Crimen, castigo y gracia

(Dmitri es un hombre soltero de 44 años de edad que trabaja como portero en un museo al lado del cual hay una academia de baile dirigida por el Sr. Arroyo, un viudo con dos hijos, que se ha casado en segundas nupcias con una mujer de extraordinaria belleza llamada Ana Magdalena, que es la bailarina que imparte las clases de baile a los niños que van a la academia. Dmitri está profundamente enamorado de Ana Magdalena y ésta le corresponde. Pero un día, en uno de sus encuentros furtivos, Dmitri la estrangula hasta la muerte. El texto se enmarca dentro del juicio que se le está haciendo al asesino)

- Está usted acusado de violar y matar a una tal Ana Magdalena Arroyo, dice el presidente del tribunal que le juzga. Y se ha confesado usted culpable de ambos cargos.

- Tres veces. Tres veces he confesado. Soy culpable, señoría. Senténcieme.

- Paciencia. Antes de que lo sentenciemos, tendrá usted derecho de dirigirse al tribunal, un derecho del que espero que haga uso. Primero tendrá oportunidad de exculparse, después tendrá oportunidad de alegar atenuantes. ¿Entiende usted lo que quieren decir estos términos: exculpación y atenuantes?

- Entiendo los términos perfectamente, señoría, pero carecen de relevancia en mi caso. No me estoy exculpando. Soy culpable. Júzgueme. Senténcieme. Haga caer cobre mí todo el peso de la ley. No me quejaré en absoluto, lo prometo.

(…)

- Y finalmente tengo un informe del médico de la policía que dice que se produjo el acto sexual completo, es decir, finalizando con la eyaculación de la semilla masculina, y que dicho acto tuvo lugar mientras la difunta todavía vivía. Posteriormente la difunta fue estrangulada manualmente. ¿Disputa usted algo de esto?

Dmitri guarda silencio.

- Tal vez se pregunte usted por qué desvelo estos detalles desagradables. Lo hago para dejar claro que el tribunal es plenamente consciente del terrible crimen que cometió usted. Violó a una mujer que confiaba en usted y luego la mató de la forma más despiadada. Me estremezco, nos estremecemos todos, de pensar lo que debió vivir ella en sus últimos minutos. Lo que nos falta es entender por qué cometió usted ese acto insensato y gratuito. ¿Es usted un ser humano descarriado, Dmitri, o bien pertenece a alguna otra especie desprovista de alma y de conciencia? Se lo ruego nuevamente: explíquenoslo.

- Pertenezco a una especie foránea. No tengo sitio en este planeta. Acaben conmigo. Mátenme. Aplástenme.

- ¿Eso es todo lo que tiene que decir?

Dmitri guarda silencio.

(El tribunal sentencia finalmente a Dmitri a la reclusión en un hospital de la ciudad, en la planta de psiquiatría, en vez de condenarlo a los durísimos trabajos forzados en las minas de sal, que era la condena que deseaba Dmitri, el cual, por cierto, se escapa del hospital cada vez que quiere y después regresa a él. En una de esas escapadas va a visitar a Simón, que es el padre legal de David, uno de los niños que estudiaban en la academia de baile, a quien había pedido el favor de que destruyera unas cartas de amor de Ana Magdalena, que había dejado escondidas en un lugar del museo. Dmitri siente cierta consideración por Simón y se confidencia con él)

- ¿Quieres saber por qué he venido? te lo voy a decir, así que escúchame con atención. Cuando salga el sol, dentro de unas pocas horas, tomaré la carretera que va al norte, rumbo a las minas de sal. Es mi decisión, mi decisión final. Me desterraré a mí mismo a las minas de sal, y quién sabe qué será de mí allí. La gente siempre me ha dicho: “Dmitri, eres como un oso, a ti no te puede matar nada”. Bueno, puede que eso fuera cierto antaño, pero ya no. El látigo, las cadenas, el régimen de pan y agua… Quién sabe cuánto tiempo podré soportarlo antes de caer de rodillas y decir: “¡Basta! ¡Acabad conmigo! ¡Dadme el golpe de gracia!”.

