El silencio y la vida monástica

Un sacerdote –y también un cristiano- debe dejar un lugar importante en su vida al silencio: es vital que pueda permanecer a la escucha de Dios y de las almas que se le confían. En la formación monástica es sumamente importante para un sacerdote aprender a no hablar sin motivo. Porque la predicación implica silencio. En el ruido, el sacerdote pierde el tiempo: la cháchara es una lluvia ácida que acaba por arruinar nuestra meditación.

El silencio de Dios debería enseñarnos cuándo hablar y cuándo callar. Ese silencio que nos lleva a entrar en la verdadera liturgia es un momento para alabar a Dios, confesarlo delante de los hombres y proclamar su gloria. Recuerdo que los domingos todos los habitantes del poblado cuidaban con celo sus largos tiempos de oración personal. Estábamos en presencia de la Presencia.

El objetivo de la vida monástica consiste en alcanzar un estado más o menos habitual de oración y penitencia, de liturgia y estudio, de trabajo manual y oración. Sus días deben ir convirtiéndose poco a poco en una oración ininterrumpida: el monje se mantiene unido a Dios en todas sus ocupaciones. “El silencio y la soledad, la escucha y la meditación de la palabra sitúan constantemente el alma del monje bajo la influencia directa e íntima de la acción divina”, dice Thomas Merton.

Todo monasterio –masculino o femenino- es un oasis en el que, con la oración y la meditación, se excava incesantemente el pozo profundo del que tomar el “agua viva” para nuestra sed más profunda (…) En las últimas décadas, el desarrollo de los medios de comunicación ha difundido y amplificado un fenómeno que ya se perfilaba en los años sesenta: la virtualidad, que corre el riesgo de dominar sobre la realidad. Los más jóvenes, que han nacido ya en esta condición, parecen querer llenar de música y de imágenes cada momento vacío, casi por el miedo de sentir, precisamente, este vacío. Algunas personas ya no son capaces de quedarse durante mucho rato en silencio y en soledad (…) retirándose en el silencio y en la soledad, el hombre, por así decirlo, se “expone” a la realidad de su desnudez, se expone a este aparente “vacío”, para experimentar en cambio la Plenitud, la presencia de Dios, de la Realidad más real que exista, y que está más allá de la dimensión sensible.

No basta, de hecho con retirarse a un lugar solitario para aprender a estar en la presencia de Dios. Como en el matrimonio no basta con celebrar el sacramento para convertirse en una sola cosa, sino que es necesario dejar que la gracia de Dios actúe y recorrer juntos la cotidianidad de la vida conyugal, así el llegar a ser monjes requiere tiempo, ejercicio, paciencia, “en una perseverante vigilancia divina –como afirmaba san Bruno-, esperando el regreso del Señor para abrirle inmediatamente la puerta”. Precisamente en esto consiste la belleza de toda vocación en la Iglesia: dar tiempo a Dios de actuar con su Espíritu y a la propia humanidad de formarse, de crecer según la medida de la madurez de Cristo, en ese particular estado de vida. En Cristo está el todo, la plenitud; necesitamos tiempo para hacer nuestra una de las dimensiones de su misterio.

En una carta dirigida a Jacques y Raïssa Maritain, Léon Bloy escribía: “Sean cuales sean las circunstancias, poned siempre lo invisible por delante de lo visible, lo Sobrenatural por delante de lo natural; si aplicáis esta regla a todos vuestros actos, estamos seguros de que estaréis investidos de fuerza e impregnados de una profunda alegría”. Sin pretenderlo, el escritor acababa de resumir la esencia de la aspiración del monje.

Los monjes son estrellas luminosas que conducen silenciosamente a la humanidad hacia los caminos de la vida interior. San Benito concebía la soledad como una prueba de amor.




Autor: Cardenal Robert SARAH
Título: Dios o nada. Entrevista sobre la fe con Nicolas Diat
Editorial: Palabra, Madrid, 2015, (pp. 58; 317-324)