La espiritualidad de San Francisco de Sales


San Francisco de Sales habla de sí mismo

En una carta de 1620 a Madre Chantal, Francisco habla de su propio corazón en los siguientes términos: "Creo que no hay en todo el mundo un alma que ame más cordialmente, más tiernamente y, por decirlo con toda sencillez, más amorosamente que yo; puesto que a Dios le ha complacido darme un corazón así. Y sin embargo yo amo las almas independientes, vigorosas y que no son femeninas; porque una ternura tan grande enreda el corazón, lo inquieta y lo distrae de la oración amorosa hacia Dios, y le impide la entera conformidad [con la voluntad de Dios] y la perfecta muerte del amor propio”.

Algunos conceptos fundamentales en San Francisco de Sales

a) La idea de Dios. Francisco habla de “Dios” con una visión admirable y exaltadora de la unidad de las personas divinas en la Trinidad: el Verbo es “la infinita imagen y figura de su Padre infinito”. Entre ellos no hay más que un solo amor infinito, “el amor divino del Padre hacia su Hijo es practicado en un solo suspiro, emitido recíprocamente por el Padre y el Hijo que, de este modo, permanecen unidos y ligados el uno al otro (…) Este amor que se produce a manera de suspiros o de inspiraciones, se llama Espíritu Santo”.

El Padre, dice Francisco, tiene hacia nosotros un amor “paternalmente maternal” o “maternalmente paternal”. Él lo llama “el Padre del amor cordial”. La vida espiritual será, pues, un encuentro con Dios “de corazón a corazón”: todo irá desde el corazón de Dios al corazón del hombre y todo deberá regresar desde el corazón del hombre al corazón de Dios, del que dice Francisco que “es Dios de corazón humano”. La espiritualidad salesiana es una espiritualidad del corazón a corazón, un intercambio incesante entre el corazón de Dios y el corazón del hombre. Es un estilo de vida en el que “el corazón habla al corazón” (cor ad cor loquitur).

El Hijo, a quien Francisco ama llamar Nuestro Señor, se hubiera encarnado igualmente aunque el hombre no hubiera pecado. Francisco de Sales se adhiere así a la tesis de San Buenaventura, para quien la encarnación formaba parte del plan primitivo de Dios sobre el hombre, anterior al pecado de Adán. El pecado lo que ha hecho es transformar esta Encarnación creadora de una nueva condición del hombre (por la visión eterna de Dios a través de la amistad con Jesucristo), en Encarnación redentora, de modo que la “bondad” de Dios se ha convertido en “misericordia”.

El Espíritu Santo es la fuente de las “inspiraciones” a través de las cuales Dios conduce nuestras vidas. Estas “inspiraciones” forman parte de nuestra “respiración en Dios”. Desde nuestro bautismo, El Espíritu Santo está presente en nosotros y nos empuja a hacer el bien y evitar el mal y a progresar en la vida espiritual, mediante sus inspiraciones.

b) El “centro del alma”. Comparando nuestra alma con el Templo de Jerusalén, San Francisco de Sales afirma que también en ella hay tres atrios que son tres diferentes grados de razón: en el primer atrio, discurrimos según nuestra experiencia sensible; en el segundo, lo hacemos según las ciencias humanas, en el tercero, discurrimos según la fe; pero además existe una cierta eminencia, una suprema punta de la razón y de la facultad espiritual, que no es conducida por la luz del discurso ni de la razón, sino por una simple mirada del entendimiento y un simple sentimiento de la voluntad, mediante el cual el espíritu asiente y se somete a la verdad y a la voluntad de Dios (…) De manera que, en la parte superior de la razón, hay dos grados; en uno de ellos se hacen los razonamientos que dependen de la fe y de la luz sobrenatural y en el otro se hacen los consentimientos de la fe, de la esperanza y de la caridad.

c) El combate espiritual. La observancia de lo que Dios nos ha mandado o tan sólo aconsejado, no se puede hacer sin un combate entre la “parte inferior” de nuestro ser y la “parte superior”. Ese combate se produce en lo más íntimo de nosotros mismos, en la “fina punta del alma”, en ese “santuario” secreto, en ese “Santo de los Santos” de nuestro templo interior, en el que solo Dios y nosotros podemos entrar. Conviene que vivamos en una gran familiaridad con el Espíritu Santo, que es quien, mediante su gracia, está siempre presente en nosotros para discernir y practicar la voluntad de Dios. Pues la vida cristiana, según la ve Francisco de Sales, es “trabajo del Espíritu Santo”, que une al Padre y al Hijo en un infinito y eterno “suspiro de amor”.

d) “Devoción”. “La virtud de devoción no es otra cosa más que una general inclinación y prontitud del espíritu para hacer lo que sabe que es agradable a Dios (…) La gente buena camina por las vías de Dios, pero los devotos corren, y si son muy devotos, vuelan”, afirma Francisco.

