I Domingo de Adviento

15 de agosto 


1 de diciembre de 2024

(Ciclo C - Año impar)




  • Suscitaré a David un vástago legítimo (Jer 33, 14-16)
  • A ti, Señor, levanto mi alma (Sal 24)
  • Que el Señor afiance vuestros corazones, para cuando venga Cristo (1 Tes 3, 12 - 4, 2)
  • Se acerca vuestra liberación (Lc 21, 25-28. 34-36)
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Cada vez que celebramos la Eucaristía, cuando Cristo, el Señor, se acaba de hacer presente entre nosotros, exclamamos llenos de agradecimiento y de alegría: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ¡ven Señor Jesús!”. Y después del Padrenuestro el sacerdote realiza una oración que termina diciendo: “Mientras esperamos la gloriosa venida de Nuestro Señor Jesucristo”.

Estas palabras nos recuerdan el contenido de nuestra esperanza. La Iglesia, al final y al principio del año litúrgico aviva en nosotros la conciencia de esta esperanza, tal como lo hacen las lecturas del día de hoy. El tiempo de Adviento posee un doble carácter. Por un lado es un tiempo de preparación a la Navidad, en el que recordamos que Dios cumplió sus promesas al enviar a su Hijo “nacido de una mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la condición de hijos” de Dios (Ga 4,4-5), y por otro lado es el tiempo en el que nos preparamos para la única promesa que el Señor todavía no ha cumplido: “la gloriosa venida de nuestro salvador Jesucristo”. El denominador común de estos dos aspectos es la esperanza: esperanza ya realizada en el caso de Navidad y esperanza todavía por realizar en el caso de la Parusía o segunda venida de Cristo.

El sacerdocio ministerial



1. La Iglesia, obra de Cristo, fruto de una obediencia.

La figura de Cristo quedaría completamente falseada si la priváramos de la referencia fundamental que la constituye: su relación con el Padre. Jesús es, ante todo, el enviado del Padre y todo lo que dice y hace proviene se su obediencia amorosa al Padre del cielo. Hasta tal punto de que su “alimento” no es otro que “cumplir la voluntad del Padre”, llegando a una identificación tan grande que le permite afirmar el que me ha visto a mi, ha visto al Padre (Jn 14,9), el que me ve a mí ve a aquel que me ha enviado (Jn 12,45), e incluso: Yo y el Padre somos uno (Jn 10,30). Por eso Cristo no es sólo hermano-con-nosotros sino también padre-para-nosotros, Cabeza y Pastor.

La Iglesia brota del costado de Jesús atravesado por la lanza del soldado, es decir, mana no de una iniciativa personal suya, sino de su muerte aceptada en obediencia de amor a su Padre del cielo: Ahora mi alma está turbada. Y ¿qué voy a decir? ¡Padre, líbrame de esta hora! Pero ¡si he llegado a esta hora para esto! Padre, glorifica tu Nombre (Jn 12,27-28). Por eso la Iglesia es fraternidad instituida, recibida, acogida, confesada y no libremente consensuada: la Iglesia no nace del libre acuerdo de un grupo de gente que se reúne espontáneamente en torno a Jesús, sino de la obediencia de Jesús al Padre y de la obediencia de los apóstoles a la llamada de Jesús.

2. El sacramento del orden.

Todos los cristianos somos sacerdotes por el bautismo. El sacerdocio bautismal -también llamado sacerdocio real- nos capacita y nos obliga a ofrecer nuestros cuerpos -es decir, nuestra vida- como una víctima viva, santa, agradable a Dios. Ese es nuestro culto espiritual (Rm 12, 1), nuestro sacerdocio santo por el que ofrecemos sacrificios espirituales, aceptos a Dios por mediación de Jesucristo (1Pe 2, 5). De este modo todos los cristianos están llamados a trabajar en la transfiguración cristiana del mundo, para ofrecerlo a Dios como una alabanza de gloria que cante sus maravillas.