Yo amaba a esa mujer, Simón. Desde el momento en que la vi, supe que era mi estrella, mi destino. Se abrió un agujero en mi existencia, un agujero que solo podíamos llenar ella y yo. Para decirte la verdad, sigo enamorado de ella, de Ana Magdalena, aunque ahora esté bajo tierra o incinerada, nadie me quiere decir cuál de las dos cosas. “¿Y qué?”, dirás tú. “La gente se enamora todos los días”. Pero no como estaba enamorado yo. Yo era indigno de ella, esa es la pura verdad. ¿Lo entiendes? ¿Puedes entender cómo era estar con una mujer, estar con ella en el sentido más pleno, por decirlo delicadamente, en el que te olvidas de dónde estás y el tiempo queda suspendido, en ese sentido de la expresión “estar con alguien”, el sentido extático, en el que tú estás en ella y ella está en ti… estar con ella y sin embargo ser consciente en un rincón de tu mente de que hay algo malo en esa situación, no moralmente malo, yo nunca he querido tener mucho que ver con la moralidad, siempre he sido una persona independiente, moralmente independiente, sino malo en un sentido cosmológico, como si los planetas del cielo bajo el que vivimos estuvieran mal alineados y nos estuvieran diciendo: “No, no, no”? ¿Lo entiendes? No, claro que no, y quién te puede culpar, me estoy explicando mal.

Como ya te he dicho, yo era indigno de ella, de Ana Magdalena. A eso se reduce todo finalmente. No tendría que haber estado allí, compartiendo su cama. Estuvo mal. Fue una ofensa, contra las estrellas, contra algo, no sé el qué. Esa es la sensación que yo tenía, una sensación vaga, una sensación que no se me va. ¿Puedes entenderlo? ¿Tienes alguna ligera idea?

Carezco por completo de curiosidad sobre tus sentimientos, Dmitri, los del pasado y los del presente. No hace falta que me cuentes nada de todo esto. Yo no te estoy animando a que lo hagas.

- ¡Claro que no me estás animando! nadie podría ser más respetuoso de mi derecho a la intimidad. Eres un tipo decente, Simón, uno de los pocos hombres verdaderamente decentes que quedan. ¡Pero yo no quiero ser discreto! Quiero ser humano, y ser humano es ser un animal que habla. Por eso te estoy contando estas cosas: para poder ser humano otra vez, para oír que me vuelve a salir del pecho una voz humana, ¡del pecho de Dmitri! Y si no te las puedo contar a ti, ¿a quién se las puedo contar? ¿Quién queda? Déjame que te diga, pues: solíamos hacerlo, hacer el amor, ella y yo, siempre que podíamos, siempre que nos quedaba una hora libre, o hasta un minuto, o dos o tres. Puedo hablar con franqueza de estas cosas, ¿verdad? Porque contigo no tengo secretos, Simón; no los tengo desde que leíste aquellas cartas que no debías leer.

Ana Magdalena. Tú la viste, Simón, tienes que estar de acuerdo en que era una belleza, una belleza de verdad, algo genuino, perfecta de la cabeza a los pies. Debería haberme sentido orgulloso de tener una belleza como ella en brazos, pero no lo estaba. No, estaba avergonzado. Porque ella merecía algo mejor, mejor que un don nadie feo, peludo e ignorante como yo. Pienso en aquellos brazos frescos que tenía, frescos como el mármol, abrazándome, llevándome a estar dentro de ella…¡yo!, ¡yo!... y niego con la cabeza. Había algo malo en aquello, Simón, algo profundamente malo. La bella y la bestia. Por eso he usado la palabra “cosmológico”. Algún error entre las estrellas o los planetas, alguna confusión. 

