AVE MARIS STELLA



“AVE, ESTRELLA DEL MAR”. El Diccionario de la Lengua de la Real Academia Española, afirma que la palabra “ave” es como una interjección que denota “asombro o extrañeza”. En efecto, el misterio de María es tan grande que provoca en nosotros un estupor, un asombro y una extrañeza, casi como si dijéramos: “¿cómo es posible esto, cómo es posible tanta belleza en la fragilidad de una carne humana?”. 
De todo este misterio, lo primero que contemplamos es que la Virgen María es la “estrella del mar”. Esta imagen evoca en nosotros la experiencia de la vida humana comparada con una navegación por el ancho mar. En el mar hay situaciones de calma, y hay también vientos muy fuertes y tempestades; hay remolinos y corrientes poderosas que pueden arrastrar nuestra frágil barca; hay arrecifes contra los que nos podemos estrellar. Y es siempre relativamente fácil desorientarse, perder el rumbo y encontrarse perdido en medio de la inmensidad del océano. Y en esa posible situación de desconcierto y pérdida aparece una estrella, gracias a la cual, en la oscuridad de la noche, nos orientamos, encontramos la ruta, recuperamos el rumbo perdido.

La Virgen María es “estrella del mar”, es decir, punto luminoso que sirve de referencia y de orientación, porque ella indica la dirección correcta en la que hay que navegar para que nuestra travesía llegue al buen puerto del cielo. Y esa dirección está perfectamente expresada en las palabras que ella pronunció en respuesta al saludo del ángel: “Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”.

DEI MATER ALMA, ATQUE SEMPER VIRGO

“SANTA MADRE DE DIOS, Y SIEMPRE VIRGEN”. Con estas palabras enunciamos el misterio de María: ella es la madre de Dios y ella es siempre virgen. Casi podríamos decir que es madre de Dios porque es siempre virgen. La virginidad de María significa su pertenencia total y exclusiva al Señor: ella es del Señor con la radicalidad que expresa la palabra “esclava”, palabra que designaba, en aquel tiempo, a un ser que pertenece por completo a otro y que el otro considera como propiedad suya sobre la que puede ejercer cualquier acción con pleno derecho. Así se situaba María ante Dios.

Nunca Dios había podido contemplar en la humanidad creada por Él una disponibilidad a su voluntad, a sus planes y sus designios, tan grande y tan exhaustiva como la de María: en eso consiste su virginidad. Y por eso fue elegida para ser madre de Dios ya que, en ella, no había la más mínima intención de programar su propio destino y el destino de su Hijo desde sí misma, desde un proyecto propio, porque ella no tiene ningún proyecto distinto del que Dios tenga para ella y para todo lo suyo: “hágase en mí según tu palabra” (Lc 1, 38).



FELIX COELI PORTA


“FELIZ PUERTA DEL CIELO”. El cielo es Dios mismo comunicado a nosotros, y la puerta por la que el cielo ha entrado en la tierra ha sido el sí de la Virgen María. Al decir María “hágase en mí según tu palabra”, “la Palabra se hizo carne y puso su Morada entre nosotros” (Jn 1, 14), el cielo entró en la tierra, porque Dios habitó en medio de los hombres.

El “sí” de María a Dios fue, pues, la “puerta” por la que el cielo entró en la tierra y ese mismo “sí” de María sigue siendo la “puerta” imprescindible y obligatoria para que cada hombre pueda entrar en el cielo al terminar su vida en la tierra. Pues es imprescindible dar ese “sí” ante la misericordia del Señor que se ofrece a cada hombre: sin esa libre aceptación y ese libre consentimiento ante el ofrecimiento divino del perdón de nuestros pecados y de la gracia de un nuevo ser y una nueva vida, nadie puede entrar en el cielo. Porque Dios no nos puede salvar a la fuerza, sino que requiere nuestra libre aceptación de su salvación: lo que ocurrió en Nazaret cuando el ángel Gabriel llevó la propuesta divina a María sigue siendo paradigmático para cada hombre.