Pero además de este sacerdocio común de los bautizados existe el sacerdocio ministerial o jerárquico por el que Cristo se hace presente, se visibiliza como cabeza en medio de su Cuerpo que es la Iglesia. El sacramento del orden ha sido instituido por Cristo para recordar esta dimensión esencial de la Iglesia: que ella no es su propio origen, que no es fruto de un acuerdo entre amigos, sino de una obediencia. El sacerdocio ministerial hace presente a Cristo como cabeza de la Iglesia y a ésta como obra del Padre en Cristo: es el sacramento (= signo sensible y eficaz) de la paternidad de Dios representada en Jesús; la memoria viviente de que la Iglesia no se pertenece a sí misma sino que pertenece a Otro, al Padre del cielo, de que no es un “pueblo” cualquiera sino el pueblo “de” Dios.

Nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo

15 de agosto 


24 de noviembre de 2024

(Ciclo B - Año par)




  • Su poder es un poder eterno (Dan 7, 13-14)
  • El Señor reina, vestido de majestad (Sal 92)
  • El príncipe de los reyes de la tierra nos ha hecho reino y sacerdotes para Dios (Ap 1, 5-8)
  • Tú lo dices: soy rey (Jn 18, 33b-37)
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Cuando el Señor multiplicó los panes y los peces, la multitud entusiasmada quiso hacerlo rey; y entonces Jesús “huyó de nuevo al monte, él solo” (Jn 6,15). Sin embargo ahora, ante Poncio Pilato, cuando va a ser azotado, coronado de espinas y crucificado, el Señor entiende que se halla en el contexto adecuado para proclamar su realeza: “Tú lo dices: Soy Rey”.

La realeza de Cristo es proclamada en este contexto porque así se puede percibir con claridad su verdadera naturaleza. “Mi reino no es de este mundo”. Lo reinos de este mundo están fundamentados en la lógica del poder, cuya arma es la violencia ejercida por medio de los ejércitos: ejércitos de militares, ejércitos de los medios de comunicación, ejércitos de las finanzas. En cambio el reino de Cristo no se fundamenta en la lógica del poder sino en la lógica de la verdad, cuya arma es el testimonio: “Yo para esto he nacido y he venido al mundo: para ser testigo de la verdad”.

Petición de silencio

Tómame, Señor,
en la riqueza divina de tu Silencio,
plenitud capaz de colmar por completo mi alma.

Haz callar en mí todo lo que no eres Tú,
lo que no es tu Presencia
completamente pura,
totalmente solitaria,
enteramente apacible.

Impón silencio a mis deseos,
a mis caprichos,
a mis sueños de evasión,
a la violencia de mis pasiones.

Acalla con tu Silencio,
la voz de mis reivindicaciones
y de mis quejas.

Impregna de tu Silencio
mi naturaleza demasiado impaciente para hablar,
demasiado llevada a la acción exterior y ruidosa.

Impón incluso silencio a mi oración,
para que sea un impulso hacia Ti.

Haz descender tu Silencio
hasta el fondo de mi ser
y haz remontar ese silencio hacia Ti
en homenaje de Amor.


José Fernández Moratiel

XXXIII Domingo del Tiempo Ordinario

15 de agosto 

17 de noviembre de 2024

(Ciclo B - Año par)





  • Entonces se salvará tu pueblo (Dan 12, 1-3)
  • Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti (Sal 15)
  • Con una sola ofrenda ha perfeccionado definitivamente a los que van siendo santificados. (Heb 10, 11-14. 18)
  • Reunirá a sus elegidos de los cuatro vientos (Mc 13, 24-32)
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En el evangelio de hoy encontramos, queridos hermanos, tres afirmaciones a propósito del final de la historia humana y tres recomendaciones sobre la manera de vivir el tiempo presente.

La primera afirmación sobre el fin del mundo es que el mundo, efectivamente, tendrá un final. Todo esto significa que el mundo, en su condición actual, no es la última obra de Dios, puesto que Dios no ha agotado su poder creador con la creación de este mundo en el que estamos, sino que Él llevará más allá el mundo actual, mediante una nueva creación, tal como leemos en el Apocalipsis: “Mira que hago nuevas todas las cosas” (Ap 21,5); y también: “Luego vi un cielo nuevo y una tierra nueva -porque el primer cielo y la primera tierra desaparecieron” (Ap 21,1). La creación la hizo Dios por su Palabra y por eso recuerda Jesús que “el cielo y la tierra pasarán pero mis palabras no pasarán”. Y sus palabras tienen poder para crear un mundo nuevo.