No me quieres dar pábulo, y lo agradezco, en serio. Es una muestra de respeto por tu parte. Aún así, seguro que te estás preguntando cómo veía las cosas Ana Magdalena. Porque si yo era claramente indigno de ella, y estoy seguro de haberlo sido, ¿qué estaba haciendo ella en la cama conmigo? La respuesta, Simón, es que realmente no lo sé. ¿Qué veía ella en mí cuando tenía a un marido mil veces más digno, un marido que la amaba y demostraba su amor por ella, o al menos eso era lo que ella decía?

Sin duda te viene a la cabeza la palabra “apetitos”: Ana Magdalena debía de tener apetitos por lo que fuera que yo le ofrecía. ¡Pues no era así! Los apetitos venían todos de mí. Por parte de ella no hubo nunca más que amabilidad y dulzura, como si una diosa estuviera bajando del cielo para otorgarle a un mortal una pequeña muestra de la existencia inmortal. Yo debería haberla venerado, y la veneraba, de verdad, hasta el día fatídico en que todo salió mal. Por eso me voy a las minas de sal, Simón, por mi falta de gratitud. Es un pecado terrible, la falta de gratitud, quizá el peor de todos. ¿De dónde salía esa ingratitud mía? Quien sabe. El corazón de un hombre es un bosque oscuro, como dicen. Yo estaba agradecido a Ana Magdalena hasta que un día… ¡buuum!, me volví ingrato, así, sin más.

¿Y por qué? ¿Por qué le hice lo último, eso que no tiene vuelta atrás? Me golpeo la cabeza… “¿por qué, memo, por qué, por qué?”… pero no obtengo respuesta. Porque me arrepiento, de eso no hay duda. Si pudiera traerla de vuelta de donde sea que esté, de su hoyo en la tierra o de las olas donde está desparramada como si fuera polvo, lo haría sin pensarlo. Me postraría ante ella: “Me arrepiento sin fin, ángel mío (así es como yo la solía llamar a veces, ángel mío), no lo volveré a hacer”. Pero el arrepentimiento no funciona, ¿verdad? El arrepentimiento, la contrición. Es la flecha del tiempo: no se la puede hacer girar. No hay vuelta atrás.

(Finalmente Dmitri cambia de idea sobre su castigo en las minas y aparece en público, en el coloquio de una conferencia que está impartiendo un profesor de filosofía, amigo de Arroyo, el viudo de Ana Magdalena. Situándose ante él, dice:)

¡Hay crímenes que no se pueden medir! ¡Están fuera de los baremos! ¿Qué conseguiría, en cualquier caso, con veinticinco años en las minas de sal? Un tormento exterior, eso es todo. ¿Y el tormento exterior cancela el tormento interior, igual que se cancelan un más y un menos? No. El tormento interior sigue bullendo.

De improviso, se pone de rodillas delante de Arroyo.

- Soy culpable, Juan Sebastián. Lo sabes tú y lo sé yo. Nunca he fingido otra cosa. Soy culpable y necesito de verdad que me perdones. Solo estaré curado cuando tenga tu perdón. Ponme la mano en la cabeza y dime: “Dmitri, me has hecho algo terrible, pero te perdono. Dilo”.

Arroyo permanece callado, con los rasgos paralizados por el asco.

- Lo que hice estuvo mal, Juan Sebastián. No lo niego y no quiero que nadie lo olvide. Que se recuerde siempre que Dmitri hizo algo malo, algo terrible. Pero está claro que eso no quiere decir que haya que condenarme y desterrarme a la oscuridad exterior. Está claro que se me puede conceder un poco de gracia. Está claro que alguien puede decir: “¿Dmitri? Me acuerdo de Dmitri. Hizo una cosa mala, pero en el fondo no era mala persona, el viejo Dmitri”. Con eso ya me bastará, con esa única gota de agua salvadora. No que me absuelvan, solo que me reconozcan como un hombre, que digan: “Sigue siendo nuestro, sigue siendo uno de nosotros”.


Autor: J. M. COETZEE
Título: Los días de Jesús en la escuela
Editorial: Literatura Random House, Barcelona, 2017 (pp. 146-147; 154-155; 213-216; 243-244)