San Juan María Vianney


San Juan María Vianney 
(Cura de Ars)

Apunte biográfico

Cuando San Juan María Vianney era un niño de siete años, en París reinaba el Terror, y fueron exiliados, bajo pena de muerte, todos los sacerdotes que no se habían plegado a las imposiciones de los revolucionarios, aparte de los miles que fueron asesinados. Cuando las tropas de la Convención cruzaron el pueblecito de Dardillo, en el que él vivía, la iglesia había sido cerrada, el párroco había jurado todo lo que le pidieron los revolucionarios y, finalmente, había dejado de ejercer el ministerio sacerdotal. De cuando en cuando, los Vianney, arriesgando sus vidas, acogían a algún cura clandestino, y fue en una habitación con las contraventanas entornadas y protegidas por un carro de heno convenientemente estacionado (mientras que algunos campesinos hacían guardia en las puertas), donde el pequeños Juan María pudo recibir la primera comunión cuando tenía trece años.

En este contexto su vocación al sacerdocio se despertó tan pronto como comprendió que convertirse en sacerdote comportaba estar dispuesto a morir por su ministerio. Fue a la escuela por primera vez a los diecisiete años, más que nada por la tenacidad de un sacerdote que creía en él y en su vocación al sacerdocio. Pero se reveló como intelectualmente muy torpe. Las dificultades aumentaron en el seminario, donde había que estudiar en latín; pero la tenacidad de este sacerdote que creía en él, consiguió allanar todos los obstáculos. Finalmente fue ordenado en 1815, a los veintinueve años de edad y enviado, un poco más adelante, al pueblecito de Ars.

Ars era un pueblo de 270 habitantes, con cuarenta casas y cuatro tabernas, dos de ellas adosadas a la iglesia. La actividad pastoral del cura de Ars consistió, además de fundar un orfanato para niñas y un instituto para la enseñanza e los muchachos, en combatir tres males: el trabajo dominical con la costumbre de blasfemar, las tabernas (lugares donde el dinero de la familia se dilapidaba y donde, bajo los efectos del alcohol, se alimentaban odios y disputas) y el baile, por el que la impureza y la lujuria se apoderaban de los hombres. Lo hizo mediante la predicación y, sobre todo, mediante el confesionario. El Señor le concedió un conocimiento espiritual de las almas, que iba unido a un odio mortal hacia el pecado y a una misericordia tierna para los pecadores. A partir de 1834 se difundió su fama de santidad y empezaron a peregrinar a Ars desde toda Francia personas que aguardaban durante una semana para poder confesarse con él. Él estaba unas diecisiete horas al día en el confesionario. Cuando se encontraba con pecadores poco conscientes de sus pecados prorrumpía en sollozos: era como si, en él, pudiéramos vislumbrar el dolor de Dios por el pecado de los hombres. El Señor le concedió el don de tocar el corazón de sus penitentes, que salían de la breve confesión convertidos. Aunque había recibido una educación rigorista, a partir de 1844 se apoderó de él una "inefable dulzura" que tanto atraía a los penitentes. 

El alma del cura de Ars estuvo marcada por la conciencia de la desproporción abismal entre la ineptitud humana y la grandeza del ministerio sacerdotal: "Un buen pastor, según el corazón de Dios, -decía él- es el tesoro más grande que Dios puede conceder a una parroquia, es uno de los dones más valiosos de la misericordia divina". Y se sentía abrumado por ser sacerdote. Él decía que no llegaba a entender la tentación del orgullo, pero que en cambio sentía mucho la de la desesperación, por ese abismal sentimientos de ineptitud que solo se puede aplacar en un abandono total al Señor. Él confesó haberle pedido al Señor el conocimiento de sí mismo tal como era, en su verdad, y que el Señor se lo concedió, pero que quedó tan anonadado que "si Dios no me hubiese sostenido hubiera caído al instante en la desesperación". Pero él se abandonó como un niño en las manos de Dios. Por eso venció otra batalla dificilísima: la de la vanidad. Él se daba cuenta perfectamente de que todas aquellas personas iban allí por él. Pero él caminó por en medio de la oleada de alabanzas como un niño que no se mira a si mismo.