El futuro de los libros

Hace tiempo que los catastrofistas nos lo advierten con los peores augurios: los libros son una especie en peligro de extinción y en algún momento del futuro próximo desaparecerán devorados por la competencia de otras formas más perezosas de ocio y la expansión caníbal de internet.

Este pronóstico concuerda con nuestras sensaciones como habitantes del tercer milenio. Todo avanza cada día más rápido. Las últimas tecnologías ya están arrinconando a las triunfadoras novedades de anteayer. Los plazos de la obsolescencia se acortan cada vez más. El armario debe renovarse con las tendencias de la temporada, el móvil más reciente sustituye al antiguo; nuestros equipos nos piden constantemente actualizar programas y aplicaciones. Las cosas engullen a las cosas precedentes. Si no permanecemos alerta, tensos y al acecho, el mundo nos tomará la delantera.

Los mass media y las redes sociales, con su vértigo instantáneo, alimentan estas percepciones. Nos empujan a admirar todas las innovaciones que llegan corriendo como surfistas en la cresta de la ola, sostenidas por la velocidad. Pero los historiadores y antropólogos nos recuerdan que, en las aguas profundas, los cambios son lentos. Víctor Lapuente Giné ha escrito que la sociedad contemporánea padece un claro sesgo futurista. Cuando comparamos algo viejo y algo nuevo –como un libro y una tableta, o una monja sentada junto a un adolescente que chatea en el metro-, creemos que lo nuevo tiene más futuro. En realidad, sucede lo contrario. Cuantos más años lleva un objeto o una costumbre entre nosotros, más porvenir tiene. Es más probable que en el siglo XXII haya monjas y libros que WhatsApp y tabletas. En el futuro habrá sillas y mesas, pero quizá no pantallas de plasma o teléfonos móviles. Seguiremos celebrando con fiestas el solsticio de invierno cuando ya hayamos dejado de tostarnos con rayos UVA. Un invento tan antediluviano como el dinero tiene muchas más posibilidades de sobrevivir al cine 3D, a los drones y a los coches eléctricos. Muchas tendencias que nos parecen incuestionables –desde el consumismo desenfrenado hasta las redes sociales- remitirán. Y viejas tradiciones que nos han acompañado desde tiempo inmemorial –de la música a la búsqueda de la espiritualidad- no se irán nunca. Al visitar las naciones socioeconómicamente más avanzadas del mundo, en realidad sorprende su amor por los arcaísmos –de la monarquía al protocolo y los ritos sociales, pasando por la arquitectura neoclásica o los vetustos tranvías-.

Frases...

“El tamaño de la inteligencia de un hombre siempre puede medirse por su alegría”


C. S. LEWIS, El peso de la gloria, Rialp, Madrid, 2017

XXXII Domingo del Tiempo Ordinario

15 de agosto 

9 de noviembre de 2024

(Ciclo B - Año par)





  • La viuda preparó con su harina una pequeña torta y se la llevó a Elías (1 Re 17, 10-16)
  • Alaba, alma mía, al Señor (Sal 145)
  • Cristo se ofreció una sola vez para quitar los pecados de todos (Heb 9, 24-28)
  • Esta viuda pobre ha echado más que nadie (Mc 12, 38-44)
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La liturgia de la Palabra de hoy nos presenta la figura de dos viudas. La viuda, junto con el huérfano y el extranjero encarnan, en la Biblia, la figura del pobre, del desamparado, de aquel cuya situación personal y social es tan frágil que no puede contar de manera segura con ninguna ayuda humana; de ahí que sean unas personas que están presentes de manera especial en el corazón de Dios, que se complace en ser su valedor, su refugio, su amparo; si gritan a Él, el Señor escucha sus súplicas (Sal 33, 7); si confían en Él y se abandonan a Él pertenecen al grupo de los anawim, de los humildes, de los pobres de espíritu.

