San Maximiliano Kolbe


San Maximiliano Kolbe
(1894-1941)


San Maximiliano Kolbe nació en 1894 en un pueblecito de Polonia y murió cuando tenía cuarenta y siete años de edad en Auschwitz. A los trece años de edad entró en el seminario de los franciscanos. Desde 1912 a 1919 estudió en Roma, licenciándose en filosofía y en teología. Se interesó también por la física y las matemáticas pues era un espíritu inquieto, ávido de conocimientos, con una inmensa energía y un gran talento organizativo, todo ello acompañado pro un carácter tenaz y obstinado.

Tuvo una concepción caballeresca de la vida, al estilo medieval, centrada en la Virgen María. Puso todas sus cualidades al servicio de la Inmaculada, su objetivo era “introducir a la Inmaculada en los corazones de los hombres para que los inflame en el amor al Santísimo Corazón de Jesús y, de este modo, buscar la conversión de todos”. Tuvo también una aguda percepción del combate espiritual como combate por la verdad, y una fe inmensa en María como la que “aplasta la cabeza de la serpiente”.

En 1927 comenzó a edificar, a 40 kilómetros de Varsovia, una ciudad que llamó “Niepokalanow”: “Ciudad de la Inmaculada”. Dicha ciudad fue conteniendo una gran basílica de la Inmaculada, un inmenso complejo editorial, el postulantazo, el noviciado, los talleres de herreros, mecánicos, carpinteros, zapateros, sastres, albañiles, una gran central eléctrica y una pequeña estación ferroviaria, con vía de empalme con la red estatal. Al cabo de diez años vivían en Niepokalanow 762 religiosos y 204 jóvenes aspirantes al sacerdocio o a la vida religiosa. Editaba ocho revistas; una de ellas, El caballero de la Inmaculada, casi rozaba el millón de ejemplares. Quería llenar la tierra de prensa cristiana para “ahogar con los remolinos de la verdad todas las manifestaciones de error que han encontrado en la prensa su más poderosos aliado”.

Cuando los nazis invadieron Polonia, el P. Kolbe fue arrestado e internado en Auschwitz. Él, que padecía de tisis y sólo tenía un pulmón, empezó tirando carros de grava y guijarros; después tuvo que cortar y cargar troncos de árbol: como era sacerdote le tocaba un peso dos o tres veces superior al de sus compañeros, que veían cómo sangraba y se tambaleaba. Él les decía: “No os expongáis a recibir golpes por mi causa. La Inmaculada me ayudará y ya me las arreglaré”. Más tarde lo destinaron a trasladar cadáveres, a menudo horrorosamente mutilados, y a apilarlos para su incineración. Él decía mientras los trasladaba: “Santa María, ruega por nosotros” y luego: “Et Verbum caro factum est” (“y la Palabra se hizo carne”). A los otros prisioneros siempre les dijo: “El odio no es una fuerza creativa, tan solo el amor es fuerza creativa”.

Para castigar la fuga de un preso, el jefe del campo condenó a muerte, por inanición, a diez presos, encerrándolos en el bunker del hambre. Uno de los condenados, al ser designado, nombró en voz alta a su mujer y sus hijos. Y entonces el P. Kolbe salió, “a paso ligero”, de la fila de los prisioneros y se dirigió al jefe del campo Fritsch. El breve diálogo entre ambos expresa el drama espiritual del siglo XX:

- “¿Qué quiere ese sucio polaco?”

- “Soy un sacerdote católico. Soy viejo y quiero ocupar su lugar porque él tiene mujer e hijos”.

La frase del comandante expresa la ideología nazi: si no eres ario (otros dirán otra cosa, pero en el fondo es lo mismo) no eres hombre. La frase de San Maximiliano Kolbe expresa la verdad cristiana: nuestra identidad y nuestra dignidad no dependen de ninguna determinación natural, ni histórica, ni social, ni cultural, sino del hecho de que hemos sido creados por Dios. Y el gesto del P. Kolbe fue un gesto profundamente sacerdotal: el gesto del pastor que no mandona a sus ovejas y que elige morir con ellas para ayudarles a hacer de la propia muerte una ofrenda a Dios. 

Sorprendentemente el jefe del campo aceptó el trueque, con lo que el P. Kolbe mostró la inmensa dignidad del ser humano que puede amar hasta dar la vida por otro. El gesto del P. Kolbe convirtió el campo en un Calvario, en una Misa, en una ofrenda voluntaria de amor, mostrando que, a pesar de toda la barbarie, eran capaces de amar.

Los condenados fueron arrojados desnudos al barracón de la muerte, en la oscuridad, y sin recibir ni una gota de agua. La lenta agonía fue ritmada por oraciones y cantos que el P. Kolbe entonaba en voz alta a los que respondían los otros condenados. El eco de esos rezos atravesaba los muros y todo el campo escuchaba esas oraciones. Día tras día, a medida que se debilitaban las voces, corría por los barracones la noticia de que “todavía rezaban”: la muerte ya no era una fatalidad sino una ofrenda. El día 14 de agosto –víspera de la Asunción de María al cielo- se les aplicó una inyección de ácido fénico en el brazo izquierdo para que murieran. El carcelero del P. Kolbe declaró más tarde: “Cuando abrí la puerta de hierro, ya no estaba vivo; pero me pareció que aún lo restaba. Todavía se apoyaba en la pared; su rostro resplandecía de una forma desacostumbrada; los ojos, muy abiertos y concentrados en un punto, toda su figura como en un éxtasis. Nunca lo olvidaré”.