SUMMENS ILLUD AVE, GABRIELIS ORE


“TÚ QUE RECIBISTE AQUEL SALUDO DE LA BOCA DE GABRIEL”. El saludo que María recibió de la boca del ángel Gabriel fue: “Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo” (Lc 1, 28). “El Señor está contigo”: la presencia y la compañía del Señor es la primera bendición, la bendición por excelencia, porque es la expresión condensada de la alianza de Dios con su pueblo: es la certeza de que Dios habita en medio de su pueblo. Esta bendición, que es la que Cristo dará a su Iglesia antes de subir al cielo -“Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,29)-, es la que ahora se le da anticipadamente a la Virgen María, que es la personificación y el paradigma perfecto de la Iglesia “sin mancha ni arruga ni cosa parecida, sino santa e inmaculada” (Ef 5, 27).

El saludo del ángel revela a María el misterio de su propio ser, y María se turba (Lc 1, 29) al escuchar el saludo del ángel porque de repente es obligada a contemplar su propia belleza, cosa que la desconcierta por completo, ya que ella es humilde y no se mira a sí misma.


FUNDA NOS IN PACE


“ESTABLÉCENOS EN LA PAZ”. El himno suplica a la Virgen María que nos establezca en la paz. Cristo es nuestra paz, él que ha reconciliado a judíos y gentiles en un solo Cuerpo, por medio de la cruz. Él que vino a anunciar la paz: paz a vosotros que estabais lejos y paz a los que estaban cerca (cf. Is 57, 19) (Ef 2, 14-18). María nos establece en la paz porque nos da a Cristo, que es “nuestra paz”. 

La paz, en la Biblia, es la plenitud de vida con Dios: es la vida humana transfigurada por la alegría de vivir en la comunión con Dios. Cuando Cristo resucitado se aparece a los apóstoles, les saluda deseándoles la paz (Jn 20, 19-22). Ya antes, en la tarde del jueves santo, les había dicho: “La paz os dejo, mi paz os doy. No os la doy como la da el mundo” (Jn 14,27). Cristo, en efecto, es el Mesías, “Príncipe de la paz” (Is 9,5), que ha venido “para guiar nuestros pasos por el camino de la paz” (Lc 1,79).


MUTANS EVAE NOMEN 


“TÚ QUE CAMBIAS EL NOMBRE DE EVA”. “Las puertas del paraíso que Eva cerró con sus manos, han sido ahora abiertas por la Virgen María”, canta la liturgia de la Iglesia (antífona de laudes del común de santa María Virgen). El nombre de Eva, a causa de su desobediencia al mandato del señor, se hizo sinónimo de la iniciativa humana que antepone su propio proyecto al designio de Dios, mientras que en María ocurre todo lo contrario: ella no tiene proyecto propio alguno que difiera lo más mínimo del proyecto de Dios sobre ella (“hágase en mí según tu palabra”). Por eso María cambia, en verdad, el nombre de Eva.

“Eva” significa “la madre de los que viven”. Pero a causa del pecado original son los que viven desde sí mismos, para sí mismos, según su propia iniciativa y su propio proyecto. María, “nueva Eva” es la madre de los que viven desde Dios, para Dios, según la iniciativa y el proyecto de Dios. Es la madre de la nueva humanidad regenerada en Cristo. María, que es hija de Eva según la carne, se convierte en madre de la Eva que se arrepiente de su pecado, que derrama lágrimas por él y que intercede por todos sus hijos que sufrirán a causa de ella. 


