Santa Juana Francisca de Chantal

Santa Juana Francisca de Chantal
(1572-1641)

Santa Juana vivió sesenta y nueve años, desde 1572 hasta 1641, de los cuales vivió 38 en el mundo y 31 en la vida religiosa. La cronología de su vida es como sigue:

- 20 años de infancia y adolescencia entre Dijon y Poitou (1572-1592) 
- 9 años de matrimonio en Bourbilly (1592-1601) 
- 9 años de viudez entre Bourbilly y Monthelon (1601-1610) 
- 31 años de vida religiosa en Annecy (1610-1641). 

Vivió, pues, más en el mundo que en la vida religiosa y se la considera la patrona de todas las vocaciones puesto que fue soltera, novia, esposa, madre y religiosa. 

Visión de conjunto 

Es indudable que en la niña de Dijon, en la adolescente de Poitou, en la “señora perfecta” de Bourbilly, en la viuda humillada de Monthelon, Dios preparaba a la que destinaba a ser la “piedra fundamental” de la Visitación y que, recíprocamente, la fundadora se benefició de las experiencias y las virtudes de la “mujer de mundo”. 

La Madre de Chantal amó con amor maternal a sus hijos según la carne y a sus Hijas según el Espíritu, siendo siempre muy humana, muy cercana a nosotros, con un encanto que nos fascina. ¿Cómo es posible que se diera esta alianza? No es fácil analizarlo, porque sobrepasa la psicología a la que estamos acostumbrados. San Francisco de Sales, que veía en él mismo un misterio semejante, dijo de sí mismo una frase que vale también para santa Juana: “Dios ha querido hacer así mi corazón”. 

El resultado fue que Juana Francisca amó tiernamente a su padre, a su esposo, a sus hijos, a sus amigos, a su “Padre único”, a las Hijas de la Visitación”, a los pobres, a los apestados y hasta a sus enemigos, y al mismo tiempo amó sólo a Dios. 

La clave para entender a santa Juana es lo que le escribió san Francisco de Sales cuando aún estaba ella en el mundo: “Os veo, me parece, mi querida hija, con vuestro vigoroso corazón que ama y quiere con fuerza. Y me gusta, pues los corazones medio muertos ¿para qué sirven? Pero es preciso que hagamos un ejercicio particular de querer y amar la voluntad de Dios más vigorosamente, más aún, más tiernamente, más amorosamente que a ninguna otra cosa en el mundo; y no sólo en las cosas que se pueden soportar, sino también ante las insoportables”. Ésta es la clave: el amor a Dios por encima de todo. 

Situación familiar

El 23 de enero de 1572 nació Juana en Dijon, capital del ducado de Borgoña que hacía tan sólo un siglo que había sido incorporado al reino de Francia. Su padre, Benigno Frémyot y su madre, Margarita Berbisery, pertenecían a la nobleza togada del ducado. Tuvieron una hija, Margarita, a la que siguió Juana y más tarde Andrés, el futuro arzobispo de Bourges. Su madre murió al darlo a luz. Algún tiempo más tarde Benigno Frémyot se caso con Clara Jousset, viuda de un cierto Berthier des Noycas, pero murió al dar a luz un hijo que tampoco sobrevivió.

Juana era muy pequeña para interiorizar todas estas pérdidas. Felizmente para ella había en el hogar de Benigno otra presencia femenina, la de su tía, Margarita Frémyot, viuda de Philippe Desbarres, que cuidó amorosamente de los tres pequeños huérfanos: Margarita, Juana y Andrés. Por otra parte, una tierna amistad unió desde siempre a Juana con su hermana Margarita, dieciocho meses mayor que ella.

La educación de Juana

Juana Frémyot recibió la educación de las jóvenes de su rango que, en aquel entonces, consistía en aprender a leer y a escribir, aunque tan sólo utilizaba una ortografía fonética y, en cuanto a puntuación, solamente el punto y la coma que ella salpicaba al azar en sus cartas. Fue iniciada también en las cuatro operaciones de cálculo, lo que le sirvió mucho en el curso de su vida pues tuvo que “poner orden” en las finanzas del castillo de Boubilly, del de Monthélon y luego, más tarde, en la organización de la orden de la Visitación.

Teniendo un bagaje cultural tan exiguo, sorprende el buen estilo de su francés, un francés veinte o treinta años más moderno que el de Francisco de Sales, que había recibido una esmerada educación intelectual. Henri Bremond se plantea la cuestión y responde diciendo que debió aprenderlo sin duda oyendo hablar a su padre, a su tío Claude Frémyot y al gran mundo que frecuentaba su familia. Además, su padre poseía una excelente biblioteca que Juana debió utilizar copiosamente. Juana escribía como hablaba y hablaba según su temperamento, su imaginación, su sensibilidad, con la vivacidad, la naturalidad y la espontaneidad propias de su carácter.

La estancia en Poitou (1587-1592)

Margarita, la hermana de Juana, tenía diecisiete años cuando fue “dada en matrimonio” por su padre, que ya era presidente del parlamento de Borgoña, a Juan Jacobo de Neufchaize, Señor de los Francs, que tenía casi cuarenta años y pertenecía a la nobleza de Poitou, pues era sobrino del ilustre mariscal de Francia, Gaspar de Tavannes, uno de los más grandes señores de su tiempo. Por esta alianza los Frémyot accedían a la nobleza de sangre, aspiración de todos los togados. El matrimonio se celebró en Dijon en 1587.

El matrimonio partió, pocos días más tarde, hacia Poitou y Benigno Frémyot, quizás temiendo los disturbios que hacía presagiar la situación política de Borgoña, hizo que su hija Juana partiera con su hermana hacia el nuevo hogar (el Poitou es la región de Poitiers, en el oeste de Francia, muy lejos de Borgoña).

El nuevo matrimonio llevaba un lujoso y gran tren de vida, y Juana, en el esplendor de su bella adolescencia (tenía quince años), era admirada, adulada y pretendida por muchos. Ella no era insensible a estos primeros éxitos, pero no la embriagaron ni la cegaron, y supo escapar de los “hechizos” que la señora de compañía que le había dado su cuñado, quería ejercer sobre ella.

Los pretendientes revoloteaban alrededor de ella y, sabiéndola ardiente y prudente católica, los más inclinados hacia el protestantismo -¡estamos en el siglo XVI, el siglo de la Reforma protestante!- se presentaban ante ella como tradicionalistas rabiosos; los más aventureros aparentaban lo mismo. Y Juana, con gran destreza, les arrancaba las máscaras. Todas estas intrigas no la perturbaban y quizás hasta la divertían.

Llegó un momento en que todo este ambiente superficial y frívolo pesó sobre el ánimo de Juana y ella debió escribir a su padre. No era contraria al matrimonio, pero ella quería un matrimonio bien pensado, sólido, serio, en la línea de los Frémyot y no en la de los Neufchaize, demasiado ligeros en ese sentido. El caso es que su padre la hizo regresar a casa, después de la entronización de Enrique IV. Se separó con pena de su hermana: era la primera vez que iban a vivir separadas.