Él se sentía abrumado por el hecho de ser párroco, es decir, por la responsabilidad de la grey que le había sido confiada. "Dios mío, concededme la conversión de mi parroquia. Estoy dispuesto a sufrir cuanto queráis, durante el resto de mi vida…con tal de que se conviertan". Él entendió y vivió esa responsabilidad como la de una madre o un padre que lleva en brazos a sus hijos.

A los setenta y tres años de edad murió sin agonía y sin miedo, "como una lámpara que ya no tiene aceite", "con una extraordinaria expresión de fe y felicidad en sus ojos", según cuentan los testigos. Era el verano de 1859 y hacía muchísimo calor; sus feligreses habían envuelto todo el edificio de la pobre casa parroquial con lienzos de tela que humedecían periódicamente para aliviarle del calor: ¡tanto le amaban!

El sacerdocio según el cura de Ars

“El sacerdocio es el amor del corazón de Jesús”. Esta frase de nuestro cura expresa bien su pensamiento sobre lo que significa ser sacerdote: llevar a los hombres el amor del corazón de Jesús.

El centro íntimo de donde sale todo el esfuerzo sacerdotal del Cura de Ars es su fe en la vocación divina del hombre. La toma de conciencia progresiva y siempre entusiasta de este “misterio profundo”, como dice san Pedro, de pertenecer a Dios, del don de la vida divina que Dios ha hecho al hombre en Jesucristo. Para el Cura de Ars el mundo invisible fue siempre el mundo real, el mundo gracias al cual existía el mundo visible y del que recibía su verdadero sentido.

De su infancia el Cura de Ars recuerda “los ratos largos, al atardecer, en los que su madre y él, junto al fuego, hablaban de Dios”. Desde muy pronto la oración fue el “lugar natural” de su alma, el “ecosistema” en el que se encontraba a gusto. De una manera casi natural el entró en el “jardín cerrado” de la familiaridad con Dios, que constituyó siempre “la atmósfera de su alma” y del que él decía: “En un alma unida a Dios es siempre primavera”. También decía. “El sacerdote debe de estar siempre envuelto por el Espíritu Santo, del mismo modo que lo está por su sotana”.

El Cura de Ars estuvo siempre convencido de que para ser un apóstol de Jesucristo tenía que ser antes un “familiar” de Jesucristo, un amigo, un confidente íntimo de su vida, de su pensamiento y de sus sentimientos, un hombre “revestido de Jesucristo” (Rm 13, 14), que posee su misma mirada sobre las personas y sobre las cosas y que es verdaderamente para el pueblo “otro Cristo” (sacerdos alter Christus). Él comprendía al sacerdote, al igual que a la Iglesia, como una continuación de Jesucristo, como Jesucristo hecho presente para los hombres a través del tiempo. En este sentido, el Cura de Ars tenía la convicción de fe de que “haría trampas”, a la Iglesia y a Dios, si no aportara a la eficacia de su sacerdocio la pequeña contribución, el pequeño esfuerzo, de su propio esfuerzo de santificación. No podía soportar la hipocresía de un sacerdote que predicara a Jesucristo y que no viviera como Jesucristo dice que hay que vivir.

La consecuencia que sacó el cura de Ars de esta clara conciencia de que la finalidad de la vida humana es la santidad, fue la aplicación a sí mismo de la palabra del Señor: “Por ellos me santifico a mí mismo, para que ellos también sean santificados en la verdad” (Jn 17, 9). El cura de Ars procuró su santificación para ser mejor instrumento vivo en manos de Dios, para ser un buen pastor al servicio de Cristo Buen Pastor. Pues, como recordó Benedicto XVI, “aunque no se puede olvidar que la eficacia sustancial del ministerio no depende de la santidad del ministro, tampoco se puede dejar de lado la extraordinaria fecundidad que se deriva de la confluencia de la santidad objetiva del ministerio con la subjetiva del ministro. El Cura de Ars emprendió en seguida esta humilde y paciente tarea de armonizar su vida como ministro con la santidad del ministerio confiado”.

