Condenarse por amor

(Rose, una ingenua muchacha de 16 años, se ha enamorado locamente de un joven asesino de 20 años, Pinkie, y le ha prometido seguirle en todo y compartir su destino sea el que sea. Pinkie no la ama en absoluto, aunque no deja de conmoverse, a lo largo de la historia, por la inocencia y la entrega de ella. Ambos son católicos y Pinkie vive su situación como certeza de su condenación eterna. Ella acepta también condenarse, con tal de estar con él. El texto narra la conversación que Rose tiene con un sacerdote en el confesonario, después de que Pinkie, su amor, se haya suicidado para que no le atrape la policía. Ella está furiosa consigo misma por no haber muerto con él, y furiosa también con una mujer que la había advertido –acertadamente, por cierto- de que Pinkie no la amaba sino que la estaba utilizando)

Rose apenas distinguía la venerable cabeza inclinada en la reja. El cura respiraba con un silbido en la garganta mientras escuchaba con paciencia la confesión de la muchacha que exponía sus congojas. Detrás de ella, las impacientes mujeres hacían crujir las sillas esperando su turno.

- Es esto lo que me pesa, no haberme reunido con él.

Su voz sonaba desafiante y serena. El sacerdote la animó afectuosamente:

- Continúa, pequeña.

- Quisiera haberme matado. Debí haberme matado.

El cura empezó a decir algo, pero ella lo interrumpió:

- No, no le pido que me absuelva. No quiero absoluciones. Quiero ser como él…Condenarme.

El cura respiró con un nuevo silbido. Rose repitió, monótonamente:

- Quisiera haberme matado. Apoyaba las manos contra los senos, por la intensidad del sufrimiento. No había ido a confesarse, sino a reflexionar. No le era posible reflexionar en su casa, con el fuego por encender, su padre de mal humor y su madre maravillada aún por la gran cantidad de dinero que les había dado Pinkie. Hubiera querido tener el valor de suicidarse ahora, pero le horrorizaba la posibilidad de que en el oscuro país de la muerte no encontrara a su amado…La Gracia, tal vez, podía haber tocado el alma de uno u otro en el último instante. Con voz desmayada dijo:

- ¡Aquella mujer…! Ella sí que debería condenarse para siempre. Decir que él no me quería, que intentaba desembarazarse de mí. No sabe lo que es el amor.

- Quizá tuviera razón, insinuó el viejo cura.

- ¡Usted tampoco la tiene! –exclamó la chica, furiosa, apretando el rostro contra la reja.

De pronto, el venerable cura empezó a hablar; la garganta le silbaba de vez en cuando.

- Había una vez un hombre en Francia (nunca has oído hablar de él, muchacha) que tenía la misma idea que tú. Era bueno, caritativo y honrado, pero vivió toda su vida en pecado mortal porque no quería admitir la creencia de que un alma pueda condenarse. -Rose escuchaba con atención y sorpresa. Y ese hombre decidió que si alguien merecía la condena eterna, él la merecía también. Nunca se acercó a los sacramentos, no se casó ante Dios…Yo no lo sé, pequeña, pero, en fin, decían que, a pesar de todo, era…, bueno, un santo. Creo que murió en lo que llamamos pecado mortal…No estoy seguro…Fue en la guerra…Quizá… -Suspiró profundamente con un pequeño silbido, balanceando la canosa cabeza-. Tú no puedes concebir, chiquilla, ni yo, ni nadie, los inconmensurables misterios de la gracia de Dios.

Detrás de Rose las sillas crujían con insistencia. Las mujeres se impacientaban por descargar su arrepentimiento y adquirir la absolución rutinaria y semanal. El cura continuó:

- Fue un caso de amor inmenso y ciego que ningún hombre ha sentido tan profundamente, hasta el punto de querer su propia perdición en holocausto de los demás. -Se estremeció y estornudó-. Debemos confiar y rezar, confiar y rezar. La Iglesia nos enseña que la divina misericordia es infinita; nadie puede desesperar de salvarse.

- Él se ha condenado. Está condenado. Sabía lo que le esperaba. Era católico también.

- Corruptio optimi pesima.

- ¿Qué, padre?

- Quiero decir que un católico está más cerca de la maldad que cualquier otra persona. Es posible que, tal vez, ya que creemos en el demonio, nos sea más fácil dejarnos engañar por él que los que no creen. Pero debemos confiar -continuó mecánicamente-, confiar y rezar.

- Quisiera confiar…, pero no sé cómo.

- Él te amaba, con toda seguridad; y eso demuestra que no era tan malo. Su amor pudo redimirlo.

- ¿Incluso esta clase de amor?

- Sí.

Rose acarició la idea, en el oscuro confesionario. El cura dijo:

-Vuelve pronto…No puedo darte la absolución ahora…Pero vuelve…Mañana.

Sí, padre… -musitó Rose, débilmente-. Y…¿si viene un hijo?

- Con tu sencillez y tu fuerza, encamínalo hacia la virtud. Haz de él un santo para que rece por su padre.

Un sentimiento de gratitud se abrió paso a través de su dolor; se hubiera dicho que le había hecho entrever un largo camino de vida que debía seguir.

Al levantarse miró el nombre que ostentaba el confesionario. Era totalmente desconocido. Los curas van y vienen.

Salió a la calle…La pena continuaba entristeciendo su corazón. Pero el horror a vivir se había esfumado. No soportaba la idea de volver a casa, de volver a Snow’s, como si Pinkie no hubiera existido nunca. No, no; Pinkie había existido y existiría siempre. Estaba segura de que iba a ser madre y pensó: “Que me quiten eso si pueden; que borren eso.”




Autor: Graham GREENE
Título: Brighton rock
Editorial: Edhasa, Barcelona, 2005 (pp. 441-444)