El matrimonio de Juana

Al llamar a Borgoña a su hija Juana, el presidente tenía un proyecto secreto que le comunicó poco después de su llegada. Según los principios –y el lenguaje- de la época, le había “arreglado una alianza”. El noble señor a quien la “daba” en matrimonio se llamaba Cristóbal de Rabutin, segundo barón de Chantal, entonces de veintisiete años de edad.

La elección del presidente obedecía, en buena medida, a los “negocios de la época”. Cristóbal era hijo de un “viejo gentilhombre francés”, Guy de Rabutin, tan valiente como galante, que había tenido la prudencia política de optar por Enrique III y luego por Enrique de Béarn, que llegaría a ser Enrique IV, una vez que abjuró de su protestantismo. Fue la misma opción de Benigno Fréymot. Los dos padres se conocieron en la lucha común contra la Liga y a favor del rey de Francia y arreglaron el matrimonio de sus hijos, que convenía tanto al uno como al otro.

El castillo de Bourbilly

El contrato de matrimonio se firmó en el “el castillo y mansión de Bourbilly”, residencia del joven barón Cristóbal de Chantal, el 28 de diciembre de 1592. Las tierras de Bourbilly eran colindantes con las del padre de Juana y no estaban lejos de Monthelon, donde residía el barón Guy. Vecinos a Borurbilly había una docena de castillos diseminados por los bosques pertenecientes a señores leales, parientes o amigos de los Frémyor y los Rabutin. Con estos vecinos nobles se organizaban fiestas y cacerías. Allí vivió Juana Frémyot de Chantal nueve años felices, que terminaron con la muerte en un accidente de caza de su esposo Cristóbal de Chantal: esa muerte produjo en ella una herida a la vez dolorosa y espiritualmente fecunda.

Historia de un gran amor


Para una cristiana, como lo era Juana, amor y deber iban juntos y se enriquecían mutuamente. “Juana y Cristóbal tenían un solo corazón y una sola alma. La santa rodeaba a su joven esposo de veneración y obediencia, amándolo tierna, ardiente y honestamente y siendo a su vez querida y honrada con la más íntima confianza”. Estas palabras no responden sólo a la retórica propia del tiempo, sino que expresan la verdad real de este matrimonio.

La Madre de Chaugy continúa: Juana “era de elevada estatura, de porte majestuoso, su rostro lleno de gracia y de una belleza natural muy atrayente, sin artificio ni descuido. Su carácter vivo y alegre, su inteligencia clara, pronta y transparente. Su juicio sólido. Nada había en ella de voluble y ligero. En una palabra, era de tal condición que la llamaron ‘la perfecta señora’, hasta tal punto que conquistó el corazón de su esposo”.

Su esposo había sido muy galante y muy proclive a los duelos, un “amante de la espada”. Se batió en una veintena de duelos antes de su matrimonio, aunque se nos asegura que era “bastante suave” y que se contentaba sólo con abatir a sus adversarios con grandes golpes de espada, sin llegar a matarlos nunca. Sabemos con certeza que de sus relaciones galantes nació una hija natural y que era un gran aficionado a la caza.

Amaba a su esposo “con locura” y era a la vez amada apasionadamente por él. Cuando su marido dejaba Bourbilly atenuaba en lo posible su vida mundana, aceptaba sólo las invitaciones inevitables y casi no organizaba fiestas: “No me habléis de esto –explicaba-, los ojos de aquel a quien debo agradar está a cien leguas de aquí, por eso sería completamente inútil que me adornara”. De su unión, que duró casi nueve años, nacieron seis hijos, aunque los dos primeros murieron al nacer. Luego llegaron Celso Benigno (1596), la deliciosa María Amada (1598), que se casará con Bernardo de Sales, Francisca (1599), futura condesa de Toulongeon y Carlota (1601), que nació quince días antes de que muriera su padre.

La “vida en el castillo”

La vida en el castillo no era ni taciturna ni aburrida. La caza, las diversiones, los juegos, las tertulias, la música y las danzas hacían transcurrir los días agradablemente. Cristóbal y Juana recibían allí a sus numerosos amigos que respondían alegremente a la invitación. Todo el tiempo que el señor de Chantal no estaba en el ejército o en la corte eran días de continuas fiestas, en las que Juana brillaba sin ningún esfuerzo, pues, como escribe una testigo directa –la marquesa de Coligny- “Juana tenía belleza y encanto (…) La sonrisa atractiva, la fisonomía majestuosa suavizada por un aire de gran dulzura, la mirada intensa y tierna, llena de fuego e ingenio”. Esta perfecta señora del castillo sabía manejar muy bien su mundo. Si se preparaba una reunión o una cacería, la baronesa ponía en ello todo su empeño “sin que se notara”, precisa la Madre de Chaugy, con tal de que no tuviera lugar en domingo. Y si los cazadores debían salir muy temprano en día de fiesta, ella procuraba que un sacerdote celebrara la misa en la capilla del castillo, media hora antes de la partida.

Los domingos o días de fiesta la misa en la capilla del castillo no era suficiente para Juana. Iba a la iglesia del pueblo con toda “su gente”. Algunas veces el barón protestaba diciendo que la misa de la capilla “satisfacía” el cumplimiento del mandamiento de la Iglesia sin necesidad de ir tan lejos. Juana veía las cosas de forma diferente. Decía que la nobleza debía dar ejemplo a los del pueblo y frecuentar las iglesias y asistir al servicio divino. Además, afirmaba “sentir una satisfacción particular al adorar a Dios con todo el pueblo (…) y que tenía una gran fe en la eficacia de la oración pública”. Las Memorias agregan que “no sólo no se dejaba disuadir, sino que imperceptiblemente inducía tanto al señor de Chantal como a los amigos que de ordinario frecuentaban su casa a ir a la parroquia”.

La administradora de un castillo con muchas deudas


Desde 1582, después de la muerte de la mujer del barón Guy de Chantal, las cosas no iban nada bien. Las deudas se acumulaban y el dominio estaba sin gobierno. El viejo barón hacía “vida aparte” en el castillo de Monthelon, a una legua de Autun, manteniendo a un “ama de llaves” y a los cinco hijos bastardos que había tenido con ella. El joven barón era quien habitaba Bourbilly, haciendo “vida de soltero”. Cuando se instaló Juana las deudas ascendían a 15.000 escudos de oro.

Cristóbal debió volver, a los tres meses de su matrimonio, a su vida en la corte junto al rey Enrique IV que lo había llamado personalmente y encargó a su esposa Juana que pusiera orden en todo aquello, lo que, por cierto, desagradó a Juana que jamás se había ocupado de los asuntos materiales. No tenía más de veinte años, pero se reveló como una “mujer de talento”, que sabía hacer cuentas, gobernar, manejar y administrar bien las cosas y las personas. Ordenó que todos los granjeros, colonos y arrendatarios o servidores se dirigieran a ella para todos los asuntos. Y en los dieciocho años que se ocupó de la administración de Bourbilly, no cambió casi nunca de criados ni servidores, excepto dos que despidió por no poder conseguir que se enmendaran de algunos vicios adquiridos.