El Cura de Ars oraba diciendo: “¡Dios mío, convertid mi parroquia!”. La oración por los pecadores brotaba en él de una visión muy sobrenatural del mundo, de la historia, del juego de la gracia en las almas: la Redención era para él un drama permanente, actual: en cada momento Satán está combatiendo contra Dios para intentar arrebatarle las almas y en cada momento también Dios ofrece su ayuda a los hombres.

El Dios del Cura de Ars


La religión que el Cura de Ars predicaba era verdaderamente el Evangelio de amor y de misericordia, la bondad y la benignidad del padre de los Cielos que nos ha dado a su Hijo, la generosidad de Jesucristo muerto por nosotros para convertirnos en hijos de Dios, la acción divinizante del Espíritu Santo. “Algunos otorgan un corazón duro al Padre Eterno, decía el Cura de Ars, pero se equivocan por completo. El Padre Eterno (…) ha dado a su Hijo un corazón excesivamente bueno: y nadie da lo que no posee”. Del Espíritu Santo decía que es el verdadero “conductor de las almas”, el autor de toda santidad, el que trabaja nuestras almas “como un buen jardinero”. “En el cielo, decía él, se alimentan todos del Espíritu Santo”. Un campesino decía: “Nadie habla del Espíritu Santo como el señor Cura: él me ha enseñado a conocerlo”.

Al santo Cura de Ars no le sorprendía ni le desconcertaba que los hombres pudiéramos pecar, sino que no nos arrepintiéramos enseguida y volviéramos a Dios. “Yo comprendo, decía, que un hombre pueda pecar, porque el hombre es débil, pero no comprendo que pueda perseverar en su pecado”. Guillermo Villier decía que el Cura de Ars tenía tanta confianza en la gracia de Dios que afirmaba que era mucho más fácil salvarse que condenarse.

Hablaba de la bondad de Dios en estos términos: “Dios es (…) como una madre que lleva en brazos a su hijo mientras bordean un precipicio. El hijo la araña y le da bofetones, pero ella está tan ocupada en salvar a su hijo que pasa por alto todos esos malos gestos de su hijo”. Decía que el corazón de Dios es un “océano de misericordia” y que por grandes y numerosos que sean nuestros pecados no hemos de desesperar nunca de nuestra salvación.

La oración: la verdadera “casa” del Cura de Ars


Que el cuerpo del santo cura de Ars espere la resurrección en la iglesia donde ejerció su ministerio es algo profundamente coherente con lo que fue su vida. Cuando llegó a Ars, el santo cura se levantaba a las cuatro de la mañana para estar en oración delante del sagrario hasta las siete que celebraba la Santa Misa. Después durante la jornada, su entrar y salir de la iglesia era habitual, para terminar el día nuevamente a los pies de Jesús. Podemos decir que las palabras del salmo 26 se cumplían en él: “Una cosa pido al Señor, eso buscaré: habitar en la casa del Señor, por años sin término”. Él habitaba en la casa del Señor, que era como su morada natural, porque él habitaba en la oración, es decir, en la presencia del Señor y su casa era más bien como una necesaria concesión a las ineludibles necesidades corporales. Pero donde él verdaderamente habitaba, era la casa del Señor, la iglesia.

Como dijo Benedicto XVI a los sacerdotes: “El sacerdote debe ser ante todo un hombre de oración”. El santo cura de Ars decía a propósito de la oración que en ella “el corazón se dilata, se baña en el amor divino. Así como el pez no se queja nunca de tener mucha agua, el buen cristiano no se queja nunca de estar mucho tiempo con Dios”. Los contemporáneos del cura de Ars declararon que san Juan María Vianney “conservó una unión constante con Dios en medio de una vida sumamente ocupada. Y nunca descuidó ni el oficio divino, ni el rosario”. “Cuanto más se ora, más se quiere orar”, decía el santo cura de Ars (dicho que también cabe invertir y decir que, cuanto menos se ora, menos se quiere orar, más excusas y cosas por hacer encontramos a la hora de orar).

