Humildad y pecado

En una homilía dedicada a la humildad, san Basilio evoca la caída de Pedro, el cual amaba a Jesús más que los demás, pero había alardeado de ello: «Entonces el Señor lo abandonó a su debilidad de hombre y Pedro llegó a renegar de él. Pero su caída lo volvió sabio y lo hizo ponerse en guardia. Tras comprobar su propia debilidad, aprendió a tratar con indulgencia a los débiles, y desde ese momento supo con toda claridad y certeza que, gracias a la fuerza de Cristo, había sido preservado cuando estaba en peligro de muerte a causa de su falta de fe, en la escandalosa tempestad, lo mismo que había sido salvado por la mano de Cristo cuando estuvo a punto de hundirse en el mar» .

Lo que libera a quien ha pecado muchas veces y gravemente es la humildad. Si la tentación lleva a la caída, no es de ordinario por falta de generosidad, sino por un déficit de humildad. Y es precisamente el pecado –si el pecador sabe prestar atención a la gracia que no cesa de actuar en él, a pesar del pecado y como a sus espaldas- la ocasión para encontrar finalmente la puerta estrecha –y sobre todo baja, muy baja-, la única que da acceso al Reino. Pues pudiera ocurrir que la tentación más insidiosa no sea la que precede al pecado, sino la que viene después de él, la tentación de la desesperación. Una vez más es la humildad la única que, aprendida a ese precio, puede permitir escapar de ella.

Pues el sentimiento que, en último término, prevalece en el hombre humilde es la confianza inquebrantable en la misericordia, de la que ha percibido un destello gracias precisamente a sus propias caídas. ¿Cómo va a dudar en delante de ella? Escuchemos a Isaac de Nínive: «¿Quién podrá seguir sintiéndose turbado por el recuerdo de sus pecados que arroja en la mente la duda: “¿Me perdonará Dios todo eso que me angustia y cuyo recuerdo me atormenta? ¿Cosas que, aunque me horrorizan, permito que me seduzcan una y otra vez? ¿Y que, una vez cometidas, me producen un sufrimiento más terrible que el de la picadura de un escorpión? Las abomino y, sin embargo, me meto una y otra vez ellas. Y aunque me haya arrepentido sinceramente, vuelvo a caer de nuevo, desgraciado de mí, que no soy más que eso, un desgraciado?” Así piensan muchas personas temerosas de Dios que aspiran a la virtud y están arrepentidas de su pecado, cuando su fragilidad las obliga a enfrentarse con las caídas que ella les ocasiona: viven todo el tiempo bloqueadas entre el pecado y el arrepentimiento. Pero tú no dudes de tu salvación… Su misericordia es mucho más grande de cuanto puedas concebir, su bondad mayor que cuanto te atrevas a pedir… Dios espera sin cesar el más mínimo gesto de arrepentimiento de aquel que se ha dejado sustraer una parte de justicia en su lucha con las pasiones y con el pecado» .



Autor: André LOUF
Título: Iniciación a la vida espiritual
Editorial: Sígueme, Salamanca, 2018, (pp. 55-57)