Juana tenía una severidad dulce y una dulzura que sabía ser severa. En ella se daban “los contrarios”, un don en el que, según Pascal, radica “la verdadera virtud”. Se levantaba muy temprano, asistía diariamente a misa en la capilla del castillo acompañada de sus gentes. Luego recorría sus tierras, a menudo a caballo, vigilando todo como dueña, hablando familiarmente con sus encargados, interesándose por sus trabajos, familias y necesidades: todo se animaba a su paso. Si se quedaba en casa, hacía labores manuales para sí o para los pobres. Por la noche reunía a su alrededor a la gente de la casa para rezar. El domingo iban todos juntos a misa en la pequeña iglesia de Vic-de-Chassenay. Todos cantaban animados por la baronesa.

La vida espiritual de Juana y de Cristóbal

Juana se dio cuenta de que cuando su marido regresaba al castillo, dejándose llevar por la alegría de tenerlo junto a sí, descuidaba algunas de sus prácticas de piedad. Y tomó la firme resolución de ser fiel a ellas tanto si estaba su marido como si no.

También observó que “en cuanto dejaba de ver al barón de Chantal, sentía en mi corazón grandes atractivos de ser toda de Dios, pero, por desgracia, no sabía aprovechar ni reconocer la gracia que Dios me ofrecía y todos mis pensamientos y oraciones iban dirigidos a pedir la conservación y regreso de mi querido esposo”.

Aparecen, pues, en Juana los primeros deseos de ser “toda de Dios”, sin ver lo que significaban ni como se armonizaban con el amor a su esposo.

Curiosamente, estos mismos años, se libraba una lucha semejante en el corazón de su esposo Cristóbal, una lucha, en este caso, entre el amor a la gloria y el amor a Juana. La gloria era seguir frecuentando la corte. Pero sorprendentemente, en 1601, Cristóbal de Chantal decidió dejar la corte y retirarse a Bourbilly. En su despedida de la corte, compuso una canción –pues además de soldado era poeta- de despedida a las damas de la corte. Y en esa canción, en la última estrofa, decía que “el solo pensamiento de las virtudes de su querida mitad le hacía despreciar las vanidades y grandezas de la corte”. Regresó a principios de 1601 en ese terrible invierno de 1600-1601, en el que el hambre azotó Borgoña. Juana multiplicó sus servicios y ayudas. El horno del castillo no era suficiente y mandó construir otro más grande para asegurar todos los días el pan a los pobres; se le llamaba “el horno de los pobres”. Obtuvo de su marido que varias salas del castillo fueran transformadas en hospital para los enfermos y “para todas las nodrizas de Bourbilly con los niños y las cunas”. Entonces cayó gravemente enfermo el señor de Chantal y “la que tanto le amaba en plena salud demostró cuanto lo quería durante esta enfermedad. Todos sus paseos se reducían a ir de la capilla a la cabecera del lecho del enfermo”.

La enfermedad del barón fue ocasión para una elevación espiritual de su alma. Pues el enfermo “tenía sentimientos muy incesantes referentes a la eternidad y quería que se hicieran una promesa recíproca: que el primero que quedara libre por la muerte del otro consagraría el resto de sus días al servicio de Dios”. Pero Juana, con mucha amabilidad, cambiaba de conversación: no quería oír hablar de la muerte.

La muerte del barón

El enfermo se curó pronto y empezó su convalecencia. Un día, uno de sus vecinos, el señor de Anlezy, que era también pariente y amigo, le propuso ir a cazar. Y se produjo un accidente: se le disparó el arcabuz al señor de Anlezy e hirió gravemente al barón de Chantal. Éste, viéndose herido de muerte le dijo: “Muerto soy, primo y amigo mío, y te perdono de todo corazón. Has dado ese desgraciado golpe por imprudencia”. Luego envió cuatro criados a cuatro parroquias vecinas para buscar a un sacerdote, y a otro criado para prevenir a la baronesa con la advertencia de ocultarle que la herida era mortal. Juana estaba todavía en la cama, pues hacía quince días que había dado a luz a su última hija. “¡No me dicen la verdad!”, pensó, y rápidamente se levantó y se dirigió hacia donde estaba el herido.

Cuando la vio, Cristóbal exclamó: “Querida mía, el fallo del cielo es justo, hay que aceptarlo y morir”. “No, no –dijo ella-, hay que tratar de curarse”. “Todo será en vano”, contestó Cristóbal. Juana quiso decir algunas palabras sobre la imprudencia del involuntario culpable, pero el herido dijo: “Veneremos la divina providencia, consideremos este golpe venido de más alto”. Y al desesperado señor de Anlezy: “Primo mío y querido amigo, este golpe me ha sido lanzado del cielo antes que de tu mano, te ruego no peques enfureciéndote contra ti mismo en una acción en la que no tienes culpa; ¡acuérdate de Dios y de que eres cristiano!”.

El señor de Chantal fue trasladado al castillo. Allí vivió nueve días más entre grandes sufrimientos. Exhortaba a Juana a imitarlo en su perdón al señor de Anlezy y a resignarse. Ella se negaba a aceptar su desgracia: “Señor –oraba desesperada de dolor-, tomad todo lo que tengo en la vida, padres, bienes, hijos, pero dejadme a este esposo que me habéis dado”. Cristóbal ordenó que su perdón fuese inscrito en los registros de la parroquia “para que no se intentara ningún proceso contra el señor de Anlezy”.

La presencia y el cariño de sus cuatro hijos salvaron a Juana de la desesperación, pero no logró perdonar al señor de Anlezy, a pesar del admirable ejemplo de su marido. Se negó incluso a verlo. Pasaron así cinco años. Hizo falta toda la firme paciencia de Francisco de Sales para que ella cediera al fin: “No es necesario –le escribía a Juana- buscar la ocasión, pero si se presenta quiero que vayáis a la entrevista con el corazón tranquilo, generoso y compasivo. Sin duda vuestro corazón se turbará y vuestra sangre hervirá, pero ¿qué importa esto?”.

La ocasión se presentó en efecto. El encuentro fue breve, pero costó muchas lágrimas a la viuda del barón de Chantal. Y como Juana no hacía nada a medias, quiso ser madrina del bautismo de uno de los hijos del señor de Anlezy.