El cura de Ars tenía dones especiales: leía en las conciencias, adivinaba el fondo de los corazones, veía a distancia, presentía los hechos que iban a suceder. Cuando se le preguntaba por estos dones, él solía eludir el tema mediante alguna broma. Pero si se le insistía seriamente terminaba por decir: “lo sé, como si alguien me lo hubiera dicho”. Él atribuía todos estos dones al Espíritu Santo, porque “cuando se es conducido por él uno no se puede equivocar… El ojo del mundo no ve más lejos de esta vida, pero el ojo del cristiano ve hasta el fondo de la Eternidad”. Un no creyente que le conoció afirmó: “El cura de Ars no tiene los ojos hechos como los tenemos los demás”. La señorita Garets decía: “Incluso en la conversación, uno quedaba impresionado por su mirada que lo atravesaba y parecía ver las cosas del otro mundo”.

De la oración procedían, pues, esos dones especiales que hacían del cura de Ars un vigía situado en lo alto de una atalaya para divisar desde lejos lo que iba a venir y avisar a los feligreses de ello para que estuvieran preparados.

El relicario con el cuerpo incorrupto


El cura de Ars deseaba ser enterrado en el cementerio local. Pero el conde de Garets pidió que fuera inhumado en la iglesia. Se excavó una fosa que se cubrió con una losa de mármol en la que se gravó: “Aquí yace Juan-María-Bautista Vianney, cura de Ars”. La inscripción ha desaparecido desgastada por los visitantes. El cuerpo permaneció allí hasta 1904.

El 17 de junio de 1904, cerca ya de su beatificación, se abrió la tumba y se extrajo el cuerpo del cura de Ars, con la agradable sorpresa de ver que estaba incorrupto, con todos sus miembros íntegros. La piel estaba ennegrecida y las carnes secas pero enteras. También se descubrió intacto el corazón del santo, que fue conservado aparte en un relicario.

El cuerpo fue vendado y revestido de ricos ornamentos; sobre los dedos se puso un rosario de jaspe; se cubrió el rostro con una mascarilla de cera que reproducía sus rasgos; y cuando el 2 de abril de 1905 se mostró a los ancianos de Ars, que habían le habían conocido personalmente (había muerto hacía 46 años), estos empezaron a llorar diciendo. “¡Es él, es él!”.

La unión con Dios


Una de las maravillas de la vida del Cura de Ars era el hecho de que le importunaban continuamente de mil maneras y nada turbaba su paz interior, su calma y el dominio de sí mismo. Por la mañana, a mediodía y a la noche, se veía en él la misma libertad de espíritu, la misma dulzura de carácter, el mismo reflejo de la paz interior. El secreto era su unión con Dios. El Cura de Ars levantaba sin cesar su corazón a Dios, en el púlpito, en el confesionario, en medio de las conversaciones y ocupaciones más variadas, con una oración de gran simplicidad, en la que la intuición sustituye en gran parte a los razonamientos y los afectos y resoluciones son poco variados y se traducen en pocas palabras.

Dulzura, mansedumbre


Cuando alguien le hablaba con dureza, él conservaba la calma, pero su cuerpo era enseguida presa de cierto temblor. “Cuando se ha vencido una pasión, decía, hay que dejar que los miembros tiemblen”.

Una vez en que sufrió un grave contratiempo se le oyó decir: “Si no fuese porque quiero convertirme, me enfadaría de veras”.

Un día le dieron un bofetón y dijo por toda respuesta: “¡Amigo, la otra mejilla tendrá celos!”.

Un día de 1854 hubo de soportar tales importunidades (unos querían cortarle trozos del sobrepelliz, otros arrancarle cabellos), que algunas personas, llenas de indignación, le dijeron que mandara a todos esos a paseo. Él respondió: “Hace treinta y seis años que estoy en Ars y todavía no me he enfadado; soy ya demasiado viejo para empezar”.