La verdadera y viva devoción “no es otra cosa más que una agilidad y vivacidad espiritual, por medio de la cual la caridad hace sus acciones en nosotros y nosotros por ella, con prontitud y afecto”. Ella nos induce a realizar con prontitud todo lo que Dios nos ha mandado (los mandamientos), pero también lo que nos ha aconsejado (las Bienaventuranzas), y también finalmente todo lo que, a través de las inspiraciones, el Espíritu Santo sugiere a cada uno de nosotros. La devoción es “la perfección de la caridad”. Ella nos hace vivir en un cierto clima, que es el clima de la “vivacidad”, de la agilidad y del dinamismo del amor

Elementos de la espiritualidad salesiana

A través de la relación de San Francisco de Sales con Santa Juana Francisca de Chantal, así como con otras almas dirigidas por él, se ponen de manifiesto algunos puntos esenciales de la espiritualidad salesiana.

a) Dulzura y humildad. La dulzura y la humildad “son las bases de la santidad”. Hay que tener el corazón dulce para con el prójimo y humilde para con Dios. Pero es imprescindible que estas dos virtudes lo sean “de corazón”, es decir, que no se reduzcan a la apariencia de unos gestos o unas palabras, sino que respondan a los “afectos del corazón”. Estas virtudes están estrechamente ligadas la una a la otra, aunque la preeminencia corresponde a la humildad. “La humildad vuelve dulce nuestro corazón”.

El que es dulce no ofende a nadie y soporta y aguanta de buen grado a los que le hacen mal. El que es dulce sufre con paciencia los golpes y no devuelve mal por mal. El que es dulce no se turba jamás sino que impregna todas sus palabras en la humildad y vence el mal con el bien.

La humildad es la actitud que conviene a las pobres criaturas que somos nosotros. Cuando caigamos en faltas o defectos no nos tenemos que asombrar, sino humillarnos ante Dios y recordar que su fuerza se muestra mejor en nuestra debilidad. “Nuestro Señor da tanta importancia a la humildad que no tiene inconveniente en permitir que caigamos en el pecado con tal de poder conseguir que seamos humildes”. “Nuestro Señor está tan enamorado de la humildad que no le importa que perdamos todas las demás virtudes con tal de que conservemos ésta”.

La humildad, como la sencillez, es una virtud puramente cristiana. Los paganos, aun los que mejor hablaron de las otras virtudes, no tuvieron el menor conocimiento de ellas. Porque de la magnificencia, de la liberalidad y de la constancia, escribieron muy bien; pero de la simplicidad y de la humildad no escribieron absolutamente nada.

Nunca hemos de creer que hemos hecho bien una buena acción, aunque la hayamos hecho con toda la perfección posible, porque no sabemos lo que es delante de Dios; la propia voluntad nada vale en su presencia. Nada hay tan eficaz para merecer, retener y conservar la gracia de Dios como permanecer siempre humillados y temerosos en su presencia. ¿A quién miraré, dice el Señor, sino al que es humilde y temeroso?

Si tenéis caridad y no tenéis humildad, no tenéis verdadera caridad; pues estas dos virtudes gozan de tan gran simpatía y mutua unión, que no existe una sin otra. A mayor caridad, mayor humildad.

Debemos odiar y amar a la vez nuestras imperfecciones: odiarlas porque son imperfecciones; amarlas porque nos hacen ver nuestra nada y constituyen una ocasión para que se manifieste la misericordia de Dios. Precisando más diremos: no amemos nuestras imperfecciones, pero sí la humildad que nos provocan.

No hemos de inquietarnos ni turbarnos al vernos imperfectos y poco mortificados. Hemos de despreciar nuestras faltas serenamente, de una manera tranquila y firme, y no de un modo agrio y áspero, apresurado o inquieto. Hemos de intentar de nuevo corregir nuestro corazón dulcemente y con compasión, diciendo: ‘¡oh! mi pobre corazón, hemos caído; levantémonos de nuevo y rechacemos para siempre nuestras imperfecciones’.

“El espíritu de dulzura y de tranquilidad es el verdadero espíritu de Jesús”. “Yo soy -decía de si mismo san Francisco de Sales- un hombre mezquino, sujeto a la pasión; pero por la gracia de Dios, desde que soy pastor, no he dicho nunca una palabra marcada por la cólera a mis ovejas”.

b) Aprender a vivir con las tentaciones. San Francisco de Sales nos recuerda, en primer lugar, que las tentaciones forman parte de la vida del cristiano, como un elemento con el que hay que contar, y que es imposible crecer espiritualmente sin pasar por las tentaciones. “Esas tentaciones no son más que aflicciones como las demás, y debemos serenarnos con las palabras de la Sagrada Escritura: feliz el hombre que soporta la prueba; superada ésta, recibirá la corona de la vida. A pocas personas he visto avanzar sin esta prueba y hay que tener paciencia: nuestro Dios, después de la tempestad, enviará la calma”, dice Francisco.

Dirigiéndose a la baronesa de Chantal, que sufre tentaciones contra la fe y contra la Iglesia, nuestro santo le dice: “En esta tentación hay que adoptar la misma postura que en la tentación de la carne: no discutir ni mucho ni poco, sino hacer como hacían los hijos de Israel con los huesos del cordero pascual, que no intentaban en modo alguno romperlos, sino que los arrojaban al fuego. Así hay que proceder, sin responder de ningún modo a las insinuaciones del enemigo, haciendo como si no las hubiésemos oído”. “No hacerles caso”: ésta debe de ser la actitud de base frente a las tentaciones, tanto las de la carne como las que van contra la fe: una actitud humilde y paciente, que no se enfrenta a ellas directamente, ni disputa, ni se entretiene en darle vueltas a las cosas, ni siquiera le abre la puerta, sino postrarse ante el Señor y permanecer junto a Él.