La necesidad de un guía espiritual

Una vez enviudada, Juana redujo su vida social y se despojó de todo lo superfluo y mundano sin perder su gentileza y gracia. Y sus “tentaciones” se intensificaron bruscamente: “Algunos meses después, además de la gran aflicción que tenía por mi viudez (…) plugo a Dios permitir que mi espíritu fuera agitado de tan diversas y violentas tentaciones, que si su bondad no hubiera tenido piedad de mí, hubiera perecido sin duda en aquella tempestad”. Al mismo tiempo “la atracción que sentía hacia Dios era tan grande que hubiese querido dejarlo todo e irme al desierto para vivir más íntegra y perfectamente y fuera de todo obstáculo”. En su desconcierto deseaba encontrar un guía espiritual que le diera un poco de luz.

Juana Francisca sentía un deseo vehemente de dirección espiritual y se lo pedía insistentemente a Dios. Y un día que paseaba a caballo por el campo de Bourbilly, pidiendo a Dios el guía que debía conducirla a él, “al pasar por un ancho camino, junto a un prado, en una hermosa y extensa llanura vio de repente, en la falda de una pequeña colina, no lejos de ella, a un hombre de la estatura y del parecido de nuestro bienaventurado Padre Francisco de Sales, Obispo de Ginebra, vestido con una sotana negra, roquete y bonete en la cabeza, exactamente lo mismo que estaba cuando lo vio por primera vez en Dijon. Esta visión derramó en su alma un gran consuelo y la certidumbre de que Dios la había escuchado; al mismo tiempo que miraba detenidamente a aquel admirable Prelado, oyó una voz que le dijo: “He aquí el hombre, muy amado de Dios y de los hombres en cuyas manos debes descansar tu conciencia”. Sus rasgos le quedan fuertemente grabados. Podrá reconocerlo en cuanto lo encuentre, lo que ocurrirá al cabo de varios años.

Resulta muy significativo que, al mismo tiempo que la viuda de Chantal tiene esta visión, también el obispo de Ginebra, estando en oración en la capilla del castillo de Sales, es agraciado por el Señor con una visión: ve a una mujer joven, vestida de luto, y se le revela entonces que esta mujer viuda será la piedra fundamental de una congregación religiosa de la que él sería el inspirador.

Un guía que no era el que Dios había escogido

Llevada por el vehemente deseo de dirección espiritual que tenía, Juana Francisca se puso en manos de un director espiritual, cuyo nombre ignora la historia, que no era el que había visto en la visión. Se lo recomendaron de manera muy entusiasta algunas amigas suyas y, desconfiando de sí misma, e incluso temiendo que la visión hubiera sido un engaño, ella se confesó con él y le pidió dirección espiritual.

El director le impuso cuatro votos: el de obedecerle en todo, el de no cambiar nunca de director, el de guardar fielmente el secreto de cuanto le diga y aconseje y el de comunicar sólo con él el interior de su alma.

El “estilo” de esta dirección espiritual está marcado por la rigidez y la intransigencia, las penitencias, las oraciones y los ayunos inmoderados: “sobrecargó su espíritu con multitud de oraciones, meditaciones, métodos, acciones, prácticas y observancias diversas; consideraciones y raciocinios en extremo laboriosos. Le mandó también hacer oración a medianoche, ayunos, vigilias y otras numerosas penitencias”. Ella le obedece fielmente durante dos años, aunque siente en lo profundo de su corazón que estos no son los caminos de Dios.

El suegro

En el otoño de 1602, Juana de Chantal volvió a Bourbilly y pensaba permanecer allí, pero pronto recibió una carta del anciano barón Guy de Chantal (su suegro), exigiéndole que se instalara con él en el castillo de Monthelon con la amenaza de que, si no lo hacía, se casaría de nuevo (¡tenía setenta y cinco años!) y desheredaría a sus nietos. El golpe fue terrible porque Juana no ignoraba lo que le esperaba en Monthelon. Obedeció y “abrazando esta cruz fue a vivir a casa de su suegro con sus cuatro hijos, donde pasó un purgatorio de siete años y medio”.

Juana, que “por naturaleza era un poco altiva, aprovechaba todas las ocasiones para devolver con buenas obras el mal que recibía; incluso hacía de maestra de escuela de los hijos de esta mujer, enseñándoles a leer, peinándolos y vistiéndolos algunas veces, mientras que el ama de llaves le hacía mil impertinencias a la señora de Chantal, según su natural grosería y su carácter rústico”.

Así fue pasando el tiempo. La prueba era dura. Juana se sentía cada vez más “aprisionada” entre sus “tentaciones”, las exigencias de de su director de Dijon y el humillante servicio en Monthelon.

Cuando conocerse es reconocerse: el encuentro en Dijon

El 5 de marzo de 1604, primer viernes de cuaresma, Francisco de Sales está predicando en Dijon. Muy cerca del púlpito, frente al predicador, está Juana Francisca, que ha sido invitada por su padre a escuchar a este afamado predicador. Apenas lo ve, reconoce en él al hombre que Dios le había mostrado como director espiritual en la visión misteriosa de Bourbilly. Por su parte, también el obispo fija su atención en esa mujer joven, vestida de luto, que escucha tan atentamente sus palabras. Pregunta por ella al obispo de Bourges, con quien ha iniciado una honda amistad, y siente gran alegría al saber que se trata precisamente de su hermana. Aunque más lentamente, también él empieza a reconocer en la baronesa a la mujer de su visión. Francisco de Sales y Juana Francisca de Chantal, que no se conocían, se “reconocieron”. Dios es el “Dios de los encuentros”.

La primera confesión

Cuando la cuaresma estaba acabando, Juana Francisca se sintió agobiada por sus inquietudes y buscó a su confesor, que resultó estar ausente. Entonces le pidió a su hermano Andrés, el obispo de Bourges, que le facilitara un encuentro con el obispo de Ginebra. El encuentro tuvo lugar en casa del obispo y terminó en la iglesia donde Juana Francisca se confesó. Pero Juana Francisca no podía tratar a fondo de su alma con Francisco de Sales a causa del escrúpulo que le causaba el voto que le había impuesto su director. De modo que Juana Francisca recobró la paz, pero seguía inquieta.

El 26 de abril, Francisco de Sales inicia el viaje de regreso a Annecy y se despide de la Señora de Chantal. En la primera parada del viaje le escribe esta breve nota: “Creo que Dios me ha entregado a usted; a medida que pasan las horas, estoy más fuertemente convencido de ello. Es todo lo que puedo decirle, encomiéndeme a su buen Ángel custodio”. Ya desde Annecy, el 3 de mayo, le envía una larga carta en la que podemos leer: “Cuanto más me he alejado de usted en el espacio, más me siento unido en el espíritu. No dejaré nunca de pedirle a nuestro Dios que se complazca en perfeccionar en usted la obra buena, es decir, el propósito de llegar a la perfección de la vida cristiana”.

La confesión con el P. Villars S.J.