SOLVE VINCLA REIS


“SUELTA LAS CADENAS DE LOS REOS”. Todos nosotros somos como prisioneros que están sujetos por unas gruesas cadenas. Los responsables de nuestras cadenas somos nosotros mismos. El primer responsable es, en realidad, el Espíritu del mal, “el gran Dragón, la Serpiente antigua, el llamado diablo y Satanás, el seductor del mundo entero” (Ap 12, 9), que es quien sedujo a nuestra madre Eva y consiguió que pecara, poniendo la primera cadena a nuestra libertad. Pero después cada uno de nosotros, con sus diferentes pecados, y sobre todo con la reiteración de esos mismos pecados, ha ido incrementando el número y la intensidad de las cadenas que obstaculizan el ejercicio libre de su libertad. Pues conviene recordar que la repetición de un mismo acto engendra un hábito, y los hábitos tienden a constituir una especie de “segunda naturaleza” en nosotros que canaliza la manera como nos producimos, como vamos ejerciendo nuestra libertad. Y aunque no suprimen ni anulan nuestra libertad, la inclinan fuertemente a actuar en una determinada dirección. Nuestra libertad es, así, una libertad “esclava”, una libertad “sierva”, que necesita ser liberada. Y esta liberación de nuestra libertad es la que suplicamos a María en este versículo. El rezo del santo rosario, tal vez por lo que él mismo tiene de repetitivo, es un instrumento muy eficaz para ir librándonos de esos malos hábitos que nos encadenan.


PROFER LUMEN CAECIS


“DA LUZ A LOS CIEGOS”. Además de prisioneros, todos nosotros somos también, en una medida mayor o menor, “ciegos” que no aciertan a ver la obra de Dios en los acontecimientos de la propia vida. Y entonces la vida se hace insoportable, porque parece que la estamos viviendo nosotros solos, sin la presencia y la ayuda de la gracia, sin el significado profundo que la gracia da a los acontecimientos que nos toca vivir. 

Le pedimos a María, que vivió toda su vida terrena abismada en Dios, sumergida en Él, que abra nuestros ojos para que nosotros “veamos” las invitaciones, las sugerencias, los requerimientos, que el Espíritu Santo nos va haciendo a través de los aparentemente banales acontecimientos de nuestra vida, y así comprendamos que “es el Señor” (Jn 21, 7), como dijo Juan a Pedro en el lago de Tiberíades, quien está constantemente viniendo a nosotros y solicitando el consentimiento de nuestra libertad para acrecentar la comunión de vida con Él: “Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo” (Ap 3, 20).


MALA NOSTRA PELLE


“ALEJA DE NOSOTROS TODOS LOS MALES”. Lo propio de una madre es alejar de sus hijos todos los males, en la medida en que ella lo puede hacer. Normalmente llamamos “males” a todo aquello que nos hace sufrir. Sin embargo, en rigor de términos, el mal no equivale a lo que nos hace sufrir, sino a lo que nos hace daño, lo que destruye nuestro ser. “Me estuvo bien el sufrir, así aprendí tus mandatos”, dice un salmo. En la vida de la Virgen María hubo mucho sufrimiento, desde la inoportunidad del decreto de Augusto cuando ella iba a dar a luz hasta la muerte de su hijo, en la que ella estuvo al pie de la cruz, pasando por la huida a Egipto, por la angustia de los tres días en que no encontraba a su hijo, y por las incomprensiones propias de la vida pública, cuando sus parientes no creían en él y decían que estaba loco (Mc 3, 20ss) y él no hacía ningún caso cuando le decían que su madre y sus hermanos le buscaban y él respondía que quien cumple la voluntad de Dios “ése es mi hermano, mi hermana y mi madre” (Mc 3, 35).

Todas esas cosas que hicieron sufrir a la Virgen no fueron para ella “males” porque no la separaron lo más mínimo de Dios. “Mal”, en verdad, es sólo aquello que me separa de Dios, que interrumpe o disminuye mi comunión con Dios. Y María vivó todos esos sufrimientos como ocasiones de unirse más a Dios, de abrazarse a Él, de dejarse abrazar por Él. Y por eso los sufrimientos no constituyeron para ella verdaderos males, porque no la separaron sino que, al contrario, la unieron más a Dios. 