Alabanzas y críticas

Nunca se defendía de las denuncias formuladas contra él ante su prelado. Más de una vez, algunos colegas amigos le rogaban que hablase En su defensa. Pero él siempre optaba por callarse y, para dar razón de su silencio refería una anécdota sacada de su libro favorito, la Vida de los Santos: “«Un santo dijo un día a uno de sus religiosos: “Ve al cementerio e injuria a los muertos”. El religioso obedeció y, al volver, le preguntó: “¿Qué han contestado?” –Nada. –Pues bien, vuelve y haz de ellos grandes elogios. El religioso obedeció de nuevo. “¿Qué han dicho esta vez?” –Nada tampoco. -¡Ea!, replicó el santo, tanto si te injurian, como si te alaban, pórtate como los muertos».

“Hoy he recibido dos cartas, contaba en una explicación del catecismo: en una me dicen que soy un santo, en la otra que soy un charlatán. La primera nada me ha añadido, la segunda nada me ha quitado”.

“Una de las cosas que más me impresionaron en el Cura de Ars, fue el que hubiese podido resistir de un modo tan admirable aquella verdadera embriaguez de continuas alabanzas. Entendía muy bien las cosas, veía claramente que era a él a quien buscaban en Ars. Sin embargo jamás sorprendí un sentimiento de orgullo en su corazón, ni una palabra de vanidad en sus labios”.

Sin embargo, no era de aquellos que buscan la humillación por sí misma. Cuando al hablar de él le hacían cumplidos, no los rechazaba directamente, se contentaba con desviarlos con alguna salida llena de oportunidad. El poeta gascón Jasnin quiso conocer al Cura de Ars: “Señor Cura, le dijo al despedirse, nunca había visto a Dios tan de cerca. –En efecto, le contestó el santo, Dios no está lejos”. Y le señaló hacia el sagrario.

La Eucaristía y la liturgia de las horas

Durante toda su vida siguió el rito especial de la iglesia de Lión. Según este rito, después de la elevación, el celebrante permanece algunos momentos con los brazos en cruz. El Cura de Ars prolongaba este gesto. Causaba gran impresión verle así. Un niño comentó: “Con mis compañeros decíamos que veía a Dios”. Todo en él respiraba adoración. Un día confesó que mientras tenía al Señor en sus manos en la eucaristía le decía: “¡Si supiese que he de tener la desgracia de no veros en la eternidad, puesto que os tengo ahora en mis manos, no os soltaría!”.

Amaba mucho la oración litúrgica, de manera especial los salmos. “Cuando pienso en estas bellas oraciones me siento tentado de exclamar: ¡Dichosa falta!, pues si David no hubiese tenido pecados que llorar, no las poseeríamos”. Amaba tanto el breviario que siempre lo llevaba bajo el brazo. “El breviario es mi fiel compañía: no podría ir a ninguna parte sin él”. Un abogado de Lión que le estuvo mirando durante largo rato mientras rezaba las horas, escribió: “Hubiérase dicho que respiraba un aire más puro que el de la tierra, y que, libre del estrépito del mundo, no entendía otras palabras que las del Espíritu Santo”.

La solemnidad del Corpus Christi arrebataba al santo Cura y le comunicaba una expansión y una cándida alegría de niño: “Ya en el modo de anunciarla se veía que era para él una fiesta especialmente agradable”. Aquel día daba gusto verle: se dilataba, vivía sus vacaciones. El Cura de Ars, que en todo lo demás buscaba siempre el último lugar entre sus compañeros, no cedía a nadie el honor de llevar aquel día el Santísimo Sacramento. Avanzaba bajo el palio, revestido de sus magníficos ornamentos, con una majestad que impresionaba, con los ojos fijos en la sagrada Hostia, rezando y llorando. Y una especie de sobrecogimiento religioso impedía todo comentario entre la multitud, que cantaba y rezaba. Un día del Corpus, le preguntaron al verle empapado en sudor, si se había cansado mucho: “¡Cómo queréis que esté cansado si Aquel a quien yo llevaba me llevaba también a mí!