Las dos viudas de la liturgia de hoy nos dan un ejemplo de lo que es amar. Amar es afirmar a otro y ellas nos enseñan que para afirmar a otro no hace falta estar afirmado uno mismo, sino que, desde la propia debilidad, desde la propia pobreza, siempre se puede amar, siempre se puede dar. Nosotros tendemos a pensar que para dar, primero tengo que tener (que ser más); y sin embargo ellas nos enseñan que esto no es cierto, que la caridad bien entendida empieza por el otro, y que para amar -para dar- lo único que hace falta es hacerlo. Lo cual es muy consolador, porque significa que siempre podremos amar: si somos pobres, si estamos enfermos, si perdemos nuestras facultades sensibles, si ya no valemos nada, siempre podremos amar. Entre otras cosas porque cuando no puedo hacer nada por los demás puedo consentir en que los demás hagan cosas por mí y eso es una forma muy importante de amar: dejar que los otros me amen, dejar que los otros se ocupen de mí, cuando yo no puedo hacerlo. Porque lo más importante para amar es la humildad.

Job y la Alegría

¡Oh, Alegría! Bien sabes tú que, si estoy sufriendo tanto,
es por tu causa,
porque nunca he renegado de ti.
 
¡Oh, Alegría! Bien sabes tú que, si grito tan fuerte,
es por tu causa,
porque aún escucho tu llamada.
 
Y bien lo sabes, ¡oh, Alegría!, que, si me encabrito ante el horror,
es por tu causa,
porque no he olvidado tu sonrisa.

Sin tu cercanía, el mal me parecería absolutamente normal
y la muerte no resultaría amarga.

Pero tú estás conmigo,
aunque tu ausencia me acompañe por todas partes.

Tú estás conmigo,
aunque tu silencio se eleve por encima de sus voces.

Esposa mía, arrebatada repentinamente a mis ojos,
pero dibujada siempre bajo mis párpados.

Mi niña desparecida: cualquier realidad se convierte en un velo
que me la recuerda y me la esconde.

¡Oh, Alegría! Mi punzante aguijón, mi celosa pasión,
amante mía que cercena todas mis satisfacciones
como si fueran concubinas falsas y embrutecedoras.

(…)

Aquí y ahora,
de pie,
aun al borde del precipicio,
en este preciso instante de horrible oscilación,
en esta enorme arcada sobre el columpio del terror,
¡Oh, Alegría!,
yo te espero.



(Palabras de Job en la obra de Fabrice HADJADJ, Job o la tortura de los amigos, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 2015, pp. 69 y 71)








XXXI Domingo del Tiempo Ordinario

15 de agosto 


3 de noviembre de 2024

(Ciclo B - Año par)




  • Escucha Israel: Amarás al Señor con todo tu corazón (Dt 6, 2-6)
  • Yo te amo, Señor; tú eres mi fortaleza (Sal 17)
  • Como permanece para siempre, tiene el sacerdocio que no pasa (Heb 7, 23-28)
  • Amarás al Señor, tu Dios. Amarás a tu prójimo (Mc 12, 28b-34)
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¿Qué mandamiento es el primero de todos? Esta pregunta era habitual hacerla a los notables maestros judíos para que se pronunciaran sobre el sentido de los 613 preceptos de La Ley. Al responderla, cada maestro expresaba lo que él creía que era el principio interno de coherencia de toda la Ley, el espíritu con el que había que observar todos los preceptos.

La respuesta de Jesús indica que este espíritu es el amor. “Amor”, en los labios de Jesús, significa el Amor que Dios es: puesto que “Dios es Amor” (1Jn 4,8), la Ley que de Él dimana y que constituye para el hombre el camino (Torah) de su crecimiento personal, no puede ser otra más que el Amor. “Si el hombre creyese haber hecho algo bueno pero sin caridad, se equivoca por completo”, afirma San Agustín (+ 430). Lo que da valor a todos nuestros actos es únicamente la caridad, el Amor que es Dios, que viene de Dios, que Dios pone en nuestros corazones con el Espíritu Santo (Rm 5,5). Sin caridad, fuera de la caridad, al margen de la caridad, no hay nada, absolutamente nada (ni “entregar el propio cuerpo a las llamas” (cf. 1Co 13), que pueda tener valor ante Dios.

Frases...

A veces me veo demasiado reflejado en los demás. Eso me llena de inquietud, y entonces siento un enorme deseo de creer en los santos y en las virtudes heroicas.




Autor: Graham GREENE
Título: El final del affaire
Editorial: Libros del Asteroide, Barcelona, 2019, (P.20)