Juana tiene el alma agitada y, no pudiendo soportar la tensión interior, va a confesarse con el P. Villars, Rector de los jesuitas, a quien expone la agitación en que se encuentra su espíritu. El P. Villars la escucha y le dice con firmeza: “Es voluntad del Señor que os pongáis bajo la dirección de Monseñor de Ginebra, esa es la que os conviene, y no la que ahora seguís”. Además, por su cuenta, le escribió al obispo en estos términos: “Sabed, Monseñor, que Dios me daba tan vivos impulsos de asegurar a la Señora de Chantal que su divina bondad quería darle el agua de la Samaritana por el canal de vuestros labios, que si los Ángeles en grupos hubieran venido a disuadirme de ello, no creo que lo hubieran logrado, porque la impresión había sido hecha en mi alma por el Rey de los Ángeles”.

La reacción de Juana Francisca


A la Señora de Chantal le pareció que se le quitaba de encima un peso muy grande y quedó con la seguridad de que cuanto le dice el padre jesuita es la voluntad de Dios. Pero cuando regresó su primer director y le contó todo lo sucedido, el celoso director apeló a sus derechos sobre la conciencia de su dirigida, no pudiendo admitir intromisiones desde fuera. Y, para reforzar su autoridad, la obligó a renovar sus cuatro votos, cosa que ella hizo por obediencia y que la sumergió de nuevo en la angustia.

En tal situación, se decidió a escribir al obispo de Ginebra para contarle todo lo que le pasaba. Francisco de Sales le respondió diciéndole que era bueno no tener más que un director espiritual, pero que eso no excluía el trato y la comunicación con otros o “el recibir consejos en otra parte”. Por ello le recomienda: “Obedezca al primer director filial y libremente, y no dude en servirse de mí caritativa y francamente”. Pero con relación a su deseo de que él se haga cargo de la dirección de su alma, el obispo quiere esperar todavía para poder conocer mejor la voluntad de Dios. Para ello le propone un nuevo encuentro que queda fijado para el 24 de agosto en Saint-Claude, una pequeña población del Franco Condado.

El encuentro de Saint-Claude


El encuentro dura tres días. Francisco acude acompañado de su madre y de su hermana pequeña Juana y Juana Francisca va acompañada por las dos hermanas Bourgeois, la señor Brulart y la abadesa de Puits d’Orbe.

En el primer día Juana Francisca le expone detalladamente todos sus problemas de conciencia. El obispo apenas pronuncia palabra: escucha silenciosa y atentamente. Tras una noche de oración, a la mañana siguiente le declara: “Realmente es voluntad de Dios que me encargue de su dirección espiritual y que usted siga mis consejos”. Entonces Francisco de Sales disuelve los cuatro votos hechos al primer director, que estaban atenazando su alma y destruyendo su paz interior. Juana Francisca hizo su confesión general con el obispo de Ginebra y, al terminarla, el obispo le entregó una breve nota que decía: “Acepto, en nombre de Dios, la responsabilidad de su dirección espiritual para realizarla con todo el cuidado y la fidelidad que me sea posible y me lo permitan mis obligaciones episcopales”. La viuda de Chantal, sin que nadie se lo exigiese, hace voto de obedecerle.

La Madre de Chaugy precisa: “Desde ese día, fiesta de san Luis, comenzó a gozar del reposo interior de los hijos de Dios con completa libertad interior, y su oración se hizo cordial e íntima”.

Las complicaciones mentales de Juana Francisca y las orientaciones de san Francisco de Sales


Juana Francisca pasa un tiempo de paz, pero no le dura mucho. Vuelven pronto las tentaciones, los escrúpulos, las dudas sobre si debía o no debía liberarse de los cuatro votos. Y escribe al Obispo de Ginebra, quien le responde con una larga carta que contiene todo un programa de vida. En esa carta leemos: “La elección que ha hecho tiene todas las señales de ser una elección buena y legítima. No lo dude más. Ese fuerte movimiento del espíritu que la ha llevado a hacerlo casi a la fuerza y con gran consuelo, la reflexión que le he hecho antes de consentir; el no habernos fiado de nosotros mismos, sino el haber hecho intervenir a vuestro confesor, bueno, docto y prudente (el P. Villars), el haber dado tiempo a los primeros movimientos de su conciencia para enfriarse, el haber precedido a ello la oración no de un día ni de dos, sino de muchos meses, son ciertamente señales infalibles de que ésa era la voluntad de Dios”.

En cuanto a las tentaciones contra la fe, Francisco aconsejó a Juana a tratarlas con indiferencia y no darles importancia. “La regla general de vuestra obediencia es ésta: hacer todo por amor y nada por la fuerza, y amar la obediencia más que temer la desobediencia. Os dejo la libertad de espíritu”.

“Esta alma generosa, al ver la belleza, la claridad, la excelencia de las determinaciones que había hecho hacia la perfección, se lanzó a conseguirla con demasiado ardor y múltiples deseos. Adelgazó y perdió fuerzas por una continua palpitación de corazón”.

A Juana le gustaba mucho entonar canciones espirituales; sobre todo le gustaban los salmos, puestos en verso por Philippe Desportes: “llevaba siempre este libro con ella y cuando iba por los campos lo colgaba en un saquito en el arzón de la silla de su montura para así poder cantar y alabar a Dios s lo largo del camino”.

Uno de los problemas de Juana en esta época fue un pretendiente extremadamente rico y también viudo, que era gran amigo de su padre. Toda la familia la presionaba para este matrimonio y ella sufría mucho porque no quería disgustar a su padre, pero quería ser fiel a su propósito de pertenecer por completo y en exclusiva al Señor. Francisco de Sales la aconsejó en los siguientes términos: “No hay que hacer perder el tiempo al comprador, cuando no tenemos la mercancía que piden, hay que despacharlos como a ladrones para que se vayan a otra parte”. Pero Juana, que era extremada, hizo más: no sabemos con qué instrumento, pero grabó el santo nombre de Jesús sobre su corazón. La cicatriz permaneció toda su vida.

El discernimiento de cara a la fundación de la Orden de la Visitación


Las dificultades de cara a esta fundación eran verdaderamente importantes. Estaba, ante todo, el anciano padre de Juana Francisca, que quedaría solo, puesto que su otra hija había muerto y el hijo, que era el arzobispo de Bourges, difícilmente podría ayudarlo. Además estaba la situación de su suegro, el barón de Chantal, ya octogenario, al que ella cuidaba, multiplicándose entre Monthelon y Dijon. Pero, especialmente, Juana Francisca tenía que pensar en sus hijos, todavía de corta edad: Celso Benigno (once años), María Amada (nueve años), Francisca (ocho años) y Carlota (seis años). Tenían necesidad de una madre.

Muy consciente de estas dificultades reales, San Francisco de Sales decide aplazar la fundación de la nueva Orden durante varios años, al menos hasta que las dificultades pudieran estar superadas. Una vez más, deja todo al cuidado de la Providencia, “manteniéndose en paz y sin apresuramientos, esperando el orden que Su divina Sabiduría dispusiera se había de seguir en esto”. Y, efectivamente, el Señor proveyó.