Pero como quiera que santa Juana Francisca de Chantal seguía quejándose de tantas tentaciones, nuestro santo le describió: “Usted presta demasiada atención a las tentaciones: ahí está todo el mal. Sed firme en vuestras resoluciones porque todas las tentaciones del infierno no sabrían manchar a un espíritu que no las ama, por lo tanto dejadlas correr. El apóstol san pablo sufrió tentaciones terribles y Dios no se las quiso quitar, ciertamente por amor. ¡Arriba, arriba, hija mía!, que vuestro corazón sea siempre de Jesús, y dejad ladrar al mastín a la puerta todo lo que él quiera”.

Con las tentaciones es como con las abejas, que nos pican si, por temerlas, intentamos espantarlas. Por eso no hay que pensar en ellas, ni temerlas demasiado, ni prestarles demasiada atención. Si mantenemos bien cerrada la puerta de nuestro consentimiento, no tenemos nada que temer del furor del demonio ni de la violencia de las tentaciones.

La táctica que san Francisco de Sales propone para luchar contra las tentaciones consiste en un desprecio por el cual uno desdeña combatirlas o discutir con ellas, y que las exorciza mediante actos de amor a Dios. Él aconseja “no filosofar sobre el propio mal”, es decir, no reflexionar sobre las tentaciones que uno sufre, haciéndolas tema del pensamiento y de la atención de la mente.

También observa que en nuestro espíritu hay una parte inferior, que tal vez se complace en la tentación, que experimenta una delectación en el hecho de ser tentado, mientras que la parte superior de nuestro espíritu está fijada en Dios y mantiene a nuestra voluntad alejada y opuesta al pecado. Es la guerra entre el hombre exterior y el hombre interior, que no constituye pecado alguno, siempre que la voluntad se mantenga en la fidelidad a Dios.

Manteniendo siempre esta actitud básica frente a la tentación, en alguna ocasión, es posible que, con la ayuda del Señor, se pueda realizar algún “contraataque” a la tentación y al tentador. Pero esto, si se puede hacer, debe hacerse atacando “con afectos y no con razones, con sentimientos y no con consideraciones”, dice nuestro santo con una gran perspicacia puesto que la tentación se sustenta siempre en un sentimiento, en un afecto, en un “estado de ánimo”, y las razones no pueden nada contra los afectos, mientras que un afecto puede desplazar a otro.

En resumidas cuentas, Francisco de Sales nos recuerda dos grandes verdades: que hemos de estar siempre vigilantes, desconfiando de nosotros mismos y pidiendo ayuda al Cielo, y que nuestros enemigos pueden ser rechazados, pero no destruidos.

c) “Todo por amor, nada por la fuerza”: “Todo lo que se hace por amor es amor: el trabajo e incluso la muerte no es más que amor, cuando lo recibimos por amor”. “Nuestro Señor la ama, la quiere totalmente suya. No tenga otros brazos para guiarse que los suyos, ni otro regazo para descansar más que el suyo y su providencia; no dirija su vista a otra parte, y no fije la atención más que en Él”. “Mantenga su corazón dilatado; y que siempre el amor de Dios sea su deseo, su gloria y su meta”. Es muy interesante, al respecto, el comentario que hacía la servidumbre del castillo de Monthelon, donde residía Juana Francisca: “El primer director de la señora, no la hacía rezar más que tres veces al día, y todos nos sentíamos molestos; pero Monseñor de Ginebra la hace rezar a todas horas y no incomoda a nadie”.

d) Espíritu de libertad. La libertad de los hijos de Dios es, ante todo, libertad en relación a los propios estados de ánimo, explica san Francisco de Sales: “Yo estoy triste y por lo tanto no quiero hablar: los carreteros y los periquitos actúan así; yo estoy triste y puesto que la caridad exige de mí que hable, hablaré: así es como actúan los hombres espirituales. Vivir según el espíritu es hacer lo que la fe, la esperanza y la caridad nos enseñan, y no lo que nos piden nuestros estados de ánimo”.

La libertad de los hijos de Dios se caracteriza, en segundo lugar, en que uno no se apega a los consuelos, sino que recibe las aflicciones con toda la dulzura que la carne puede permitir. No digo que no ame y desee los consuelos, sino que tan sólo no se apega a ellos.

La libertad de los hijos de Dios significa, en tercer lugar, que uno no se apega tampoco a los ejercicios espirituales, a las prácticas de piedad, de tal modo que si, por enfermedad o por cualquier otra razón, no puede realizarlos, no se aflige por ello. No digo que no ame esas prácticas de piedad, digo tan sólo que no se apega a ellas.

Finalmente, el espíritu de libertad consiste en no perder nunca la alegría: ninguna privación lo entristece, porque su corazón no estaba apegado a nada, salvo al Señor. Tal vez pierde la alegría, pero por poco tiempo.

Todo esto es lo que encierra el consejo que nuestro santo le dio a Juana de Chantal: “Le dejo el espíritu de libertad, no el que excluye la obediencia, que esa es la libertad de la carne, sino el que excluye la coacción, el escrúpulo o la solicitud inmoderada”. El espíritu de libertad consiste “en un desprendimiento del corazón cristiano de todas las cosas para seguir la voluntad de Dios reconocida”.

e) Tener paciencia consigo mismo. Uno de los defectos que Francisco más teme es la impaciencia por ser perfecto. No hay que inquietarse ni deprimirse por el hecho de no ser perfectos; si acaso, afligirse, pero no con una aflicción fastidiosa y molesta, sino con una aflicción valiente y tranquila que engendra un propósito firme de corrección.

