Oigo en mi corazón: “Buscad mi rostro”. Tu rostro buscaré, Señor, no me escondas tu rostro (Sal 26, 8).
Todo mi ser –lo sepa yo o no lo sepa, lo reconozca o no- es una referencia a Dios, puesto que he sido creado a su imagen y semejanza (Gn 1,28), y, en consecuencia, Dios es el centro de gravedad de mi ser. Por eso en lo más profundo de mí mismo –en mi corazón- resuena la voz del modelo que le dice a la imagen “busca mi rostro”, lo que es tanto como decirle “busca tu propio y verdadero ser”.
Lo que constituye al hombre como hombre, es decir, como humano y no como un primate más en la escala evolutiva, lo que marca la diferencia y la originalidad y especificidad del ser humano, es la búsqueda de Dios, el deseo de Dios, el anhelo por existir ante el rostro de Dios. “Tu rostro buscaré, Señor, no me escondas tu rostro”, expresa la verdad más profunda del ser humano.
Comenta san Agustín: “Busqué tu rostro, no algún premio fuera de ti. Tu rostro buscaré. Perseveraré en esta búsqueda incansablemente. No buscaré algo vil, ¡oh Señor!, sino tu rostro, a fin de amarte gratis, porque no encuentro cosa más estimable. Todo lo que existe fuera de Él, para mí no es deleite. Quíteme el Señor todo lo que quiera darme, y déseme Él”.