Cuerpo, alma y espíritu

Hablar de cuerpo, alma y espíritu, como integrantes del ser humano, es una manera de expresar la complejidad del ser del hombre. Así lo hizo Edith Stein –santa Teresa Benedicta de la Cruz- en su reflexión sobre el ser del hombre. Esta antropología tripartita tiene un innegable fundamento bíblico, patrístico y místico.

La antropología bíblica es profundamente unitaria. En ella el hombre vive y se interpreta a sí mismo como unidad, aunque esa unidad puede presentar aspectos diversos según las diferentes relaciones en las que está inserto el hombre. Así la antropología bíblica, siendo unitaria, es “tricotómica”, en cuanto que ve al hombre bajo tres aspectos diferentes: como carne, como alma y como espíritu. Basar (“carne”, en hebreo), traducido al griego como sarx y al latín como caro, expresa la totalidad del ser humano bajo el aspecto de ser débil y frágil. Nefesh significa en hebreo garganta, cuello, respiración, aliento vital o vida, y fue traducido al griego como psyché y al latín como anima. Con este término se expresa la totalidad del ser humano como ser viviente, por eso a veces el término sirve para expresar el pronombre personal (yo, tú, él): anima mea tristis est. Finalmente el término hebreo ruah, traducido al griego como pneuma y al latín como spiritus designa la totalidad del ser humano en cuanto ser capaz de abrirse a Dios, de escucharle y de dejarse vivificar por Él.

El apóstol San Pablo, a pesar de una cierta fluidez en su terminología, distingue claramente estas tres dimensiones del ser humano y los fenómenos que dependen de cada una de ellas, del espíritu, del alma y del cuerpo. El texto de la primera carta a los tesalonicenses expresa con claridad que la “totalidad” del ser del hombre integra cuerpo, alma y espíritu: “Que el Dios de la paz os santifique plenamente y que todo vuestro ser, el espíritu, el alma y el cuerpo, se conserve sin mancha hasta la Venida de nuestro Señor Jesucristo” (1ª Ts 5,23). La carta a los hebreos expresa con nitidez la distinción entre “alma” y “espíritu”: “Ciertamente es viva la Palabra de Dios y eficaz, y más cortante que espada alguna de dos filos. Penetra hasta las fronteras entre el alma y el espíritu, hasta las junturas y médulas; y escruta los sentimientos y pensamientos del corazón” (Hb 4,12). Y en la primera carta a los corintios Pablo contrapone el hombre “psíquico” al hombre “espiritual”: “El primer hombre, Adán, fue hecho alma viviente; el último Adán, espíritu que da vida” (1ª Co 15, 44. Cf. también 1ª Co 2,14-15 y Judas 1,19).

También la antropología de los Padres de la Iglesia es una antropología unitaria y tricotómica, según la cual el hombre está compuesto de cuerpo, alma y espíritu. El “espíritu” sería el punto en el que el alma recibe la visita del Espíritu Santo y donde el Espíritu de Cristo se establece para morar en nosotros, según el conocido texto de Pablo: “El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios” (Rm 8,16). Afraates llega incluso a decir que el Espíritu de Cristo se constituye en nuestro verdadero “yo”, porque el Espíritu Santo se nos da de tal manera que llega a ser lo más íntimo que hay en nosotros. También san Agustín habla de Dios como intimior intimo meo. Teófanes el Recluso afirma que el Espíritu es “el alma de nuestra alma” y san Basilio afirma que los condenados serán “cortados en dos”, lo que hay que entender como una completa separación del Espíritu Santo, para la cual hay que “cortar” del hombre aquello que constituye su morada y lugar (el “espíritu”). Orígenes explica que el Salvador, queriendo salvar a todo el hombre, tomó, al encarnarse, cuerpo, alma y espíritu, y que estos elementos, en el momento de su pasión y muerte fueron separados: el cuerpo quedó en el sepulcro, el alma bajó a los infiernos y el espíritu lo entregó en las manos del Padre; después, en su resurrección, fueron reunidos de nuevo. Y también los Padres del desierto tienen esta concepción, tal como testimonia más tarde Isaac de Nínive al afirmar con toda naturalidad: “Esfuérzate en reconciliarte contigo mismo, en la armonía de la tríada que hay en ti, cuerpo, alma y espíritu, antes que en reconciliar, mediante tu enseñanza, a aquellos que viven en la cólera”.

En este sentido conviene recordar que los místicos cristianos siempre han entendido la oración y la verdadera tarea espiritual, como un caminar hacia Dios que consiste en un caminar hacia lo más hondo de uno mismo, lugar donde Dios habita y fuera del cual no hay verdadera vida: “Ir hacia Él es ir hacia sí mismo. Pues existe ese centro que hay que alcanzar sin cesar y fuera del cual la vida no llega a captarse a sí misma y permanece ausente de sí misma, entregada a los automatismos que pululan en nuestro inconsciente”, escribe M. Zundel. Ese “centro” ha sido visto por ellos como lo que aquí llamamos el “espíritu”, tal como lo testimonia Santa Teresa de Jesús hablando de lo que ocurre en la morada séptima: “hay diferencia en alguna manera, y muy conocida, del alma al espíritu, aunque más sea todo uno”. También San Juan de la Cruz distingue “la parte superior y espiritual de el alma” de la “porción inferior” o “sensitiva” precisando que el alma puede llegar a verse “tan apartada y alejada según la parte espiritual y superior de la porción inferior y sensitiva, que conoce en sí dos partes tan distintas entre sí, que le parece no tiene que ver la una con la otra, pareciéndole que está muy remota y apartada de la una. Y a la verdad, en cierta manera así lo está”.

Un poco más tarde, un místico como Fray Juan de los Ángeles recogerá toda esta doctrina, que él considera común a los místicos y autores espirituales, y hablará del “íntimo del alma” entendiendo como tal “ese divino y esencial centro de su ánima, que, propiamente hablando, es el reino de Dios, donde él mora con todas sus riquezas. Y si no me engaño, de este reino se entiende lo que dice Cristo por San Lucas: ‘Mi reino dentro de vosotros está’ (Lc 17,21)”. Y resume su conocimiento de los místicos diciendo: “Has de saber que el íntimo del ánima es la simplicísima esencia de ella, sellada con la imagen de Dios, que algunos santos llamaron centro, otros íntimo, otros ápices del espíritu, otros monte; San Agustín, sumo, y los más modernos llamaron hondón, porque es lo más interior y secreto, donde no hay imágenes de cosas criadas, sino, como queda dicho, la de solo el Creador. Aquí hay suma tranquilidad y sumo silencio”. Y aquí tiene Dios “su pacífica morada como en el mismo cielo (…) en cuanto no le desterramos por el pecado”.




Autor: F. COLOMER FERRÁNDIZ
Título: Palabras sobre el hombre. Apuntes para una antropología filosófica
Editorial: Instituto Teológico San Fulgencio, Murcia, 2020, (pp. 52-56)