Frente a la insatisfacción permanente de Juana Francisca, Francisco le lanza una pregunta sencilla que penetra en el hondón de su corazón: “¿No será quizá una multitud de deseos lo que obstruye su espíritu?”. “Querida Hija, ya que no tiene aún alas para volar y que su impotencia es una barrera para sus esfuerzos, no luche más, no se empeñe en volar; tenga paciencia hasta que tenga alas para volar como las palomas”. “Hay que tomar de buen grado el no poder volar, puesto que todavía no tenemos alas”. Hay que ir suavemente por el propio camino, esforzándose, pero moderadamente, sin tensar demasiado el espíritu, sin apresurarse. Si uno quiere y no puede, ese “querer” (sin poder) ya es valorado por Dios.

La razón profunda por la que tenemos que tener paciencia con nosotros mismos es nuestro amor propio, que está muy arraigado en nosotros, y que puede ser mortificado, pero nunca arrancado del todo, porque sus raíces penetran hasta lo más profundo de nuestro ser. El amor propio, es decir, la estima excesiva de nosotros mismos, la falsa libertad de espíritu, es una raíz que permanece en nosotros mientras dura nuestra vida terrena, y sus brotes, sus primeros movimientos, sus primeras ocurrencias y sus impulsos, nos acompañan siempre. Por eso hemos de tener paciencia e ir, poco a poco, enmendando y recortando nuestras malas costumbres, domando nuestras aversiones y superando la volubilidad de nuestros humores e inclinaciones. “Esta vida, querida hija, es una guerra continua”, afirma san Francisco.

Hemos de saber y de aceptar que los ataques de las pasiones son inevitables en esta vida mortal y que el amor propio sólo desaparece cuando morimos. Por lo tanto no nos hemos de enfadar demasiado por estos ataques: sirven para mantenernos en la humildad y ejercitarnos en la valentía. La humildad, que es la virtud de las virtudes, debe de ser generosa y apacible. Con toda paz debemos orar diciendo: “Señor, ten misericordia de mí, que estoy enfermo”.

Por lo demás, el Señor, aunque nos va curando con su misericordia, nos deja siempre nuestras pequeñas cóleras, nuestros pequeños disgustos, nuestros pequeños temblores de corazón, que son como los residuos de nuestras enfermedades, para que temamos la recaída, y para que nos humillemos y vivamos en sincera sumisión. Sin embargo, con la ayuda de Dios, iremos poco a poco restableciéndonos del todo y esas pequeñas alteraciones irán disminuyendo.

Éste es el “camino real” de la vida espiritual, según Francisco de Sales, y es lo que subyace a las recomendaciones que él hacía insistentemente a la abadesa cisterciense Madre Angélica Arnauld, alma ardiente, generosa, muy partidaria de una observancia austera de la vida monástica y siempre preocupada por no equivocarse en su cumplimiento de la voluntad de Dios. “Que vuestra valentía sea humilde y vuestra humildad valiente”. “No os carguéis demasiado de vigilias y de austeridades (…) caminad más bien por el camino real del amor de Dios y del prójimo, de la humildad y de la sencillez”. “El camino por el que debéis seguir vuestra vocación no es extraordinario; pues se trata, querida hija, de una dulce, apacible y fuerte humildad, y de una muy humilde, fuerte y apacible dulzura”. “¡Que Madre Angélica tenga paciencia consigo misma en este trabajo de perfección!”.

A otra de sus dirigidas, Madeleine de la Fléchère, también le decía: “No es posible que seáis dueña de vuestra alma tan rápidamente, ni que la tengáis en vuestra mano al primer intento. Contentaos con obtener de cuando en cuando alguna pequeña victoria sobre vuestra pasión enemiga. Hay que soportar a los demás, pero en primer lugar a sí mismo, y tener paciencia por ser imperfecto”.

f) Amar la propia abyección. Hemos de amar nuestra miseria porque por medio de ella se manifiesta la misericordia de Dios y se afirma nuestra confianza en su indulgente bondad. La humildad tiene como objeto hacer que nos veamos a nosotros mismos tal como somos delante de Dios, en nuestra miseria y en nuestra pobreza. El punto más elevado de la humildad consiste no sólo en reconocer voluntariamente nuestra “abyección”, sino en amarla y complacerse en ella, no por falta de coraje o de generosidad, sino para exaltar a la divina Majestad y para apreciar mucho más al prójimo al compararlo con nosotros mismos.

Entre los pordioseros, sigue diciendo Francisco, se considera que los que tienen las heridas más grandes y horrorosas son los mejores porque atraen con más facilidad las limosnas. Ante Dios, todos nosotros somos pordioseros; los más miserables son los mejores, porque atraen con más fuerza la misericordia de Dios [porque en ellos se puede mostrar mejor la gloria de Dios]. Y en materia de pecado, afirma nuestro santo, hemos de mantener con más fuerza esta regla: cuando pecamos, hemos de estar pesarosos de haber pecado, pero hemos de abrazar de todo corazón la abyección que se deriva del pecado. Y si uno pudiera separar las dos cosas, yo guardaría celosamente la abyección y rechazaría el mal y el pecado. Sin embargo hay que atender a la caridad, que a veces nos pide apartar de nosotros no sólo el pecado, sino también la abyección que de él se sigue, para no escandalizar al prójimo. Pero en este caso hay que aparatarla de los ojos del prójimo, pero nunca de nuestro corazón.