Tras muchos avatares y después de sentidos duelos (la hermana menor de Francisco de Sales, la hija menor de la baronesa y la madre del Obispo de Ginebra), y después del deseado matrimonio entre Bernardo de Sales, hermano del obispo, y María Amada, hija de la señora de Chantal, en el año 1610, en la humilde casa de la galería, se fundó en Annecy, la Visitación.

La despedida de su familia


El presidente Frémyot, desde el comienzo de la despedida, se había retirado a su gabinete temiendo no poder contener sus lágrimas suficientemente. Juana acudió en su búsqueda y fue entonces cuando tuvo que “pasar sobre” Celso Benigno. “El joven caballero, bañado en llanto y con una gracia sin igual –dice la Madre de Chaugy-, fue a tenderse en el suelo delante de la puerta de la sala diciendo: ‘Pues bien, madre mía, ¡soy demasiado débil y demasiado desdichado para reteneros, pero al menos se dirá que habéis hollado a vuestro hijo con vuestros pies!’. Este gesto de su querido hijo estuvo a punto de hacer estallar de dolor a su afectuosa madre, la cual, siguiendo el consejo de San Jerónimo, pasó sobre su querido hijo, se detuvo un instante y derramó algunas lágrimas”. Entonces intervino un eclesiástico presente: “Pero, señora, ¿las lágrimas de un joven pueden hacer flaquear vuestra constancia?”. “De ninguna manera, dijo ella sonriendo, pero qué queréis, soy madre”. Esta sonrisa de Juana nos muestra que no valoraba en exceso el caballeresco desafío del joven barón; y las lágrimas derramadas nos revelan que tampoco valora en exceso su propio valor.

Cuando atravesaron las puertas de la ciudad de Dijon, llevándose consigo a María amada y a Francisca, así como a la señorita Bréchard, Juana y la señorita Bréchard entonaron los salmos 121 y 83: “Qué alegría cuando me dijeron: vamos a la casa del Señor” y “Qué deseables son tus moradas”, y una inmensa alegría inundó sus corazones.

El camino espiritual de Juana


El misterio espiritual de Juana es que en ella se da un contraste muy acentuado entre unas virtudes que tiene muy bien asentadas en su alma y una especie de “insensibilidad” hacia la fe que también está presente en ella. Francisco de Sales le escribió un día: “Es una verdadera insensibilidad que os priva del gozo de las virtudes que tenéis muy bien asentadas. Dios no quiere que os encarguéis del gobierno de vuestra fe, de vuestra esperanza, de vuestra caridad y de otras virtudes”. Ella experimentó lo que los maestros espirituales llaman “la desnudez de la fe”. Esta prueba le duró toda la vida, alternando épocas de más intensidad con otras de tregua. Juana vivió siempre con una esperanza desesperada, con la fe desnuda y combatida y con una caridad insensible.

Es lo que Francisco de Sales llamaba “el despojo” o “el abandono”, y que inculcó a Juana de manera muy explícita en el retiro de Pentecostés de 1616: “¿Cuándo llegará el día en que el amor natural de la sangre, las conveniencias, las buenas maneras, las correspondencias, las simpatías, las gracias, sea purificado y reducido a la obediencia perfecta del puro amor al beneplácito de Dios? ¿Cuándo llegará el día en que el amor propio no desee más la presencia, las pruebas y señales externas, sino que permanezca plenamente saciado con la inmutable seguridad que Dios le da de su perpetuidad? ¿Qué puede añadir la presencia a un amor que Dios ha forjado, sostiene y mantiene. Y en perfecta coherencia con esto, invitó a Santa Juana a que se liberara poco a poco de su misma dirección y orientación, de sus consejos: “Además, mi muy querida Madre, hay que prescindir de cualquier nodriza; debe dejar incluso la que tiene, y quedarse como una pobre y endeble criatura ante el trono de la misericordia de Dios, y permanecer en total desnudez sin solicitar nunca ni acción ni afecto alguno para la criatura, sino hacerse indiferente a todo lo que Él quiera ordenarle, sin detenerse a pensar que seré yo quien le sirva de nodriza”. “No piense más en la amistad ni en la unidad que Dios ha hecho entre nosotros, ni en sus hijos, ni en su cuerpo, ni en su alma, ni, en fin, en cualquier otra cosa, pues todo lo ha entregado a Dios (…) Lo que tenga que hacer, no lo haga porque le agrada, sino porque puramente es la voluntad de Dios”. a lo que Juana le respondió ese mismo día escribiendo: “¡Dios mío, mi verdadero Padre, cómo ha penetrado el cuchillo hasta el fondo!”.

Así fue el camino espiritual de Juana quien, en 1641 –el último año de su vida terrena-, confió a la Madre de Blonay: “De todas las tentaciones espirituales de las que me hablan las hermanas, a menudo, he sido atacada. Dios me da lo que debo decirles para consolarlas, mientras yo permanezco en la pena”. Y a la madre de Châtel le confió meses antes de morir: “Hace cuarenta años que las tentaciones me persiguen, ¿voy a perder por ello mi coraje? No, yo quiero esperar en Dios, aunque me mate y anonade para siempre”.

La salud


Juana siempre había sido muy entregada a la visita y el cuidado de los enfermos. Esta actividad caritativa constituía “las delicias de su fervor”, y empezó a practicarla en Annecy desde 1612 con tanta dedicación que se agravó su estado de salud hasta llegar a temer por su vida. Juana se curó, pero fue el comienzo de las “molestias” que la acompañaron durante muchos años. Ni los médicos de Annecy ni un eminente médico de Ginebra pudieron aliviarla de sus males. Uno de ellos llegó a declarar un día que creía que “estaba más enferma de amor divino que de trastorno de humores”. Francisco de Sales rezaba y hacía rezar por la “abeja madre de nuestra colmena”, pero al mismo tiempo se esforzaba en descubrir en todo esto la voluntad de Dios. “Quizás, hija mía –le dijo un día-, Dios quiere contentarse con nuestro ensayo y con el deseo que hemos tenido de erigirle esta pequeña congregación, como se contentó con la voluntad que tuvo Abraham de sacrificarle a su hijo; si esto es así y le place que nos volvamos a la mitad del camino, hágase su voluntad”.

La soledad


A comienzos del año 1617, el barón de Thorens, esposo de María Amada, que servía en el ejército del duque de Saboya, recibió la orden de conducir un regimiento al Piamonte. Pronto fue atacado por la fiebre de la peste, que hacía estragos en el ejército. Murió el 23 de mayo de 1617. Grande fue el dolor para María Amada, que estaba esperando un hijo. Necesitó toda la ternura de su madre para soportar ese golpe desde la fe. Se refugió en la Visitación. Pero cuatro meses más tarde dio a luz antes de tiempo en el monasterio de Annecy, pues se había considerado que era imposible el traslado hasta el lugar preparado para el parto. El niño murió al nacer después de ser bautizado por su abuela. Como María Amada sentía cerca su fin, pidió vestir el hábito de la Visitación. Pronunció sus votos ante Monseñor de Ginebra. Murió el 7 de septiembre. La Madre de Chantal tuvo el valor de cerrarle los ojos.

