciéndonos entrar en el horizonte infinito de la misericordia, tanto en sus manifestaciones corporales -dar de comer al hambriento, dar techo al que no tiene, vestir al desnudo, visitar a los enfermos y a los presos, enterrar a los muertos- como espirituales -instruir, aconsejar, consolar, confortar, perdonar, sufrir con paciencia. La misericordia, entre cuyas obras se cuenta la limosna, es muy grata a los ojos de Dios, y es, además, fuente de pureza para la propia vida, según la palabra del Señor: Dad más bien en limosna lo que tenéis, y así todas las cosas serán puras para vosotros (Lc 11,41).