Todo esto significa aceptar la propia limitación, debilidad e impotencia, estando felices y contentos porque tenemos “a nuestro dulce Jesús en el pecho” y sabiendo que todo lo demás no tiene importancia. Las mejores abyecciones son las que no hemos escogido, aquellas a las que no tenemos mucha inclinación, las que proceden de nuestra vocación o profesión. “Para cada uno, la propia abyección es la mejor”.

A Juana Francisca, que se lamenta de oscuridad e impotencia, le escribe: “Si permanece humilde, tranquila, dulce, confiada en esa oscuridad e impotencia, si no se impacienta, si no se apresura, si no se turba con todo eso, y de buena gana (no digo alegremente, sino franca y firmemente), se abraza a la cruz y permanece en esas tinieblas, estará amando su abyección”.

g) La santa indiferencia. “Es necesario cultivar la santa indiferencia a la que nos llama Nuestro Señor. Que esté aquí o allí, ¿qué nos puede separar de nuestra unión que está en Nuestro Señor Jesucristo? Es algo que me parece que no añade nada a nuestro espíritu el que estemos en un lugar o en otro, pues nuestra unión subsiste en todas partes gracias al que la ha establecido”, escribe Francisco a Juana Francisca. Esta temática del abandono ilimitado en Dios es la que marca el retiro de Pentecostés que hacen ambos juntos en 1616 (sin verse puesto que Francisco está enfermo y no puede salir de casa). Juntos, aunque cada uno en su propia casa, se disponen a la entrega al más puro amor divino.

El corazón indiferente es como una masa de cera en las manos de su Dios, pronto a recibir las impresiones de la eterna voluntad; corazón sin voluntad, dispuesto igualmente a todo, sin ningún otro deseo que la voluntad de Dios, sin poner su amor en las cosas que Dios quiere, sino en la voluntad de Dios que las quiere.

En resumen, el beneplácito divino es el soberano fin del alma indiferente, dondequiera ésta lo ve, corre en pos del aroma de sus perfumes (Ct 1,3) (…) preferiría el infierno con la voluntad de Dios al paraíso sin la voluntad de Dios (…) de suerte que, si por imaginar lo imposible, supiera que su condenación sería un poco más agradable a Dios que su eterna salvación, abandonaría la salvación y correría a condenarse.

La indiferencia debe practicarse en las cosas referentes a la vida natural: salud, enfermedad, belleza, fealdad, debilidad y fuerza; en las cosas de la vida civil: honores, riquezas, posición; en las variedades de la vida espiritual: amarguras, consolaciones, suavidades, arideces, en las obras, en los dolores y, para resumir, en todas clase de eventos.

Modelo de santa indiferencia es Abraham. Cuando Dios le ordena sacrificar a su hijo no se entristece; cuando le dispensa de ello, no se regocija, todo es igual para su gran corazón, con tal que la voluntad de Dios se cumpla.

El desear los cargos, unos u otros, ya sean humildes u honrosos, hay que considerarlo como una tentación y siempre es mejor no desear nada, sino estar dispuestos a obedecer. Entre otras cosas porque, por ejemplo, no sabemos si tendremos la fuerza para aceptar las humillaciones y la abyección que se encuentran en los cargos humildes que deseamos. Por eso el deseo de que me den un cargo humilde es muy sospechoso y podría ser muy humano.

Lo mejor es no desear nada ni rehusar nada. Todos los deseos proceden de la naturaleza y sólo sirven para turbar los espíritus y contentar nuestro amor propio con el pretexto de trabajar por Dios.

Si una estatua colocada en un nicho en medio de una sala, pudiese hablar y se le preguntase: ¿por qué estás aquí? Respondería: porque mi dueño me ha puesto aquí. Y ¿Por qué no te mueves? porque él quiere que esté aquí, inmóvil. Y ¿para qué sirves? ¿Qué provecho sacas de estar así? No estoy aquí para utilidad mía sino para servir y obedecer la voluntad de mi dueño. Pero, ¡si ni siquiera lo puedes ver! No, pero él me ve y se goza de que yo esté donde él me ha colocado. Y ¿no querrías tener movimiento, para poder acercarte a él? No, a no ser que él me lo mande. Entonces, ¿no deseas nada? No, porque estoy donde mi dueño me ha puesto y sus deseos son el único contento de mi ser.

Esta virtud de la indiferencia es tan excelente que el hombre viejo que hay en nosotros, en sumarte sensible, en su naturaleza humana, ni aun en el Señor fue capaz de poseerla en absoluto, pues como hijo de Adán, aunque exento de todo pecado y de todo lo que con el pecado se relaciona, en su parte sensitiva y por lo que hace a sus facultades humanas, no era del todo indiferente, ya que deseó no tener que morir en la Cruz, en tanto que toda la indiferencia y la práctica de la misma se reservaban al espíritu, a la parte superior, a las facultades abrazadas pro la gracia, a Él mismo, en suma, por cuanto era el hombre nuevo.

