Asunción de la Virgen María

15 de agosto 

15 de agosto de 2022

(Ciclo C - Año par)





  • Una mujer vestida del sol, y la luna bajo sus pies (Ap 11, 19a; 12, 1-6a. 10ab)
  • De pie a tu derecha está la reina, enjoyada con oro de Ofir (Sal 44)
  • Primero Cristo, como primicia; después todos los que son de Cristo (1 Cor 15, 20-27a)
  • El Poderoso ha hecho obras grandes en mí: enaltece a los humildes (Lc 1, 39-56)
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Celebramos hoy, queridos hermanos, la solemnidad de la Asunción de la bienaventurada Virgen María, en cuerpo y alma, al cielo. Lo que la liturgia propone hoy a nuestra contemplación es el destino final en el que se encuentra la Madre del Señor desde que terminó el curso de su vida terrena, diciéndonos que ella ha alcanzado ya plenamente el estado glorioso que tendrán, a partir del último día, todos los justos resucitados o los que, por vivir todavía cuando vuelva el Señor, serán transformados sin pasar por la muerte, tal como anuncia san Pablo: “He aquí que os anuncio un misterio: no todos moriremos, pero todos seremos transformados” (1Co 15, 51).

Los santos que están en el cielo se encuentran en un estado todavía provisional, en cuanto que una parte de su ser, el cuerpo, ha quedado aquí en la tierra, dejando de ser un cuerpo viviente, bien porque haya conocido la corrupción del sepulcro, o bien porque, aunque esté incorrupto, no es un cuerpo viviente, ya que lo que da vida al cuerpo es el alma, y el alma ya no está allí. Su espíritu y su alma están con el Señor y son colmados por la felicidad de contemplar su gloria; pero su cuerpo espera paciente el día de la segunda venida de Cristo, de su venida gloriosa, el día de la Parusía, para resucitar por la fuerza y el poder del Espíritu Santo, y ser transformado en un cuerpo espiritual, un cuerpo glorioso, tal como afirma san Pablo: “Así también en la resurrección de los muertos: se siembra corrupción, resucita incorrupción (…) se siembra un cuerpo natural, resucita un cuerpo espiritual” (1Co 15, 42.44), y volver a unirse con su espíritu y su alma en la felicidad total del cielo.

Lo que celebramos hoy es el hecho de que la Virgen María ya está en ese estado glorioso en la totalidad de su ser, espíritu, alma y cuerpo, tal como declaró el Papa Pío XII, al proclamar la verdad de la Asunción. María posee anticipadamente lo que todos los justos poseerán cuando vuelva el Señor y se produzca la resurrección de la carne. La fiesta que celebramos hoy es, por lo tanto, la fiesta de nuestra esperanza, ya que María es nuestra hermana, es una de nosotros, y es bello contemplar que uno de nosotros ha llegado ya a la plenitud de la gloria que Cristo nos ofrece a todos lo que, por la fe y el bautismo, nos unimos a él para no formar más que un solo cuerpo en él. Conviene recordar que esto no significa que, aparte de Cristo, sólo ella se encuentra en esta situación de gloria definitiva y total. Una seria tradición patrística sostenía que los santos que resucitaron y se aparecieron a muchos en Jerusalén, tal como narra san Mateo (27, 52-53), también habrían llegado a la gloria definitiva. Pero la Iglesia sólo se ha pronunciado sobre la Virgen María, lo que no excluye que pueda haber otros casos que nos son desconocidos.

La fiesta de hoy nos recuerda la verdad y la belleza de la afirmación que hacemos en el Credo diciendo “creo en la resurrección de la carne”. Con ello afirmamos simultáneamente dos cosas: que el cuerpo que resucitará será el mismo cuerpo que vivió aquí en la tierra y que ese cuerpo será transfigurado en la resurrección tal como afirma san Pablo al decir que Cristo “transfigurará este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo” (Flp 3, 21).

Todo ello significa que la materia, la humilde materia, será incorporada también a la gloria de los hijos de Dios y que, por lo tanto, existe un porvenir escatológico también para el mundo, tal como afirma san Pablo: “La creación, en efecto, fue sometida a la vanidad, no espontáneamente, sino por aquel quela sometió, en la esperanza de ser liberada de la servidumbre de la corrupción para participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios” (Rm 8, 20-21). Pero ello no será fruto de una evolución propia del universo sino de la gracia de Dios acogida en el corazón de los creyentes.