(Se trata de fragmentos de una larga carta que un pastor metodista, casado en segundas nupcias en su ancianidad, escribe al hijo que ha tenido en este matrimonio -del matrimonio anterior tuvo una hijita que murió muy pronto, así como su madre, Louisa- ante la conciencia que tiene de que su muerte no está lejos. Vive en un pequeño pueblo -Gilead- y es muy amigo de otro pastor, Boughton, que es algo más mayor que él y que tiene muchos hijos)
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Nunca creí que vería a una esposa mía idolatrando a un hijo mío. Todavía me asombra cada vez que lo pienso. Escribo esto, en parte, para decirte que si alguna vez te preguntas qué has hecho en tu vida, y todo el mundo se lo pregunta en un momento u otro, sepas que has sido para mí la gracia de Dios, un milagro, algo más que un milagro. Tal vez no me recuerde muy bien y quizá no te parezca gran cosa haber sido el hijo querido de un viejo en un pueblecito de mala muerte que, sin duda, habrás dejado atrás. Ojalá tuviera palabras para expresarme.
Todo eso está bien, pero la razón por la que te quiero es por tu existencia, sobre todo. La existencia me parece ahora lo más extraordinario que haya imaginado nunca. Estoy a punto de escenificar la perdurabilidad. En un instante, en un centelleo de la mirada.
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Dicen que, a la edad que tenía tu hermana, un recién nacido todavía no ve, pero ella abrió los ojos y me miró. Era una cosita minúscula pero, mientras la sostenía en brazos, abrió los ojos. Sé que en realidad no quería estudiar mi rostro. El recuerdo puede hacer que una cosa parezca haber sido mucho más de lo que fue. Sin embargo, sé que me miró directamente a los ojos. Resulta asombroso. Y me alegro de haberlo sabido ya entonces, pues en mi situación presente, ahora que poco me falta para abandonar este mundo, me doy cuenta de que no hay nada más asombroso que un rostro humano. Boughton y yo hemos hablado de eso, también. Tiene que ver con la encarnación. Uno percibe la obligación que tiene para con un niño cuando lo ha visto recién nacido y lo ha tenido en brazos. Cualquier rostro humano es un reclamo, pues uno no puede por menos de entender su singularidad, su valentía y soledad. Sin embargo, el rostro de un recién nacido lo es más aún. Considero que es una especie de visión, tan mística como la que más. Boughton está de acuerdo conmigo.
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(Hablando del cielo, afirma:) No creo que olvidemos todas nuestras penas por completo. Significaría olvidar que hemos vivido, humanamente hablando. Pienso que la pena es un componente esencial de la sustancia de la vida humana. Por ejemplo, en este momento me invade una especie de pena amorosa por ti mientras lees esto, porque no te conozco y porque has crecido sin padre, mi pobre hijo, tumbado ahora boca abajo al sol, con Soapy durmiendo encima de tu rabadilla. Estás haciendo esos espantosos dibujitos que me traerás para que los admire y que yo admiraré, porque no tengo valor para decir una palabra que pudieras recordar contra mí.
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Hoy he predicado el sermón de Agar e Ismael. He empezado mis comentarios destacando las semejanzas entre el relato de Agar e Ismael expulsados al desierto y el de Abraham emprendiendo la marcha con Isaac para sacrificarlo, como él cree. Mi tesis es que a Abraham, en realidad, se le ordena que sacrifique a sus dos hijos, y que el Señor envía en ambos casos sendos ángeles a que intervengan en el momento crítico para salvar al niño. La extrema vejez de Abraham es un elemento importante en ambos relatos, no sólo porque apenas pueden caberle esperanzas de engendrar más hijos, no sólo porque los hijos tenidos en la vejez son indeciblemente preciados, sino también, creo, porque cualquier padre, sobre todo un padre anciano, debe entregar finalmente a su hijo al desierto y confiar en la providencia de Dios. Se antoja casi una crueldad que una generación dé vida a otra cuando los padres pueden garantizar tan poco para sus hijos, cuando pueden darles tan poca seguridad, aun en las mejores circunstancias.. Se requiere mucha fe para entregar un hijo en la confianza de que Dios corresponderá al amor de los padres por él asegurándose de que, en efecto, haya ángeles en ese desierto.
He hecho hincapié en que el propio Abraham había sido enviado al desierto, que también a él se le había ordenado dejar la casa de sus padres, que tal es la historia de todas las generaciones y que sólo mediante la gracia de Dios nos convertimos en instrumento de Su providencia y participamos de una paternidad que es siempre, en último término, Suya.
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Ya ves que amar el ser de alguien es un acto propio de Dios. Tu existencia es un placer para nosotros. Espero que nunca te encuentres en la tesitura de anhelar un hijo como me sucedió a mí, pero, ¡ay, qué cosa tan espléndida ha sido que llegaras, finalmente, y qué bendición haberte disfrutado durante casi siete años!
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Te aseguro que yo, si estuviera casado con una dama alegre y optimista que me hubiera dado diez hijos, y cada uno de éstos me hubiera dado a su vez diez nietos, también los abandonaría a todos por Nochebuena, la noche más fría del mundo, y caminaría mil kilómetros sólo por ver tu carita y el rostro de tu madre. Y si no diera contigo, me consolaría en esa esperanza, mi esperanza solitaria y singular, que no existiría en ningún lugar de toda la Creación, excepto en mi corazón y en el corazón del Señor. Ésta es sólo una manera de expresar que nunca le estaré lo bastante agradecido a Dios por el esplendor que ha ocultado al mundo -con excepción de a tu madre, por supuesto- y que me ha revelado en tu rostro dulcemente corriente.
Aurtor: Marilynne ROBINSON
Título: Gilead
Editorial: Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2012, (pp. 61-62, 76, 116, 142-143, 151, 257)