Vivid en paz. Cuando nos ocurra violar las leyes de la indiferencia en cosas indiferentes, por los imprevistos asaltos del amor propio y las pasiones, prosternémonos inmediatamente, tan pronto como nos sea posible, con el corazón ante Dios, y digamos con espíritu confiado y humilde: Misericordia, Señor, que estoy enfermo. Levantémonos luego en paz y tranquilidad y compongamos la red de nuestra indiferencia; luego, reanudemos el trabajo. Cuando se advierte que el laúd desafina, no hay que dejarlo, ni romper las cuerdas, sino aguzar el oído para ver dónde está el defecto, y distender a aflojar la cuerda desafinada según las reglas del arte.

h) El despojo. “¿Cuándo llegará el día en que el amor natural de la sangre, las conveniencias, las buenas maneras, las correspondencias, las simpatías, las gracias, sea purificado y reducido a la obediencia perfecta del puro amor al beneplácito de Dios? ¿Cuándo llegará el día en que el amor propio no desee más la presencia, las pruebas y señales externas, sino que permanezca plenamente saciado con la inmutable seguridad que Dios le da de su perpetuidad? ¿Qué puede añadir la presencia a un amor que Dios ha forjado, sostiene y mantiene?”, se pregunta San Francisco en el retiro de Pentecostés (año 1616).

Y en perfecta coherencia con esto, invita a Santa Juana a que se libere poco a poco de su misma dirección y orientación, de sus consejos: “Además, mi muy querida Madre, hay que prescindir de cualquier nodriza; debe dejar incluso la que tiene, y quedarse como una pobre y endeble criatura ante el trono de la misericordia de Dios, y permanecer en total desnudez sin solicitar nunca ni acción ni afecto alguno para la criatura, sino hacerse indiferente a todo lo que Él quiera ordenarle, sin detenerse a pensar que seré yo quien le sirva de nodriza”. “No piense más en la amistad ni en la unidad que Dios ha hecho entre nosotros, ni en sus hijos, ni en su cuerpo, ni en su alma, ni, en fin, en cualquier otra cosa, pues todo lo ha entregado a Dios (…) Lo que tenga que hacer, no lo haga porque le agrada, sino porque puramente es la voluntad de Dios”.

Mi querida amiga e hija mía, no permitáis que vuestro espíritu se mire a sí mismo, ni vuelva sobre sus fuerzas o sus inclinaciones, nuestros ojos tienen que estar fijos en los designios de Dios y en su providencia (…) el que está atento a agradar amorosamente al amante celestial, ni quiere ni tiene tiempo de volver sobre sí mismo, pues su espíritu tiende continuamente hacia donde el amor le lleva.

No hay que hacer nada para ser queridas y estimadas por las criaturas ni tampoco para ser despreciadas, y hay que pensar que si éstas no nos quieren aquí, nos querrán en el cielo donde todos nos encontraremos.

La suprema providencia sabe bien cuál es la medida de la reputación que necesito para llevar bien a cabo el servicio en el que ella me ha colocado y ni quiero más ni menos que lo que ella quiera para mí.

Si el mundo nos desprecia, alegrémonos porque tiene razón, ya que nosotros mismos reconocemos que somos despreciables, si nos estima, despreciemos su estima y sus juicios, porque es ciego. Preocupaos poco de lo que diga el mundo. Que os tenga sin cuidado, despreciad su aprecio y su desprecio y dejadle que diga lo que quiera, bueno o malo.

¡Qué dicha, querida Madre, ser todo de Él, que para hacernos suyos se ha hecho todo nuestro! Pero para eso tenemos que crucificar nuestros afectos, especialmente aquellos que llevamos más dentro y que nos conmueven, cuidando siempre de frenar los actos que de ellos proceden, para no hacerlos impetuosamente ni por propia voluntad, sino por la del Espíritu Santo.

i) Sencillez. Los hijos de Dios deben de caminar sin desvíos y tener un corazón sencillo, sin pliegues, sin recovecos. En este sentido es muy importante vigilar el lenguaje para no mentir nunca, pues ello atrae al Espíritu de Dios hacia nosotros. Pero no se trata sólo de no mentir nunca, sino también de “no hablar de nosotros mismos ni para bien ni para mal, salvo por pura necesidad y, en ese caso, siempre con una extrema sobriedad”. Y también de no dar libre curso a la vivacidad e ingeniosidad de nuestro espíritu.

Pues cuando hablamos de nosotros mismos, tanto si es para acusarnos, como para excusarnos, como si es para alabarnos o para despreciarnos, siempre nuestra palabra sirve de estímulo a la vanidad. Por eso, salvo que la caridad nos exija hablar de nosotros mismos y de lo nuestro, lo mejor es callar. Las palabras de desprecio de sí mismo, por ejemplo, si no proceden de una gran cordialidad y de un espíritu extremadamente persuadido de su propia miseria, constituyen la flor más refinada de todas las vanidades.

La regla de oro podría ser ésta: “No hacer ni decir nada para ser alabado, ni dejar de hacer o de decir nada por miedo a ser alabado”.

La sencillez afecta también a la conducta y consiste en “ser lo que se es”, es decir, en aceptar de todo corazón la vocación que uno ha recibido y en adherir a ella con toda sencillez, evitando las escisiones internas: la unidad interior de una vida es la medida de su sencillez.

La clave última de la sencillez consiste en no tener otra pretensión en todo lo que hacemos que la de adquirir el amor de Dios, la de hacer su voluntad, la de contentar a Dios en todo. Eso unifica nuestra alma y la hace sencilla.

