XX Domingo del Tiempo Ordinario

15 de agosto 

 

18 de agosto de 2024

(Ciclo B - Año par)





  • Comed de mi pan, bebed el vino que he mezclado (Prov 9, 1-6)
  • Gustad y ved qué bueno es el Señor (Sal 33)
  • Daos cuenta de lo que el Señor quiere (Ef 5, 15-20)
  • Mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida (Jn 6, 51-58)
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La primera lectura de hoy es una profecía de Cristo y de su Iglesia y de la Eucaristía como corazón y fuente de la vida cristiana. La podemos releer desde el Nuevo Testamento diciendo: la Sabiduría, que es Cristo, “sabiduría de Dios” (1Co 1,30), se ha construido una casa, que es “la Iglesia de Dios vivo, columna y fundamento de la verdad” (1Tm 3,15), y la ha construido plantando siete columnas, que son los siete sacramentos; ha preparado un banquete, que es la Eucaristía, donde comemos la carne del Hijo del hombre y bebemos su sangre, tal como dice el Señor en el evangelio; ha mezclado el vino, como hace el sacerdote antes del ofertorio arrojando un poco de agua en el cáliz mientras ora en voz baja para que “por este misterio del agua y del vino, seamos hechos partícipes de la divinidad de quien ha querido compartir nuestra humanidad”; ha preparado la mesa, es decir, el altar para celebrar el sacrificio de la santa misa; y ha despachado sus criados para que inviten a los hombres a incorporarse a esta mesa, es decir, ha enviado a los discípulos a evangelizar diciéndoles: “Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación. El que crea y sea bautizado, se salvará; el que no crea, se condenará” (Mc 16,15-16).

La calidad de este banquete es especial; porque no se trata de un banquete para alimentar nuestra vida biológica, terrena, temporal, sino para entrar en una intimidad especial entre Cristo y cada uno de nosotros: “El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él” (Jn 6,56). La vida cristiana es así descrita como un misterio de hospitalidad por el cual el creyente acoge a Cristo en su casa, es decir, en su ser, en su vida, y Cristo a su vez acoge también al creyente en su propia casa, que es la Santísima Trinidad, y en su propia vida, que es la vida misma de Dios, en una especie de inhabitación recíproca que, si se piensa bien, es una característica propia del amor, puesto que los amantes “se llevan” el uno al otro en su propia interioridad, en su propia subjetividad, que es toda amor hacia el otro: “Yo soy para mi amado y mi amado es para mí” (Ct 6,3). El Señor anunció este misterio diciendo: “Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él, y haremos morada en él” (Jn 14,23). Y Cristo oró para que este misterio de mutua inhabitación en el amor, se hiciera realidad y fuera un signo para que el mundo crea: “Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado” (Jn 17,21).

Otro rasgo que pone de relieve la especial cualidad de este alimento es el hecho de que es fuente de vida eterna: “El que come este pan vivirá para siempre” (Jn 6,58) afirma el Señor al final de este santo evangelio. Por dos veces en este santo evangelio usa el Señor la expresión “vivirá para siempre”. Es una expresión que nos desconcierta un poco porque nosotros tenemos asociada la idea de la vida a la de la muerte, y si tenemos una certeza indubitable es la de que todo hombre morirá. En realidad con la expresión “vivirá para siempre” el Señor nos está anunciando otro tipo de vida, una vida que no está sujeta al devenir temporal, como lo está nuestra vida actual, sino que es participación en el vivir mismo de Dios: vida eterna. Por eso el Señor afirma: “El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día” (Jn 6,54). Se trata, por lo tanto, de una realidad nueva, de una participación en la vida de Cristo resucitado. Como él, el creyente tiene que pasar por la muerte; pero también como él recibirá el don de una vida nueva, liberada del sufrimiento y de la muerte, pues sabemos que “Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más y que la muerte no tiene ya señorío sobre él” (Rm 6,9).

Ante el ofrecimiento de dones tan altos, se entiende la exhortación del Apóstol en la segunda lectura de hoy: “Cantad y tocad con toda el alma para el Señor, celebrad constantemente la acción de gracias a Dios Padre” (Ef 5,19-20). Que el Señor nos conceda vivir en este agradecimiento.