Tantos sufrimientos y muertes hicieron caer a Juana de Chantal en una grave enfermedad, hasta el punto de que Francisco le administró los últimos sacramentos. “Dios quiso llevarla hasta las puertas de la muerte –escribe la Madre de Chaugy- y luego retirarla”.

En efecto, al verla en agonía, Francisco le llevó unas reliquias de San Carlos Borromeo e hizo el voto de peregrinar hasta su tumba. La Madre de Chantal se curó de repente. Era a comienzos de febrero de 1618. Desde entonces, el obispo de Ginebra y la Madre de Chantal vivieron lejos uno del otro. Apenas si se cruzaban sus caminos, a veces por algunos días o semanas, ocupados cada uno con mil asuntos. La correspondencia misma se espaciará forzados por las circunstancias, y la Madre de Chantal experimentó muchas veces inmensa soledad y desamparo. Dios era entonces su único recurso. Lo que había aceptado durante el retiro de Pentecostés de 1616 se cumplía.

Los hijos


La Madre de Chantal no olvidaba que también era madre y responsable de su hija Francisca y de su hijo Celso Benigno. El futuro de estos dos hijos le preocupaba. Francisca había crecido bajo la dirección de su madre en la Visitación de Annecy, pero la sangre de los Rabutin-Chantal hervía en ella. Muy mundana, “era afecta a las cosas del mundo”. Le gustaba el placer, el dinero y tenía “el espíritu altivo” y burlón, ¡lo que no facilitaba precisamente su casamiento!

Por suerte, un gentilhombre de buena cuna, M. de Toulongeon, perteneciente a la corte, buen soldado, católico ferviente y fiel, se enamoró perdidamente de la joven. La boda tuvo lugar el 12 de junio de 1620.

En cuanto a Celso Benigno, fue siempre el orgullo y el tormento de su madre. El joven vino a la corte probablemente en 1616; tenía entonces veinte años. Pidió a su madre tomar posesión de sus bienes, y su tío, el arzobispo, del cual era su preferido, lo colmó de dinero. De buena presencia, dueño de su fortuna, jovial, dotado de ingenio, “todo jugaba a su favor” y conoció lo que sucedía en una corte frívola: intrigas, locuras, aventuras galantes y, en consecuencia, duelos.

La madre de Chantal se estremecía en permanente inquietud por su hijo, cuyos hechos no dejaba indiferente su corazón de madre. “Él es bueno y tiene buenos sentimientos, pero su juventud lo arrastra”. Confió sus angustias a su sobrino de Neuchaize: “El alma de vuestro primo (Celso Benigno) me aflige y me llena de inquietud y recurro a la divina Providencia para dejar en sus manos la salvación y el honor de este hijo, no puedo hacer otra cosa que sufrir y llorar”. Como buena madre de su época, deseaba casarlo, con la esperanza de que el matrimonio le hiciera sentar la cabeza.

La última entrevista de Francisco de Sales y Juana (8 de diciembre de 1622)

Hacía tres años que la madre de Chantal estaba lejos de su director espiritual, ella en París o de viaje, él en Annecy. Tenía gran necesidad de abrirle su alma y pedirle consejo. Por fin se pudieron encontrar en Lyon el 8 de diciembre de 1622, en el locutorio del convento de la Visitación. “Madre mía, tenemos algunas horas libres. ¿Cuál de los dos empezará primero a decir lo que tenga que decir?”, dijo San Francisco de Sales.

La Madre de Chantal que “era ardiente y tenía más cuidado de su alma que de ninguna otra cosa”, respondió en el acto: “Yo, por favor, Padre mío, mi corazón tiene gran necesidad de ser examinado por vos”. Pero Francisco, “viendo un poco de afán, aunque espiritual, en la que deseaba del todo perfecta, le dijo dulcemente pero con toda gravedad: ‘¿Cómo? Madre mía, ¿tenéis aún deseos ardientes y deseos de ser la primera? Y yo que os creía ya del todo angelical. Madre mía, nosotros hablaremos de nosotros mismos en Annecy, ahora concluyamos con los asuntos de nuestra Congregación. ¡Oh! –agregó- ¡cuánto amo a nuestro pequeño Instituto porque Dios es muy amado en él!’”. Y durante cuatro horas hablaron sobre diferentes asuntos para el bien de la Visitación. Luego ordenó a la Madre de Chantal que realizara distintas visitas a los nuevos monasterios y que pasara por Chambéry y buscase una casa para fundar allí. La Madre de Chantal obedeció inmediatamente y pasó la Navidad en Grenoble. Francisco de Sales, que seguía en Lyon, sufrió un ataque de apoplejía y murió el 28 de diciembre hacia las ocho de la noche.

La noticia de la muerte de Francisco de Sales

Michel Favre, capellán del obispo de Ginebra que acompañaba a la Madre de Chantal en este viaje, recibió la noticia del fallecimiento, pero no se atrevió a comunicársela. Juana partió de Grenoble muy contenta porque había encontrado un monasterio lleno de fervor. Michel Favre se preocupó de que la Madre no recibiera cartas ni hablara con ninguna persona que le pudiera comunicar la triste noticia del fallecimiento de su “Padre único” durante el viaje.

Llegaron a Belley dos días antes de la fiesta de Epifanía. Las Hermanas ya sabían que su fundador había muerto, pero la superiora las había persuadido para que no demostraran su dolor delante de la Madre de Chantal. El día de la Epifanía Juana manifestó su preocupación por no tener noticias de Monseñor de Ginebra. Entonces Michel Favre le entregó una carta del nuevo Monseñor de Ginebra, hermano y sucesor de Francisco de Sales, en la que relataba las circunstancias de su muerte. “Me puse de rodillas –le contó a la Madre de Chaugy-, adorando la divina Providencia y abrazando lo mejor que me fue posible la santísima voluntad de Dios y, con ella, mi incomparable aflicción. Lloré mucho durante el resto del día y durante toda la noche hasta después de la santísima Comunión, pero muy suavemente y con una gran paz y serenidad ante esa voluntad divina y con la gloria de que goza ya este Bienaventurado”. Luego volvió a su ritmo de vida conventual.

La herencia de Juana

Cuando Francisco de Sales murió, la Visitación contaba con 13 monasterios y, cuando la Madre Chantal muera en diciembre de 1641, habrá un total de 87. En diecinueve años fundó 74 casas de la Orden. Lo que hereda en diciembre de 1622 es un espíritu, y esto es mucho más delicado de gestionar que los bienes materiales: se trataba del espíritu de Francisco de Sales.