La sencillez consiste en servir a Dios “sin agudeza ni sutilidad”, sino aceptando la inevitable imperfección inherente a nuestra naturaleza. No hay que entretenerse examinando detenida y sutilmente cuál es la mejor manera de servir a Dios, sino servirlo con franqueza, directamente, “a la humana”, porque, dice San Francisco de Sales, ya habrá tiempo de hacerlo “a la divina” cuando estemos en el cielo.

Sobre la oración


Para Francisco de Sales la oración no es un ejercicio al margen de la vida, yuxtapuesto a la vida, sino que es la vida misma con todos sus avatares, sus colores y sus sabores, con sus estados y accidentes. La oración es como la respiración, una condición indispensable para la vida, y por eso hay que orar siempre, en todo instante, de manera que la vida sea siempre una “vida orada” y la oración una “oración viva y vivificante”. Francisco de Sales nos quiere entregar el secreto para poder vivir la palabra de San Pablo: “Estad siempre alegres. Orad constantemente. En todo dad gracias pues esto es lo que Dios, en Cristo Jesús, quiere de vosotros” (1Ts 5, 17-18). Por eso San Francisco de Sales incluye entre las formas de oración el suspiro, que pertenece a la respiración: “Aspirad a Dios, respirad Dios, expirad lo que es contrario a Dios”.

a) Esencia.

Siendo la oración –debiendo ser- la respiración de nuestra vida, ella reviste todas las formas de la vida. Las diferentes formas de oración no son sino aspectos particulares de un solo e idéntico “impulso del corazón hacia Dios”. Su esencia es, pues, amar simplemente a Dios que nos ama, como el niño ama a su madre. Lo que cuenta en la oración es el corazón de cada uno, tal como es.

Lo primero para orar es ponernos en la Presencia de Dios, es decir, tomar conciencia de que nos vamos a dirigir a Alguien, alguien realmente existente y vivo, que nos escucha y que nos hablará. Por la fe, nosotros creemos que Dios está en nosotros y alrededor de nosotros, y nosotros tomamos conciencia de ello para orar. Lo esencial es que el alma se ponga en la presencia de este Ser bueno y poderoso, que es el Viviente por excelencia y que lo ame. Lo esencial es amar.

Pero, ¿qué significa amar a Dios? ¿Cómo podemos amar nosotros a Aquel que es nuestro Creador y nuestro Redentor? Mediante un amor de pertenencia, de agradecimiento, de fidelidad a nuestro compromiso bautismal. Y también por un amor humano hacia la “perfecta imagen” de Dios que es Jesucristo, el que nació, murió y resucitó para salvarnos. La “presencia” no es solamente de persona a persona sino de corazón a corazón. Por eso la espiritualidad salesiana está siempre impregnada de la atmósfera espiritual del Cantar de los Cantares, y en ella lo esencial es siempre darle el corazón a Dios, tal como Francisco escribía al duque de Bellegarde: “Aunque cambiéis de lugar, de asuntos, de conversaciones, no cambiaréis nunca, así lo espero, de corazón, ni vuestro corazón cambiará de amor, ni vuestro amor cambiará de objeto, porque no sabríais escoger un amor más digno para vuestro corazón ni un objeto más digno para vuestro amor”.

b) Las oraciones vitales


Francisco llama “oraciones vitales” a los actos o gestos en los que se implica tanto el cuerpo como el alma, y las distingue de las oraciones “vocales” o “mentales”.

La primera de estas oraciones es el suspiro, mediante el cual, el alma que se ha entregado a Dios, puede mediante un pequeño suspiro renovar y confirmar su abandono total en las manos de Dios, su ofrecimiento, su voluntad de no querer nada más que Dios y de no querer nada de las cosas del mundo más que para amar a Dios.

El suspiro posee este gran poder de expresar a Dios nuestro amor, porque se lo da el Espíritu Santo, que no es sino “un solo suspiro emitido recíprocamente por el Padre y por el Hijo” en el seno de la Trinidad, mediante el cual se dicen recíprocamente su mutuo amor, escribe Francisco.

Otra oración "vital" son las jaculatorias a las que él llama "impulsos del corazón hacia Dios", y de las que él hace la trama de nuestra vida cotidiana y que pueden tomar las formas más inesperadas. A Francisco le parece que lo importante es hacer "mil clases de movimientos de vuestro corazón para entregaros al amor de Dios". Él no aconseja ceñirse a unas determinadas palabras sino pronunciar, con la boca o con el corazón, las palabras que el amor nos vaya sugiriendo sobre la marcha; y él está seguro de que nos sugerirá muchas. Para Francisco el simple nombre de "Jesús" es la mejor oración jaculatoria y tiene la ventaja, dada su brevedad, de poder ser realizada en lo secreto del corazón en medio de los asuntos cotidianos y aunque nos rodee una muchedumbre de personas. Sin recurrir al nombre de Jesús "no se puede hacer bien la vida contemplativa, y se haría también mal la vida activa (…) Por eso os pido que lo abracéis de todo corazón, sin separaros nunca de él", escribe Francisco.

Una tercera oración "vital" es la oración de simple mirada, de la que hay que usar de manera muy particular "en torno a la vida y Pasión de Nuestro Señor", porque de ese modo se va produciendo una especia de ósmosis espiritual por la que vamos aprendiendo "con la ayuda de la gracia, a hablar, hacer y querer como él".