Al pedirle que aleje de nosotros todos los males, no le estamos pidiendo que en nuestra vida no haya sufrimiento -lo cual, humanamente hablando, es imposible-, sino que los sufrimientos que nos toque vivir no sean nunca para nosotros males porque nosotros los convirtamos en ocasiones de abrazarnos a Dios, abrazándonos a la cruz que llega a nosotros con ellos y en la que está presente el Señor.


BONA CUNCTA POSCE


“ALCÁNZANOS TODOS LOS BIENES”. Lo propio de una madre no es sólo alejar de sus hijos todos los males, sino también procurarles todos los bienes. Es lo que aquí le pedimos a la Virgen. Y al igual que decíamos que los sufrimientos no son de por sí males, también ahora tenemos que decir que todo lo que nos apetece y atrae no es necesariamente un bien: a menudo nos atraen con mucha fuerza cosas que no son, en modo alguno, un bien. Es más, nosotros somos torpes para determinar lo que en realidad nos conviene, lo que de verdad es para nosotros un bien, tal como afirma san Pablo: “Pues nosotros no sabemos cómo pedir para orar como conviene; mas el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables, y el que escruta los corazones conoce cuál es la aspiración del Espíritu, y que su intercesión a favor de los santos es según Dios” (Rm 8, 26-27). 

María, que es la mística esposa del Espíritu Santo, conoce, en el Espíritu Santo, cuáles son las realidades que constituyen para nosotros un verdadero bien. Y son esas realidades, desconocidas para nosotros, pero conocidas por ella, las que nosotros le suplicamos. Esta plegaria está, pues, marcada por un abandono total en María, en quien delegamos la determinación de los bienes que necesitamos.

MONSTRA TE ESSE MATREM

“MUESTRA QUE ERES MADRE”. La maternidad de María, a diferencia de la maternidad puramente natural de nuestras madres de la tierra, es una maternidad marcada por la libertad: ella fue hecha madre nuestra por su libre consentimiento a la petición de Jesús en la cruz: «Jesús, viendo a su madre y junto a ella al discípulo a quien amaba, dice a su madre: Mujer, ahí tienes a tu hijo”. Luego dice al discípulo: “Ahí tienes a tu madre”. Y desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa» (Jn 19, 26-27). También aquí su maternidad de gracia sobre nosotros le es entregada como una misión, como una tarea, que ella tiene que asumir libremente. Nosotros, en este versículo del himno, le pedimos que lo haga, que se muestre como madre nuestra, que se haga patente que la tenemos como madre en el cielo y que ella cuida de nosotros. 


SUMAT PER TE PRECES, QUI PRO NOBIS NATUS, TULIT ESSE TUUS


“RECIBA POR TI NUESTRAS PRECES EL QUE SE HIZO TUYO AL NACER POR NOSOTROS”. El que Cristo sea nuestro hermano, el que sea de nuestra raza, el que sea uno de nosotros, siendo como es el Hijo eterno del Padre, engendrado desde antes de todos los siglos, es un acontecimiento de gracia que Dios nos ha regalado a través de María, gracias a la libre cooperación de María, a su libre consentimiento. Nuestras plegarias, dirigidas a Cristo, son las plegarias de sus hermanos, y Él “no se avergüenza de llamarnos hermanos” (Hb 2, 11). Él ha penetrado en los cielos (Hb 4, 14) y está sentado a la diestra de Dios, intercediendo por nosotros (Rm 8, 34). Cuando Él recibe nuestras plegarias, como Dios y Rey nuestro que es, “a su derecha, está la reina enjoyada con oro de Ofir” (Sal 44, 10): esa reina es la Iglesia, su esposa, personificada en la Virgen María, que sencillamente recuerda, con su presencia, a su Hijo, que esas plegarias son las de sus hermanos. 