La muerte de Celso Benigno (agosto de 1627)

Celso Benigno encontró la muerte luchando contra los protestantes que habían recibido de Inglaterra la ayuda de 8000 soldados para intentar reconquistar la isla de Re que las tropas reales habían reconquistado a los hugonotes rebeldes de La Rochelle. Chantal reunió a un pequeño puñado de franceses -200 caballos y 800 infantes- a quienes correspondería, junto con otros, defender el honor del rey. “Se destacó con gran valor durante las seis horas de combate. Fue herido con 27 golpes de pica que le causaron la muerte dos horas después. Tenía 31 años”.

“Madre mía –le dijo Monseñor Juan Francisco de Sales a la Madre Chantal- tenemos noticias de guerra que comunicaros; hubo un duro choque en la isla de Re. El barón de Chantal, antes de partir, oyó misa, se confesó y comulgó”. A lo que Juana respondió: “O sea, Monseñor, que ha muerto”. El buen prelado se puso a llorar sin poder responder una sola palabra y en aquel locutorio se oyó un gemido universal.

La Madre Chantal se puso de rodillas y dijo: “Señor mío y Dios mío, permitidme que os hable para dar un poco de expansión a mi dolor. ¿Y qué diré yo, Dios mío, sino daros las gracias por el honor que habéis hecho a este único hijo de llevároslo cuando combatía por la Iglesia Romana?” Luego tomó un crucifijo, del que besó las dos manos, y dijo: “Redentor mío, recibo vuestros golpes con toda la sumisión de mi alma, y os ruego que recibáis a este hijo entre los brazos de vuestra infinita misericordia”. Después se volvió hacia la Madre de Châtel, allí presente, y juntas rezaron un De profundis.

Por fin se levantó y “llorando tranquilamente y sin sollozos” dijo a Monseñor de Ginebra: “Os puedo asegurar que hace más de dieciocho meses que me sentía impulsada a solicitar de Dios que su bondad me concediera la gracia de que mi hijo muriera en su servicio y no en esos desgraciados desafíos en los que sus amigos, a veces, lo comprometían (Celso benigno era proclive a hacer de padrino en los duelos, a pesar de que estaban prohibidos por el rey y por el cardenal Richelieu).

A continuación “se puso a seguir los ejercicios religiosos y a proseguir los asuntos comenzados, como si nada hubiera ocurrido”. Fidelidad a su deber y corazón sensible fueron siempre dos de sus rasgos.

Apertura de la tumba de Francisco de Sales (4 de agosto de 1632)

Hacía diez años que el cuerpo de Francisco de Sales reposaba en su pequeña capilla y, siguiendo los trámites del proceso de beatificación, se procedió a la apertura de la tumba. La muchedumbre de peregrinos no cesaba de crecer y los muros del santuario estaban llenos de exvotos que testimoniaban las gracias obtenidas por la intercesión de Francisco de Sales.

Cuando, bajo la presencia de los jueces eclesiásticos, se abrió el féretro apareció “este bendito cuerpo fresco y entero”. La emoción de los asistentes era enorme. El pueblo que había quedado fuera del templo golpeaba las puertas con violencia para ser admitido y contemplar también el rostro y el cuerpo de su pastor. Una de las puertas cedió y la multitud se precipitó en la capilla. Por la noche, Monseñor de Bourges tuvo que intervenir personalmente y amenazar con la excomunión a los que se negaban a retirarse.

En medio de este alboroto popular, la Madre de Chantal rezaba arrodillada junto a la reja, con los ojos fijos en el santo cuerpo. Los comisarios apostólicos habían prohibido que se tocara el cuerpo de Francisco. Juana obedeció, pero al día siguiente, tras obtener un permiso especial, quiso besar la mano de su “Padre único”. Entonces se produjo un hecho, testificado por muchos testigos dignos de fe: el brazo de Francisco se extendió y se posó dulcemente sobre la cabeza de la Madre de Chantal.

Otras muertes (1633)

El 24 de marzo de 1633 murió el sacerdote Michel Favre, que había sido el fiel secretario de Francisco de Sales y también su confesor (a pesar de que tan sólo tenía veinticinco años cuando Francisco de Sales empezó a confesarse con él). Francisco lo hizo confidente de sus más íntimos pensamientos y también confesor de la Madre de Chantal. Había ayudado muchísimo al joven Instituto con gran dedicación y fidelidad. Fue un duro golpe para la Madre.

En agosto de 1633, otra muerte hirió a la Madre de Chantal. La baronesa de Chantal, la joven viuda de Celso Benigno, falleció en casa de sus padres en Coulanges, donde se había refugiado con su pequeña hija Marie, la futura Madame de Sévigné. A la Madre de Chantal le dolió mucho la muerte de la “joven baronesa”, a quien amaba como a una hija, y la preocupación por la educación de la huérfana.

Un mes más tarde, el 20 de septiembre, M. de Toulongeon, esposo de su hija Francisca, murió a su vez. Cuando recibió la noticia se encontraba en el locutorio con Carlos Augusto de Sales. Juana cambió de color y dijo: “¡Cuántas muertes!” Luego, recobrándose al instante, juntó las manos y agregó: “¡Son muchos los peregrinos que se apresuran a ir a la casa del Padre eterno, recibidlos entre los brazos de vuestra Misericordia!”.

La muerte de Juana Francisca

La muerte la sorprendió en Moulins. El día 12 de diciembre se le administró el Santo Viático. Entonces delante del Santísimo Sacramento «levantó la voz, a pesar de la opresión que tenía en el pecho y de la debilidad a que la había reducido una continua y abrasadora fiebre, y con palabra viva y potente dijo: “Creo firmemente que mi Señor Jesucristo está en el Santísimo Sacramento del altar; siempre lo he creído y confesado. Lo adoro y lo reconozco como a mi Dios, mi Creador, mi Salvador y mi Redentor, que me ha rescatado con su preciosa sangre. Daría mi vida de todo corazón por esta fe, pero no soy digna. Confieso que espero mi salvación únicamente de su misericordia”»

La agonía fue larga. El sacerdote tuvo tiempo de rezar varias veces las oraciones de la recomendación del alma. Unas veces en latín, otras en francés. Una vez ella exclamó: “¡Oh, Jesús, qué hermosas son estas oraciones!”. Poco antes de morir dijo: «Vivid perfectamente unidas unas a otras, pero con la verdadera “unión de corazones” », repitiendo muchas veces la expresión “unión de corazones”. La Madre de Chantal tomó el crucifijo en la mano derecha, y en la izquierda el cirio bendito, para ir así engalanada al encuentro del Amado. El sacerdote le dijo que esos grandes dolores que sufría eran los clamores que precedían a la venida del Esposo, que ya venía, que se aproximaba y que si no quería ella salirle al encuentro. “Sí, Padre mío, dijo con claridad. Ya me voy. ¡Jesús, Jesús, Jesús!”. Con estos tres dulces suspiros acabó de morar en este mundo, para comenzar a vivir la verdadera vida con Jesús en la gloria. Expiró mientras el Padre Rector pronunciaba estas palabras: “Subvenite, sancti, etc.”, el 13 de diciembre de 1641, entre las seis y las siete de la tarde, a la edad de casi setenta años.