Francisco subraya que otros gestos corporales, tan familiares como el suspiro, pueden también servir de oración. Así habla de la mirada, del beso ("de boca o de espíritu") al Crucifijo o del signo de la Cruz. Gestos sencillos, fáciles, pero que Francisco nos enseña a llenar "de la plenitud de Dios". "Cuando hagáis la señal de la Cruz, que vuestro espíritu se represente a Jesucristo crucificado y que lo abrace como un escudo contra todos los enemigos, como al árbol de la vida, como a la columna que da seguridad", afirma.

c) Las oraciones vocales

Francisco insiste en la necesidad de que la atención acompañe a las palabras: “No es hacer oración el estar farfullando algo entre los labios si no va acompañado de la atención del corazón, porque para hablar, hay que haber concebido en el propio interior con anterioridad lo que se quiere decir”. “Hablar a Dios sin estar atentos a él y a lo que se le dice, es algo que le resulta muy desagradable”.

Entre todas las oraciones vocales, Francisco recomienda el Padre Nuestro, el Ave María y el Credo y entiende que estas tres bastan, si no es posible añadir otras. Pero hay que recitarlas poniendo la atención y excitando los afectos en torno al sentido de ellas, es decir, hay que decirlas cordialmente, porque un solo Padre Nuestro dicho con sentimiento, vale más que muchos recitados aprisa y corriendo. El criterio es siempre el mismo: que lo exterior esté animado por lo interior.

d) La oración mental: meditación y contemplación


"La meditación no es otra cosa sino un pensamiento atento, reiterado, mantenido voluntariamente en el espíritu, con el fin de excitar la voluntad a unos santos y saludables afectos y resoluciones". De ahí la técnica, si cabe hablar así, de la meditación: elección previa del tema a meditar, ponerse en la presencia de Dios, invocar al Espíritu Santo, "consideración" del tema con el fin de provocar en nuestro corazón "afectos" y "resoluciones".

La contemplación se articula sobre la meditación. Afirma San Francisco de Sales: "El deseo de obtener amor nos hace meditar, pero el amor obtenido nos hace contemplar (…) La meditación es la madre del amor, pero la contemplación es su hija".

La meditación considera uno a uno, detalladamente, los objetos que toma en consideración; en cambio la contemplación hace una mirada simple y recogida sobre el objeto que ama. La meditación utiliza el discurso mientras que la contemplación procede por una intuición simple y amorosa. La meditación es a menudo fatigosa, árida y seca; la contemplación, en cambio, está llena de alegría y de gusto íntimo; la meditación se hace con nuestras facultades naturales, sostenidas por la fe, mientras que la contemplación se hace mediante el corazón y en el corazón, animado de fe, esperanza y caridad: entonces todo el ser del hombre está comprometido, porque el amor penetra, impregna, "inspira" todas nuestras facultades, y a veces incluso hasta nuestro propio cuerpo.

Es interesante notar que Francisco de Sales no ha incorporado a estas consideraciones sobre la oración y la contemplación, las tradicionales vías purgativa, iluminativa y unitiva, como tampoco la distinción entre ascética y mística. Para Francisco toda la vida del cristiano, desde su bautismo, es mística, porque todo es misterio divino.

e) El recogimiento amoroso del alma en Dios

“Sucede a veces que Nuestro Señor esparce imperceptiblemente en el fondo de nuestro corazón cierta dulce suavidad que testimonia de su presencia; y entonces, las potencias e incluso los sentidos exteriores del alma, por un secreto acuerdo, se vuelven hacia esta íntima parte en la que se encuentra el muy amable y muy querido Esposo”. Al modo como las agujas se sienten atraídas por el imán, “cuando Nuestro Señor hace sentir en medio de nuestra alma su muy deliciosa presencia, todas nuestras facultades se reorientan hacia ese lado para unirse a esa incomparable dulzura”.

f) El reposo en Dios o la oración de quietud


Este recogimiento amoroso puede convertirse en lo que Francisco llama “el reposo en Dios”: “El alma se pone tan dulcemente atenta a la Bondad de su Bien-Amado que le parece que su atención no es casi atención por el modo tan simple y delicado como se ejerce”. En la punta extrema de este reposo, “toda el alma y todas sus potencias permanecen como dormidas, sin hacer ningún movimiento ni ninguna acción, sino limitándose a recibir el gusto y la satisfacción que la presencia del Bien-Amado le otorga”. Es la oración que Santa Teresa llama “oración de quietud” y que supone, por parte de quien ora, un gran olvido de sí mismo para no pertenecer más que a Dios y a su voluntad.

g) El criterio de autenticidad de la oración

Francisco de Sales es muy consciente de que en las cosas espirituales, la ilusión, el disimulo, la comedia e incluso la “diablería”, no son raros. Por ello es necesario tener un criterio claro que nos permita distinguir lo auténtico de lo falso.

Este criterio, según la experiencia de Francisco, es doble: por un lado la entrada del que ora en ese estado espiritual que él llama “la santa indiferencia” y por otro lado, y más todavía, lo que Francisco llama “el éxtasis de la obra y de la vida”, es decir, el cambio profundo de vida, de sentimientos, de afectos. De la santa indiferencia es un ejemplo perfecto Abraham al sacrificar a su hijo Isaac y el cambio de vida se percibe en cosas como el abandono de los propios bienes, el amor a la pobreza, el soportar los oprobios, desprecios y persecuciones y lo que podríamos resumir diciendo “vivir esta vida mortal en medio del mundo contra todas las opiniones y máximas del mundo”, para vivir así la vida nueva, la vida misma de Jesucristo.