VIRGO SINGULARIS


“VIRGEN SINGULAR”. La “singularidad” de María no consiste en alguna rareza o peculiaridad que se le hubiera ocurrido a ella para distinguirse de los demás, sino en el hecho de su unicidad que le viene de la radicalidad y la integralidad de su entrega al Señor. Nadie como ella ha estado desde siempre ofrecida al Señor con una incondicionalidad tan total y eso es lo que la hace, en verdad, una virgen única.


INTER OMNES MITIS


“ENTRE TODAS MANSA”. “Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón” (Mt 11, 29), dirá Cristo el Señor. La mansedumbre es una nota característica de Dios, que va unida siempre a la humildad. Lo más impresionante de Dios es su humildad: esa “desposesión” total de cada una de la Tres Divinas Personas, que hace que sean personas relacionales, personas que no tiene una “consistencia” propia fuera de la relación de donación de cada una de ellas con las otras dos. No existe un ser propio, distinto del ser ofrecido y entregado en la relación recíproca, que hubiera que “defender” como un bien personal exclusivo. Y por eso la mansedumbre es total: la violencia nace cuando hay un proyecto o un bien propio que uno quiere defender a toda costa. Y aquí no lo hay, porque el proyecto no es propio sino de Dios: “que tu nombre sea santificado, que venga tu reino, que se haga tu voluntad”. La Virgen María es la réplica perfecta, en el orden creatural, de esta mansedumbre y dulzura de Dios.


NOS, CULPIS SOLUTOS


“A NOSOTROS, LIBERADOS DE LAS CULPAS”. “Liberados de las culpas” por el perdón que nos da tu Hijo, el Señor Jesús, mediante el bautismo y mediante el sacramento de la penitencia que lo prolonga a lo largo de toda nuestra vida. Su perdón nos obliga a reconocer que necesitamos ser perdonados, nos obliga a vernos como “pecadores perdonados” y, por lo tanto, como personas que tienen que estar agradecidas, porque el perdón es una gracia, no un derecho. Y el agradecimiento nos hace humildes y nos libera de la peor de nuestras culpas, del orgullo. El orgullo tiende a endurecernos, a situarnos frente a los demás como si todos nos debieran y no nos pagaran; como si fuéramos superiores a los demás. Le pedimos a la Virgen que nos “libre de las culpas”, es decir, que nos conceda la humildad necesaria para confesarnos, para reconocernos pecadores y pedir perdón.


MITES FAC ET CASTOS 


“HAZNOS MANSOS Y CASTOS”. La mansedumbre y la castidad está íntimamente unidas y las dos se fundamentan en la verdad profunda de nuestro ser de criaturas. Porque no somos Dios, sino seres creados por Él, y no podemos pretender ser el centro y el fin del universo. Hemos de saber ocupar nuestro lugar, sabiendo que nos corresponde “un” lugar en la historia del mundo, pero no todos los lugares. La mansedumbre nace de la aceptación sincera de esta verdad que aleja de nosotros la ambición desmesurada y nos hace decir con el salmista: “Señor, mi corazón no es ambicioso ni mis ojos altaneros; no pretendo grandezas que superan mi capacidad, sino que acallo y modero mis deseos como un niño en brazos de su madre” (Sal 130). 

Y la castidad es esta misma mansedumbre llevada al plano afectivo y corporal del ser humano. Es la aceptación humilde de la belleza que me ha dado el Señor al darme esta mujer como esposa y la renuncia a todas las demás bellezas, que el Señor ha reservado para otros. “No codiciarás la mujer de tu prójimo” (Ex 20, 17). Para ser casto hace falta ser humilde y aceptar el plan de Dios, su designio de amor sobre mí y sobre los demás, diciendo con toda humildad con el salmista: “El Señor es el lote de mi heredad y mi copa (…) me ha tocado un lote hermoso, me encanta mi heredad” (Sal 15, 5-6). Le pedimos a la Virgen esta humildad necesaria para ser mansos y castos.


VITAM PRAESTA PURAM


“DANOS UNA VIDA PURA”. A lo largo del Antiguo Testamento, Dios realizó, en su pueblo Israel, toda una educación en la pureza. A través de muchas leyes, el Señor les inculcó esta gran verdad, que nuestra época lamentablemente corre el riesgo de ignorar: que “puro” es lo que no está mezclado con otra cosa, lo que es sencillo, lo que es simple, aquello cuyo sentido y significado se resuelve en una única dirección, la que apunta a Dios. Una vida pura es una vida que sólo apunta en una dirección, en la dirección de Dios, es una vida que transcurre por un único camino, el camino del Señor.

Y como lo que unifica la vida del hombre es su corazón, la pureza del corazón es una condición imprescindible para vivir en comunión con Dios, tal como lo expresa el salmo 23: “¿Quién puede subir al monte del Señor? ¿Quién puede estar en el recinto sacro? El hombre de manos inocentes y puro corazón” (Sal 23, 3-4). 

La Virgen María poseyó siempre esta pureza de corazón de modo eminente: estuvo siempre tan unificada en Dios, tan centrada en Él, que no había en ella el más mínimo resquicio por el que pudiera entrar el Maligno. Por eso la Iglesia aplica a ella las palabras del Cantar de los cantares: “Eres huerto cerrado, hermana y novia mía, huerto cerrado, fuente sellada” (Ct 4, 12). Y por ello mismo la presencia de la Virgen María es mortal para los demonios “terrible como un ejército en orden de batalla” (Ct 6, 10). Los demonios nos tientan a nosotros porque encuentran en nosotros siempre una cierta duplicidad; pero en María no existe ninguna duplicidad, sino una unidad perfecta de todo el ser centrado en Dios. En esta unidad perfecta consiste la pureza, y es lo que suplicamos a la Virgen que nos alcance del Señor.


ITER PARA TUTUM


“PREPÁRANOS UN CAMINO SEGURO”. Nuestra vida aquí en la tierra es una peregrinación hacia el Destino, que es Cristo, que es Dios, y, como en toda peregrinación, es de desear que el camino sea seguro, que esté libre de peligros y asechanzas ocultas, y que sea un camino lo suficientemente claro para que no nos perdamos.

Los peligros y asechanzas ocultas a lo largo del camino existe, porque, como dice san Pablo, existe una “atmósfera”, un “aire” (Ef 2, 1-3; 6, 12), contrario a Dios que nos envuelve y pretende arrastrarnos a actuar al margen y en contra de Él. Es toda una “cultura” que está montada en contra de Dios y al servicio de los “espíritus del mal” (Ef 6, 12) y que posee una fuerza de coacción considerable sobre nosotros. Por eso es tan difícil recorrer el camino de la vida como cristiano.

La claridad del camino está también amenazada por la adulteración de la verdad mediante “doctrinas extrañas” (1Tm 1, 3). La claridad del camino, su nitidez, está garantizada por la Iglesia que es “columna y fundamento de la verdad” (1Tm 3, 15): su magisterio es lo que nos indica el camino. 

Le pedimos, pues, a María que nos conceda ser fieles a Dios, en medio de una sociedad y una cultura alejada de Él, y que seamos también hijos obedientes de la Iglesia, para no salirnos del camino.


UT VIDENTES JESUM, SEMPER COLLAETEMUR


“PARA QUE, VIENDO A JESÚS, SIEMPRE NOS ALEGREMOS CONTIGO”. Esta petición es una petición para ir al cielo y estar allí con Cristo, con María y con todos los santos, alegrándonos juntos. Pero es también una petición para recorrer el camino de la vida mirando a Cristo, puesto que Él es la causa última de nuestra alegría, tal como escribe san Juan (1Jn 1, 1-4). En este último versículo, antes de la doxología final, le pedimos a la Virgen que nos enseñe a caminar mirando a Cristo, para que nuestra vida transcurra en la alegría y nos conduzca a la alegría final. Que así sea.